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larga sequía, coincidiendo con la llegada triunfal de un tal Johan Cruyff.

      “Le expliqué lo que me estaba pasando. Y le pedí que me confirmara si era cierto que no tenía más remedio que aguantar y seguir arrastrando ese problema. O si, por el contrario, podía dar un salto adelante”. Al igual que los anteriores especialistas, corroboró que la deformación congénita de la espalda provocaba que el dolor se fuera acumulando en la cintura y las piernas. Aquello amenazaba con afectar su carrera a medio o largo plazo y era un problema que iba a tener toda la vida. “De hecho, incluso ahora al caminar mucho tiempo lo noto”, confiesa Orantes en la actualidad.

      El diagnóstico del doctor Bestit confirmó la gravedad del problema. Pero, tal como ansiaba Manuel desde lo más profundo de su angustia, le ofreció un plan de acción convincente. Un rayo de esperanza. Si hacía un buen trabajo con las abdominales y la cintura para crear un cinturón muscular que le protegiera bien la columna, podía superar ese hándicap. “Así que decidimos dejar de competir tres o cuatro meses. Empezamos a trabajar en el gimnasio del FC Barcelona. Iba todas las tardes una hora y media a hacer los ejercicios y empecé a notar un cambio increíble en la espalda. Por las mañanas seguía jugando, aunque en sesiones más suaves porque el objetivo principal en aquella etapa era recuperarme del todo de las molestias”.

      Cuatro meses después empezó a competir. Desde el instante en que salió de nuevo a la pista, quedó claro que la situación, a nivel físico, era muy distinta. Se estrenó en El Cairo, un torneo de menor nivel. Las sensaciones, tras el arduo trabajo realizado, no pudieron ser mejores. Contra todo pronóstico, teniendo en cuenta los cuatro meses de inactividad, se impuso en la capital egipcia, batiendo en la final al francés François Jauffret en cuatro sets. A continuación se desplazó a Montecarlo, un torneo que siempre se le había dado bien. En esas pistas, de tierra batida y a la altura del mar como las del Club Tennis de La Salut de Barcelona en las que se hizo como jugador, había ganado el Campeonato del Mundo sub-16 y sub-18. “Fui con confianza porque allí tenía bastante prestigio, y era un torneo en el que siempre me había sentido cómodo”.

      A diferencia de lo que ocurre hoy en día, en aquellos tiempos la ATP no protegía el ranking de los jugadores en caso de que sufrieran una lesión. Por ello, tuvo que disputar la fase previa. Esos partidos de más, en lugar de suponer un inconveniente, le permitieron afianzar las buenas sensaciones con las que llegaba tras su victoria en El Cairo. Volvió a sentir una afinidad especial con las pistas del club monegasco. Ya en el cuadro grande, tras superar sin problemas el compromiso de primera ronda ante el croata Zeljko Franulovic, la providencia del sorteo deparó un duelo ante el primer cabeza de serie del torneo, el norteamericano Arthur Ashe.

      Esa exigente prueba de fuego, solventada con un contundente 6-2 6-3 a favor, fue la primera prueba seria de que algo iba bien. Mejor de lo que hubiera esperado en sus augurios más optimistas. Tras ese espaldarazo moral, solventó el resto de duelos que le llevaron a levantar el título con una autoridad incontestable. No solo no perdió un set en toda la semana, sino que en sus últimos tres partidos tan solo cedió un total de 11 juegos: cuatro ante el australiano Dick Crealy, uno ante su compatriota José Higueras y seis en la final ante el sudafricano Bob Hewitt. Definitivamente, el trabajo realizado junto al doctor Bestit, esa arriesgada apuesta por renunciar en seco a la competición y dedicar todas las energías a la rehabilitación de la espalda, estaba dando los frutos esperados.

      Aquel mes de abril Manuel regresó al circuito con la ambición de reivindicarse. Las dificultades físicas habían provocado muchas derrotas dolorosas. Le habían impedido ofrecer su verdadero nivel. Ahora, con la espalda del todo recuperada y toda la temporada de tierra batida por delante, el horizonte ofrecía de nuevo un panorama alentador. Efectivamente, su tenis siguió progresando y se impuso en Bournemouth, Inglaterra, y en Hamburgo, Alemania. Y en Roma, la semana previa a Roland Garros, alcanzó la final, en la que se enfrentó al mexicano Raúl Ramírez. El día de la final llovió, y tuvieron que aplazar el partido hasta el día siguiente. De modo que el lunes reanudaron la final y acabó perdiendo en tres disputados sets: 6-7 5-7 5-7.

