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la verdad, antes de proceder a reprobar las opiniones propuestas, mostraré cómo al reprobar éstas no se habla irreverentemente contra la majestad imperial ni contra el filósofo. Porque si en cualquiera parte de este libro me mostrase irreverente, nunca sería tan feo como en este Tratado: en el cual, hablando de nobleza, debo mostrarme noble y no villano. Y primeramente demostraré que no me atrevo contra la autoridad del filósofo; luego demostraré que no me atrevo contra la majestad imperial.

      Digo, pues, que cuando el filósofo dice: «Lo que les parece a los más es imposible que sea completamente falso», no quiere decir, al parecer exterior, es decir, sensual, sino el de dentro, es decir, racional; pues que el parecer sensual, según la mayor parte de la gente, es muchas veces falso, principalmente en los sensibles comunes, donde el sentido se engaña frecuentes veces. Así sabemos que a la mayor parte de la gente el sol le parece que tiene un pie de diámetro; y esto es tan falso, que, según las investigaciones e invenciones hechas por la humana razón con sus demás artes, el diámetro del cuerpo del sol es cinco veces y media el de la tierra. Como quiera que el diámetro de la tierra tiene seis mil quinientas millas, el diámetro del sol, que según la apariencia sensual parece de un pie de largo, tiene treinta y cinco mil setecientas cincuenta millas. Por lo cual es manifiesto que Aristóteles no se refería a la apariencia sensual. Y por eso, si es mi intención reprobar tan sólo la apariencia sensual, no repruebo la intención del filósofo, y, por lo tanto, no ofendo la reverencia que se le debe. Y que yo me propongo reprobar la apariencia sensual es manifiesto, porque los que así juzgan, no juzgan sino por lo que perciben de estas cosas que la fortuna puede dar o quitar; que porque ven hacerse los parentescos, los elevados matrimonios, las amplias posesiones, los grandes señoríos, creen que son causas de nobleza, y lo que es más: que tales cosas son la nobleza misma.

      Porque si juzgasen de la apariencia racional, dirían lo contrario; es decir, que la nobleza es causa de éstas, como más abajo en este Tratado se verá.

      Y como yo, según puede verse, no hablo contra la reverencia del filósofo al reprobar tal, así tampoco hablo contra la reverencia del imperio, y quiero explicar la razón. Mas cuando se habla, ante el adversario, el retórico debe usar mucha cautela en su discurso, a fin de que el adversario no tome de aquí ocasión para empeñar la verdad. Yo, que hablo ante tantos adversarios en este Tratado, no puedo hablar brevemente. Por lo cual, si mis digresiones son largas, nadie se maraville. Digo, pues, que para demostrar que no soy irreverente en la majestad del imperio, primero se ha de ver qué es reverencia.

      Digo que reverencia no es otra cosa que acatamiento de sujeción debida por signo manifiesto. Y visto esto, hay que distinguir entre lo irreverente y lo no reverente. Irreverente quiere decir privación, y no reverente, negación. Y por eso la irreverencia es desacatar la sujeción debida con signo manifiesto; la no reverencia es negar la sujeción indebida. Puede el hombre rechazar una cosa de dos maneras: de una, puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando se priva del debido acatamiento, y esto es propiamente desacatar; de otra manera puede el hombre desmentir no ofendiendo a la verdad, cuando aquello que no es no se confiesa; y esto es propiamente negar; como decir el hombre que es del todo mortal, es negar propiamente hablando. Por lo cual si yo niego la reverencia al imperio, no soy irreverente, sino que soy no reverente; porque no es contra la reverencia, como quiera que no la ofende, del mismo modo que el no vivir no ofende a la vida, mas sí la ofende la muerte, que es privación de aquélla; de aquí que una cosa sea la muerte y otra no vivir; que no vivir es el de las piedras. Y por eso muerte quiere decir privación, que no puede existir sino en el sujeto del hábito, y las piedras no son sujeto de vida; por lo cual no puede decírseles muertas, mas que no viven. Igualmente yo, que en este caso no debo guardar reverencia al imperio, se la niego; no soy irreverente, mas soy no reverente, lo cual no es arrogancia ni cosa merecedora de vituperio. Mas sería arrogancia el ser reverente, si reverencia se pudiera llamar, porque en mayor y más verdadera irreverencia, se caería; es, a saber: de la naturaleza y de la verdad, como más adelante se verá. De caer en esta falta se guardó Aristóteles, maestro de filósofos, cuando dice al principio de la Ética: «Si son dos los amigos y uno es la verdad, a la verdad ha de consentir».

