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el poder y han transformado al Congreso chileno en una legislatura experimentada e influyente que logra contrapesar las decisiones del Ejecutivo.

      Con todo, un debate recurrente es nuestro régimen de gobierno. Chile pareciera no haber estado nunca cómodo con su presidencialismo. En el siglo XIX y XX diversas prácticas políticas fueron parlamentarizando el régimen de gobierno; en los debates de la Constitución del 25 la cuestión más álgida fue precisamente el presidencialismo que de ella nacía; y desde 1990 ha habido distintos esfuerzos, que con más ilusión que realismo, han intentado promover la opción parlamentaria o semipresidencial.

      Hoy el debate vuelve a surgir. La relación entre los presidentes y su coalición se ha trabado y los presidentes tienden a perder adhesión popular relativamente pronto. Si a ello sumamos un Congreso atomizado debido a un sistema electoral que dificulta la gobernabilidad y un Estado con escasa capacidad de satisfacer demandas ciudadanas, tenemos un conjunto de elementos que tensionan el régimen de gobierno. Por eso es que ha crecido con especial fuerza la opción semipresidencial, en la que el Presidente de la República, electo popularmente, entrega el gobierno (y el poder) a una persona elegida por las cámaras que asumiría como Jefe de Gobierno o Primer Ministro. De esta forma, se argumenta, los conflictos entre Ejecutivo y Legislativo debieran tender a reducirse, pues ambos poderes estarían bajo el signo de las mismas coaliciones. Si hay una cosa segura es que el debate en torno al régimen de gobierno seguirá presente. Históricamente, en Chile los congresos han buscado aumentar su poder a costa del poder presidencial; e históricamente también, tras las crisis vuelve a surgir la figura presidencial como símbolo de unidad y de conductor de la República.

      Finalmente, no puede olvidarse que la distribución del poder y el régimen de gobierno también involucra otros debates que son asimismo muy relevantes: un buen sistema electoral que promueva gobernabilidad, un sistema de contrapesos y controles eficaces, la existencia de mecanismos institucionales que faciliten la cooperación y, en definitiva, una cultura política democrática y fundada en el respeto mutuo son también elementos esenciales al momento de estudiar nuestro régimen de gobierno.

       PODER CONSTITUYENTE

      JOSÉ LUIS CEA E.

      Poder constituyente es, en el Estado de Derecho, el capaz de hacer, modificar o reemplazar una Constitución. Es el máximo poder en las sociedades políticas, identificable con el soberano o potestad suprema en cada Estado Nación.

      El titular del poder constituyente es el pueblo. Necesario es precisar, sin embargo, que no siempre la doctrina ni las constituciones fijan en el pueblo tal titularidad. Efectivamente, es necesario distinguir el poder constituyente originario o primigenio, de un lado, y el poder constituyente derivado, constituido o instituido, de otro.

      El primero es el poder constituyente que actúa con carácter fundacional de un nuevo orden jurídico y político del pueblo, sin respetar el procedimiento que la Constitución vigente ha trazado para modificarla o sustituirla. Es, por consiguiente, un poder absoluto, sin límites, actor de procesos revolucionarios cuya marca distintiva es la rebelión contra el orden vigente, casi siempre empleando la violencia, instalando un gobierno de facto. Curiosa y esencial es la observación de G. Burdeau al enseñar que todo lo que hace y deshace esa especie de poder constituyente es, sin embargo, para entronizar un orden jurídico, es decir, consolidar la revolución mediante una Constitución. A través de la asamblea constituyente se discute, redacta y aprueba la nueva Carta Fundamental, castigándose, desde que entra a regir, toda desobediencia a lo dispuesto en ella.

      El poder constituyente derivado o instituido representa igualmente al soberano, pero lo hace con sujeción al procedimiento previsto en la Constitución vigente para reformarla o reemplazarla. Tal modalidad de poder constituyente se encuentra limitada por los trámites, los quorum, plazos y otros requisitos previstos en aquel procedimiento. No es, por lo tanto, omnímodo o sin límites en su actuación, lo cual no impide que, cumplidas las exigencias aludidas, pueda llegar incluso a elaborar una Constitución en gran parte distinta de la precedente, pero nunca como quien escribe un libro en blanco. ¿Por qué? Pues porque este poder constituyente obra dentro del marco del Estado de Derecho, con frenos y contrapesos en el ejercicio de sus atribuciones, de lo cual se sigue que sus decisiones son susceptibles de ser anuladas según el procedimiento y por el órgano judicial competente para hacerlo.

