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muy en cuenta en la lectura de sus papeles. Ya lo dijo ella, aunque con otro propósito, sabiendo de los cambios de la vida, de los altibajos del ánimo y de las jugarretas del humor:

      Unas veces me parece que estoy muy desasida, y en hecho de verdad, venido a la prueba, lo estoy; otra vez me hallo tan asida y de cosas que por ventura el día de antes burlara yo de ello, que casi no me conozco. Otras veces me parece tengo mucho ánimo y que a cosa que fuese servir a Dios no volvería el rostro; y probado, es así que le tengo para algunas; otro día viene que no me hallo con él para matar una hormiga por Dios si en ello hallase contradicción. Así, unas veces me parece que de ninguna cosa que me murmurasen ni dijesen de mí no se me da nada; y probado, algunas veces es así, que antes me da contento; vienen días que sola una palabra me aflige y querría irme del mundo, porque me parece me cansa en todo. Y en esto no soy sola yo, que lo he mirado en muchas personas mejores que yo y sé que pasa así (CV 38, 6).

      Este libro, nacido del trato y de la conversación con santa Teresa, no quiere ser sino una recreación mental y cardiaca de los valores múltiples que se encuentran en la vida y en los escritos de esta mujer singular.

      Y así aquí podrá encontrar el lector glosas o comentarios a textos teresianos, los refranes de la Madre Teresa, una parte de sus comparaciones, sus observaciones acerca del reino animal, buenas resmas de consejos para la praxis humana y cristiana de tantas personas o una serie de consejos y mandatos en lo humano y en lo divino que envía a su hermano Lorenzo de Cepeda y a otras personas. La veremos como maestra de oración de este hermano suyo, como lo había sido de su propio padre Alonso de Cepeda. Encontrará asimismo el lector la galería de los santos, de los que era muy devota y, además, como curiosidad, podrá ver una serie de personajes «canonizados» por ella. Verá también «acaecidos» de tipo histórico, la presentación de sus artes culinarias, golpes de buen humor, trasposiciones o éxtasis que le tocó padecer hasta que, a base de súplicas y ruegos ardientes, consiguió que el Señor la librara de todos esos fenómenos.

      Aparecerá también Teresa de Jesús bien plantada como maestra de oración y de vida espiritual y, como excelente «ganavoluntades», andará ganándose el afecto, la estima y ayuda de tantas personas que le eran adversas y que ha conquistado para su causa.

      La veremos «reír entre sí», como ella dice, y reír abiertamente. Ha luchado con los demonios hasta meterles miedo y llegar a decir «no se me da más de ellos que de moscas» (V 25, 20).

      La podemos ver agavillando lo que llama «desatinos», o faltas de lógica y de amor en la vida de los cristianos, y vemos que se nos escapa como misionera desde su celda a las Américas, y que va diciendo: «Y esos indios no me cuestan poco».

      Podremos sorprenderla extasiada con la sartén en la mano, con la rueca y el huso, con la escoba o sacando agua del pozo con la herrada y, a la par, tantas veces, la oiremos suspirar y lamentarse por los males de la Iglesia. Como fundadora podremos verla en su carromato o cabalgando una buena mula, sin aspavientos, cuando se le espantaba la caballería. La descubriremos hasta bien entrada la noche, escribiendo cartas al rey Felipe II, a frailes, a monjas, a duquesas, a letrados, a toda clase de personas o componiendo coplas y villancicos y tocando las castañuelas y el tambor que lleva a Belén. La encontraremos escribiendo sus grandes obras por las que ha merecido el título de Doctora de la Iglesia Universal; y ocupándose de redactar también otras obrillas más reducidas, pero también importantes. La veremos enfadada porque la gente se empeña en llamarla santa y la veremos llevando de la mano o acariciando con ternura a algún niño. Y allá va llevando fruta y dulces a los pobres y enfermos del hospital de Burgos. También como denunciante de las miserias e injusticias humanas, lo hace con una enorme valentía, con lo que llamamos «parresia». Igual atrevimiento usa en sus ardientes apóstrofes oracionales al Padre Eterno y a Cristo el Señor, su Esposo.

      Se la puede ver hablando con letrados y teólogos, confesándose con mucha frecuencia y tratando de orientarse bien en el itinerario del cielo, para volver cual paloma mensajera, trayendo bien diseñados los derroteros de la oración y la virtud para sus hermanos los hombres. De estirpe judía, no puede menos de ser aficionadísima a la Biblia y alimentarse de la palabra de Dios con regusto.