      Los títulos de Bournemouth y Hamburgo y la final de Roma colocaban a Orantes en el grupo de favoritos en Roland Garros. El granadino, además, había sido finalista en la edición anterior, justamente cuando el pinchazo físico ante Borg había sido decisivo para recurrir meses después a la ayuda del doctor Bestit. “Sin querer ser excesivamente confiado, veía que podía tener muchas opciones”. El sorteo deparó un duelo en primera ronda contra el italiano Antonio Zugarelli, al que el año anterior había batido con claridad en el mismo torneo de París. Tras la final en Roma, Orantes llegó a Roland Garros el lunes por la noche y le tocó jugar a las 10 de la mañana del día siguiente. “No había podido ni entrenar, ni calentar e iba muy saturado de partidos. Y lo cierto es que jugué el peor partido de mi vida y perdí 6-3 6-0. La derrota fue más por un problema mío que no por el rival, que en principio era asequible”. La precipitada transición entre la capital italiana y la francesa fue nefasta para sus intereses. “París es muy distinto a Roma, donde hace mucho más calor. Cambia la manera de jugar porque en Roma la pista es más lenta. En París, en la época en que se juega Roland Garros, llueve mucho, las pistas son más duras, cambian también las pelotas de uno a otro torneo… y como no había tenido tiempo de entrenar, me encontré de repente que no estaba bien”. Pero más allá de esas circunstancias, Manuel asume su responsabilidad sin tapujos: “Que te ganen 6-3 6-0 es indicativo de que prácticamente no hubo partido”.

      El disgusto por aquella derrota prematura en París fue enorme. Un paso atrás doloroso. Difícil de encajar. Pero no había margen para el desánimo. En primer lugar por una cuestión de principios, dado que una de las virtudes de Orantes a lo largo de su carrera, por su humildad e inteligencia, fue aceptar de buen grado las derrotas. Incluso las más duras. Y en segundo lugar porque ese año el calendario le reservaba una oportunidad de resarcirse en menos de tres meses. Cosas del azar: por primera vez en su historia, el US Open se disputaría aquel año 1975 sobre tierra batida.

      Hasta entonces el US Open se había jugado siempre sobre hierba. Pero el pésimo estado en que acababa la hierba, tras la enorme acumulación de partidos en un torneo de 15 días, provocó el cambio de superficie. La federación americana se decantó por una tierra de color verde, conocida por entonces como Hard-Tru. “Era distinta a la tierra europea. Más rápida y tenía menos coste de mantenimiento”, recuerda Manuel. El color verde de aquella tierra se aprecia levemente en algunas de las imágenes que circulan por YouTube.

      Pero los españoles que por entonces vieron instantáneas de la hazaña de Orantes no pudieron distinguir ese tono verde porque faltaban aún un par de años para que la televisión en color se instaurara en nuestro país. Más allá de esa anécdota cromática, lo decisivo fue que la hierba, rápida e imprevisible en cada bote, dio paso a una tierra batida más lenta y acorde con los biorritmos pausados del juego de Orantes. Teniendo en cuenta que 14 de los 15 torneos que el granadino había ganado por entonces se habían jugado sobre tierra batida, ese cambio de superficie fue clave.

      El hecho de que el Open US fuera en tierra batida contribuyó a la decisión de renunciar a Wimbledon. En lugar de cambiar a una superficie como la hierba, en la que sus posibilidades de éxito eran mucho menores, optó por seguir entrenando y compitiendo en tierra. Pronto se vio que la decisión fue acertada. Ese verano de 1975, antes de cruzar el Atlántico, se adjudicó por segunda vez el torneo de Bastad (lo ganó también en 1972), en Suecia, derrotando en la final a José Higueras. Y una vez en la gira norteamericana de tierra, se anotó los títulos de Indianápolis (también por segunda vez tras haberlo levantado antes en 1973), con un solvente doble 6-2 ante Arthur Ashe, y Toronto, con un contundente 7-6 6-0 6-1 ante el rumano Ilie Nastase.

      La experiencia negativa de lo ocurrido en Roland Garros dos meses antes le sirvió, en positivo, al llegar al US Open. Acababa de ganar consecutivamente en Indianápolis y Toronto. Lo que implicaba que había competido dos semanas enteras al máximo nivel, con el consecuente cansancio, físico y mental. Y en el torneo previo al US Open, en Boston, disputando los cuartos de final contra el australiano John Alexander, se disparó una alerta en su mente. “La cabeza

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