      El poder constituyente originario es de ejercicio impredecible, discontinuo y deconstituyente, esto último hasta que la asamblea constituyente culmina su labor dictando la nueva Carta Fundamental. A partir de entonces, se convierte en poder reconstituyente, es decir, expresivo del anhelo humano de organizarse para convivir en libertad, igualdad, orden, justicia y paz. Distinta es la obra del poder constituyente derivado, llamado también poder de reforma, precisamente porque, sujetándose a los límites que contempla la Ley Suprema en vigor, la modifica en uno o muchos preceptos, siendo concebible que siga en esa labor hasta el extremo de reemplazarla.

      Es posible que tal labor sea amplísima, pero jamás se extenderá al extremo de hacerlo completamente de nuevo, habida consideración del carácter acumulativo que tienen los sucesivos procesos constitucionales y la valoración del éxito que ha tenido la vivencia de determinados valores, principios y normas de la Carta Magna que será derogada.

      ¿Puede el poder constituyente instituido saltarse los límites que le fija el procedimiento de reforma de la Constitución? Hipotéticamente, es imaginable la respuesta afirmativa, pero cumpliendo tantos supuestos que, en realidad, la vuelve casi por completo imposible o irrealizable. La transformación de una especie de poder constituyente en otra de las especies mencionadas implicaría, desde luego, la victoria de una revolución con los rasgos ya comentados. De poder deconstituyente devenir en poder reconstituyente, sucesor de una tradición republicana, no es imaginable sin reacciones violentas que impidan traicionar al régimen de jure para pasar a ser otro de facto.

      Invariablemente, el poder constituyente de las dos modalidades explicadas tiene que respetar el núcleo esencial configurativo del constitucionalismo. Esto significa comenzar proclamando el valor de la dignidad humana, de los derechos inherentes a ella, de los deberes correlativos y las garantías o recursos que infundan concreción práctica a tal presupuesto de la convivencia civilizada. De allí en adelante aparecerán la división de funciones con frenos y contrapesos recíprocos, el respeto de los tratados internacionales sobre derechos humanos, la independencia de los órganos constitucionales en el servicio de sus funciones y una cierta rigidez para la reforma de la Carta Fundamental, sin llegar a que sea pétrea o difícilmente modificable.

      Salvado lo anterior, aparece la duda acuciante que nunca falta al tratar de este asunto. Ella es la siguiente: ¿Quién es el pueblo soberano? ¿Lo es acaso la Nación? La primera alternativa la defendió Rousseau, radicando en cada individuo del pueblo una cuota de la soberanía, la manifestación de la cual, sin límites o con potestad omnímoda e infalible, correspondía a la voluntad general, o sea, a la de la mayoría de los ciudadanos. Por supuesto, esta síntesis de la soberanía popular permite captar que el pueblo de que se trata no existe ni ha existido en ninguna parte, puesto que corresponde a una abstracción simplificadora de la coexistencia de múltiples agrupaciones populares de muy distintos orígenes, medios y aspiraciones. Enfrentados a tal dificultad, los revolucionarios franceses de 1795 aplaudieron la teoría del abate Sieyès, según la cual la soberanía radica en la Nación, es decir, en la unidad histórica y espiritual de los pueblos con rasgo permanente y superior, cuya voluntad se manifiesta a través de representantes elegidos, periódica y libremente, por los ciudadanos.

      Cierro estas líneas preguntando ¿cuál de las teorías reseñadas es la acogida en nuestro constitucionalismo? Respondo, limitándome a los siglos XX y XXI, que invariable y expresamente adhieren a la teoría de la soberanía nacional, al tenor de lo dispuesto en el artículo 5° inciso 1° de la Constitución vigente. Ella es la titular del poder constituyente.

       INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL

      FRANCISCO J. LETURIA I.

      La relevancia de las constituciones más allá del ámbito de lo estatal es un fenómeno

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