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aún como los temas ostensibles de la pintura, los temas reales eran el Tiempo y el Espacio y la Naturaleza y el Hombre (Mumford 1971 [1934]: 37-38).

      Esta fase histórica, denominada por Lewis Mumford eotécnica, llegó hasta inicios del siglo XVIII dando lugar a una paleotécnica (1971 [1934]: 176-179) en la que, al fijarse los ojos de los intelectuales europeos de la Ilustración en la creciente invención de máquinas, se vinculó la técnica a la ciencia, nutriendo así la filosofía del progreso. El nuevo horizonte epistemológico se consolidaba al estar inmerso en la dinámica expansiva de las potencias europeas, marcando la alianza de ciencia y política. Ya en el siglo XVII el avance material se medía de acuerdo con el criterio mecánico del movimiento en el espacio, cuyo lema habría sido «cuanto más lejos y más rápido, mejor» o simplemente «producir es mover», como señaló Stuart Mill después. Las minerías del hierro y del carbón fueron elementos característicos de esa fase paleotécnica por partida doble. Por un lado, el combustible fósil (carbón de hulla) sirvió —hasta la actualidad— para dar energía tanto a los primeros altos hornos siderúrgicos (y posteriormente a generar electricidad) y también a la producción del vapor que impulsaría los ferrocarriles3 y el transporte acuático.4 Y por otro, con esas innovaciones energéticas el trabajo mecanizado se diversificó y multiplicó, aumentando notablemente la acumulación de capital y el número de asalariados trabajando concentrados en el mismo lugar. Junto con el salto cuantitativo del transporte de gente y mercaderías con volúmenes y velocidades jamás alcanzadas, el industrialismo europeo decimonónico propició el desarrollo de sus sociedades urbanas modernas. Por lo tanto, las grandes ciudades y la movilidad desde y hacia sitios remotos obedecieron a principios técnicos vecinos que, ampliando el ‘aquí’ de las grandes urbes las conectaba con el ‘allá’ de sus periferias ultramarinas.

      Esta dinámica común de la modernidad consistente en concentrar gente en una misma locación geográfica o en transportarla a grandes distancias motivó el nacimiento de la sociología. Se constituyó, como señala Alain Touraine, en una ‘ideología de la modernidad’ (1984: 21-22), animada inicialmente por el asombro ante el espectáculo de las súbitas transformaciones y una compartida ilusión en la racionalidad y el progreso hasta entonces jamás experimentada. Pero al voltearse el siglo, señala el mismo Touraine, la ciencia social misma cuestionaría, bajo el influjo de Nietzsche y Freud, sus visiones positivistas y racionalistas (1992: 153-155). El nacimiento de la antropología clásica se ubicó en la otra cara de la moneda, aunque no fuese muy distinto, pues el conocimiento y visibilización del Otro cultural confluyeron con el apetito de Occidente por las materias primas y la convicción de su superioridad, o la de ser ‘la’ civilización, a secas. Además de satisfacer sus afanes de retratar el exotismo de las gentes y de las cálidas regiones del sur, las acuarelas y fotografías de los viajeros europeos del siglo XIX ya sea traducían una idealización rousseauniana de la inocencia o ‘nobleza’ del ‘primitivo’, ya sea proyectaban lo que estos sentían no ser o aborrecerían ser, siendo ese ‘primitivismo’ el reflejo invertido de las sociedades industriales metropolitanas de las que provenían. Visitante, estudioso o colonizador, su ‘ojo imperial’ construyó una simbólica del Otro que en el mejor de los casos celebraba la diversidad humana y en el peor se inclinaba hacia el racismo científico (Degregori y Sandoval 2008: 19-20).