      En verdad, una vez dicho que no soy reverente, que es negar la reverencia, esto es, negar la sujeción indebida por signo manifiesto, queda por ver cómo en este caso no estoy debidamente sujeto a la majestad imperial. Y como es menester que la razón sea larga, en capítulo propio quiero exponerla inmediatamente.

      IX

      Para ver cómo en este caso, es decir, aprobando o reprobando la opinión del emperador, no estoy obligado a sujetarme a él, es menester recordar lo que del mando imperial se ha dicho más arriba, en el cuarto capítulo de este

      Tratado; es decir, que la imperial autoridad fue inventada para perfección de la vida humana, y que ella es justa reguladora y gobernadora de todas nuestras obras, porque hasta donde nuestras obras se extienden tiene jurisdicción la majestad imperial, y fuera de estos límites no se extiende. Mas como toda arte y humano ejercicio están por el imperial limitados a ciertos términos, así también el imperio está limitado a ciertos términos por Dios; y no es maravilla, porque el oficio y el arte de la Naturaleza vemos limitado en todas sus obras.

      Porque si queremos tomar la Naturaleza universal por entero, tiene tanta jurisdicción cuanta es la extensión del mundo, es decir, del cielo y la tierra; y esto con cierto límite, como se demuestra en el tercero de la Física y en el primero de Cielo y Mundo. Conque la jurisdicción de la Naturaleza universal está confinada en ciertos límites, y, por consiguiente, la particular y es también limitador de ésta. Aquel que por nada está limitado, es decir, la primera Bondad, que es Dios, el cual es sólo en su infinita capacidad a comprender el infinito.

      Y para ver los límites de nuestras obras, se ha de saber que nuestras obras son únicamente aquellas que obedecen a la razón y a la voluntad; porque si en nosotros existe la operación digestiva, ésta no es humana, sino natural. Y se ha de saber que nuestra razón está ordenada para obras en cuatro maneras, de diversa consideración; que no son operaciones que únicamente considera y no hace, ni puede hacer ninguna de ellas, como son las cosas naturales, las sobrenaturales y las matemáticas; operaciones que considera y hace en su propio acto, las cuales se llaman racionales, como son las artes de hablar, y hay operaciones que considera y hace materialmente fuera de sí misma, como son las artes mecánicas. Y todas estas operaciones, aunque al considerarlas obedecen a nuestra voluntad, por sí mismas no la obedecen. Porque, aun queriendo nosotros que las cosas pesadas se elevasen por su propia naturaleza, ne podrían subir, y aunque quisiéramos que el silogismo con falsos principios concluyese mostrando la verdad, no concluiría tal; y aunque quisiéramos que la casa se sostuviera lo mismo inclinada que derecha, no sería; porque de todas estas obras no somos los factores propiamente, sino los inventores, que las ordenó e hizo el mayor factor. Hay también operaciones que nuestra razón considera en el acto de la voluntad, como ofender y beneficiar, como permanecer firme y obedecer por entero a nuestra voluntad; y por eso, por ellas somos llamados buenos o malos, porque son completamente nuestras; por lo cual nuestras obras se extienden a donde nuestra voluntad puede alcanzar. Y como quiera que en todas estas obras voluntarias hay alguna equidad que conservar y alguna iniquidad que evitar, la cual equidad puede perderse por dos causas: por no saber cuál es la tal o por no querer seguirla, fue inventada la razón escrita para mostrarla y para ordenarla. Así, pues, dice Agustín: «Si los hombres la conocieran -es a saber: la equidad-, y, conocida, la conservasen, no sería menester la razón escrita». Y por eso está escrito al principio del antiguo Digesto: «La razón escrita es el arte del bien y de la equidad». Para escribir la cual, publicarla y ordenarla, está puesto este oficial de quien se habla, es, a saber: el emperador, al cual estamos sujetos en tanto cuanto se entienden nuestras propias obras que se han dicho, y más allá no.

      Por esta razón, en toda arte y en todo oficio, los artífices y aprendices están y deben estar sujetos al principal y al maestro de tales oficios y artes; fuera de ellos, la sujeción perece, puesto que perece el principado. Del mismo modo casi se puede decir del emperador, si se quiere representar su oficio con una imagen, que es caballero, sobre la humana voluntad. Caballo éste que manifiesto es cuán frecuentemente va por el campo sin caballero, especialmente en la mísera Italia, que sin medio alguno se ve abandonada a su gobierno.

      Y

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