      Analiza como la mejor psicóloga los puntillos de honra y se ríe todo lo que quiere de la miseria, casi epidemia humana en este campo. Como si estuviera en movimiento continuo llena sus páginas de «benditos» y más «benditos» de contenido autobiográfico, unos, de otro aire, otros.

      Departiendo deliciosamente con san Juan de la Cruz acerca del misterio de la Santísima Trinidad se traspone y, durante uno de sus viajes fundacionales, toda se deshacía en alabanzas de Dios encantada con las flores y alegre con el canto de los mil pajarillos que la rodeaban.

      Sus grandes atisbos desde la fe y sus vivencias eucarísticas la hacen sentirse contemporánea de Cristo Jesús y revive las actitudes de tantos personajes bíblicos: la Magdalena, santa Marta, la Samaritana, san José, etc.

      Como no le duelen prendas, acomete la apología de las mujeres y no teme censurar a los varones, poniendo como modelo y realización de toda virtud a la Virgen María, nuestra Señora.

      Hija de Dios y de la Iglesia entregará votiva y filialmente su vida en manos del Señor, de quien estaba enamorada como lo han estado pocos santos.

      Sabe servirse de la frecuencia de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía como de los «grandes remedios» que Dios ha dejado en su Iglesia y está convencidísima de que, aunque cada cosa tenga su tiempo apropiado y que hay tiempo de sueño y tiempo de vigilia, toda la vida humana es el tiempo del Bautismo y todas las almas están desposadas con Cristo por este sacramento de la iniciación cristiana (CE 38, 1).

      Se encontrará el lector con buena siembra de textos literales teresianos, que vienen a engarzarse como en un florilegio o antología y su lectura le alegrará escuchando directamente la voz de quien es la protagonista del libro. Algunas repeticiones de ciertos textos son inevitables, por el diverso contexto y trabazón de los temas.

      Al encontrarse con tantos sujetos del reino animal como andan por las obras de santa Teresa piensa uno en el arca de Noé, sin remedio. Todo este material tan diversificado de casos y cosas no va encuadrado en esquemas predeterminados o estratégicos, ni aparece alineado con ningún rigor estricto e intocable. Surgiendo estas páginas al contacto de lo vivido y escrito por la Madre Teresa de Jesús, el mejor orden tiene que ser un «bello desorden», como el que reina en tantas partes de sus papiros. Y hay que seguirla atentamente en las escapadas mentales que hace hasta que nos diga «tornemos a lo que iba diciendo».

      Cierro el libro con una gran lección de Teresa de Jesús sobre valores humanos. Estas páginas finales son algo así como un repaso, en clave de valores humanos y de virtudes caseras e intracomunitarias, de todo lo que antecede. Se repiten, adrede, aunque más abreviados, a modo de antología, no pocos textos de los ya presentes en los capítulos anteriores. Es como dar más voz al final del libro y escuchar a Teresa de Jesús, libre de mis interferencias y comentarios. Será una gozada leer esas páginas, es decir, estar escuchando a Teresa de Jesús que nos las va comentando.

      Con la silueta que acabamos de dibujar ante nuestros ojos, podemos seguir a esta gran persona en su devenir y alegrarnos y reírnos con ella, sin olvidar que también el pan de las lágrimas se servía en su mesa. Más adelante oiremos decir a las descalzas reales de Madrid, después de haber convivido unos días con ellas: «¡Bendito sea Dios, que nos ha dejado ver a una santa a quien todas podamos imitar, que come, duerme y habla como nosotras y anda sin ceremonias!», y... ríe que te ríe, añadimos nosotros.

      Esta es Teresa de Jesús, a la que en el primer capítulo presentamos como «una voz para nuestro tiempo», y proclamamos que el mejor homenaje que le podemos ofrecer será que la escuchemos y la sigamos.

      Finalmente, si algo puedo desear a este retoño de mi pluma en la tarde de la vida y cuando ya estoy con un pie en el estribo, es que ayude a lo que ella señala en las claves de su conversabilidad: que nadie se atemorice ni amedrente de la virtud. ¿No ha gritado ella tantas veces que en el camino de la oración «no hay nada que temer»? (V 8, 5; 8, 8; 11, 12, etc). Así echo a volar este mi benjamín para que se vaya buscando lectores amigos

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