      La reflexión sociológica reinterpreta actualmente estos cambios en la percepción de sí mismo y del mundo re-conceptualizando al espacio, que viene a ser la dimensión material de lo social, o más precisamente «[…] es el soporte material de las prácticas sociales que comparten el tiempo» (Castells 2005: 445), entendiéndose a la interacción (y la interactividad) como prácticas simultáneas en el tiempo, hecho que, según se mencionó más arriba, pasaba generalmente desapercibido en los antiguos marcos localistas. El aumento de la interacción a distancia (que prescinde de la contigüidad material) depende desde hace mucho de los nuevos soportes materiales que se han ido creando y —si se acepta la metáfora— ensanchando la res extensa cartesiana. Si los límites comunitarios arcaicos (asentamientos andinos o griegos de la antigüedad, por ejemplo) fueron de abigarradas viviendas y tierras de cultivo, circunscribiéndose sus asambleas al alcance de la voz humana, esto cambió mediante nuevos soportes: mensajes escritos o memorizados, caminos y recorridos de ida y vuelta aprendidos, embarcaciones, lomo de bestia o carruajes, hojas de ruta y conocimientos astronómicos, etcétera, como si aquello antaño impensado e impensable se hubiese ido haciendo verosímil y luego posible en lapsos de tiempo crecientemente cortos, en un movimiento doble de aceleración en el tiempo y en el espacio gracias a la Razón, como si la res cogitans descubriese y extendiese la res extensa, retomando la dualidad substancial de Descartes. Anthony Giddens subraya que desde la antigüedad el tiempo estuvo atado para la mayoría al espacio mediante el seguimiento de referentes naturales y sociales locales (la puesta y salida del sol, los climas estacionales) hasta que eso cambió con la generalización del reloj a fines del siglo XVIII (1994: 28-32). Es cierto que los transportes y los viajeros a lugares distantes de épocas premodernas conllevaron una comunicación ni simultánea ni continua con su localidad de origen, la del correo, cuyos servicios bajo distintas modalidades remontan prácticamente a la escritura,5 pero eso no significaba que tiempo y espacio se separasen, pues el tiempo de llegada y respuesta de los mensajes era larguísimo, proporcional a las distancias inmensas que para aquellos recursos técnicos habrían de recorrerse. Al contrario, el movimiento de lo moderno «[…] deriva de la separación del tiempo y del espacio y de su recombinación de tal manera que permita una “regionalización” de la vida social; […] y del reflexivo ordenamiento y reordenamiento de las relaciones sociales […]» (Giddens 1994: 28, cursivas nuestras).

      Sin que haya certidumbre acerca de quién inventó el reloj de ruedas movido por pesas, sí se sabe que a mediados del siglo XIV ya había relojes en algunas torres de iglesias inglesas, alsacianas y lombardas (Klinckowstroem 1980: 76) con horas divididas en sesenta minutos. La separación del espacio local con respecto a un tiempo medible y por lo tanto abstracto, además de ordenar los ritmos del trabajo y de la vida cotidiana le dio al sujeto mayor conciencia de su ubicación en coordenadas secuenciales de tiempo (Cipolla 1978). En tal sentido, Mumford destaca que el hombre renacentista tomó conciencia de sus ‘distancias de tiempo’ respecto al Medioevo y la Antigüedad y supo reconocer a esta última como una alteridad digna de imitación. Así se materializaron las fantasías de recreación del pasado clásico de Roma plasmándolo en la arquitectura y las artes plásticas, a diferencia de las épocas anteriores en que sin la medición abstracta del reloj, la imaginación mezclaba tiempos distintos en el mismo espacio (1971 [1934]: 34-35), o al revés representaba espacios distintos con los mismos paisajes y arquitectura que los del artista, como puede apreciarse en la pintura de los siglos XIII y XIV.

      SS Britannic. Fines del siglo XIX

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      Wikimedia Commons.

      El perfeccionamiento de las técnicas de transporte ha corrido paralelo a la medición de la duración del trayecto, a la relación entre tiempo transcurrido y espacio recorrido, o sea a la velocidad, y a su vez esta ha ido aumentando aceleradamente. Lo muestran la navegación marítima6 así como el desarrollo de la ingeniería vial y del ferrocarril que, gracias a las maquinarias de vapor, al uso del hierro y a las técnicas de edificación de puentes y trazado de calzadas, conectaron puntos ubicados a distancias consideradas previamente insalvables,7 sacando a muchas comunidades agrarias aisladas del tiempo inmóvil en el que sentían vivir, dada la lentitud de sus cambios. Por lo accidentado de las carreteras, en 1765 le tomó diez días a Goethe viajar desde Frankfurt a Leipzig, y los coches salidos de Boston tomaban también diez días hasta Nueva York hacia la independencia estadounidense, mientras que un jinete solo, usando mejores aunque más estrechos caminos lo hacía en seis o siete. La duración de esos recorridos seguía siendo todavía comparable a las del Imperio romano, más de un milenio antes. Fue en Inglaterra donde la ingeniería vial dio un salto notable gracias al nuevo material para afirmar y alisar las pistas introducido por J. L. McAdam para un transporte más veloz y cómodo (Khatchikian 2000: 121), reduciéndose el viaje caminero de Boston a Nueva York a menos de un día. Hacia 1840, cuando ya había unos 4500 kilómetros

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