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Hess mejoró el sistema de Todd de cría de peces usando motores de lavadoras estropeadas como bombas de agua para crear corrientes contra las que los peces pudieran nadar. Parece ser que el ejercicio hacía a los peces crecer más rápido, y se calculó que un sótano urbano podía producir pescado al asequible precio de menos de un dólar el medio kilo. En otros barrios de Washington ocurrió algo parecido: en Anacostia los colectores solares cubrían la mitad de la energía necesaria para calentar o enfriar las viviendas, según la estación, y se criaban peces en sótanos y en domos y toneladas de tomates con sistema hidropónico. Como concluye Biehl, estos proyectos revelaban que un barrio urbano podía ser autosuficiente produciendo sus propios alimentos, y demostró “a Bookchin que las ecotécnicas no solo podían aportar la base económica, sino también la tecnología necesaria, para la descentralización urbana” (p. 331). La tecnología, pues, era una de las claves del empoderamiento comunitario y la conciencia ecológica no era una cosa de pequeños burgueses, al contrario. Como también señala Biehl, el prejuicio era “que las personas pobres estaban demasiado ocupadas por su propia supervivencia como para interesarse por el medioambiente” (p. 340). No obstante, la preocupación por la supervivencia tenía justamente el efecto contrario y empujaba a muchos de los grupos a sostenerse con técnicas alternativas pero accesibles.

      Lo que Murphy llama “delirante” también tiene que ver con lo que otros llamaron el “fin de las utopías”: incluso la tecnología visionaria de Fuller era eso, demasiado visionaria (no es extraño que al cabo de los años Koolhaas vindicará el espíritu del ingeniero, luego lo veremos). El argumento de Fuller de que los políticos están incapacitados para entender y tratar temas ambientales fue usado por los propios políticos para transformar la crisis ecológica de una cuestión social a una cuestión puramente técnica y burocrática (Murphy, 2017: 181). Por otro lado, el argumento de los ecologistas de izquierdas, según el cual la crisis ecológica tenía raíces sociales, era una auténtica crisis política, empezó a ceder a favor de una ética ecológica, no revolucionaria, menos universal, guiada –como dice Murphy– por lemas tan edificantes como que el saneamiento global empieza por el cuidado local (tending one’s own garden). Bookchin quería mantener alejada a la ecología de la nueva espiritualidad, y apelar a la racionalidad de la tecnología podía ayudar, pero no siempre. Algunas corrientes espirituales podían estar contra la técnica, pero las nuevas religiones que tanto temía Bookchin eran flexibles y ahí estaba el problema. La ta (Tecnología Adecuada), como la llama Schumacher, “empezó a ser vista como parte de la New Age. La eficiencia energética, la vida autosuficiente (off-the-grid) y otras prácticas similares se asociaron rápidamente con las piedras calientes, las terapias alternativas, la meditación trascendental, así como con el ‘hazlo tú mismo’ y la artesanía rústica (down-to-earth). Era sumamente improbable que, al lado de estas cosas, las cuestiones sociales a gran escala pudieran parecer relevantes [y muy previsible] que la gente solo se volcara en sí misma” (Murphy, 2017: 76).

      Después de toda esta conversación, ¿hemos perdido el hilo? No. Empezamos hablando de las diferencias entre los anarquistas franceses y los estadounidenses en los años sesenta. Luego dimos a entender que los situacionistas habían sido más poetas que técnicos. Pero al final hemos acabado concluyendo que las ecotecnologías anticapitalistas que ensayaron los anarquistas pasaron a mejor vida cuando la conciencia ecológica se generalizó a través de campañas gubernamentales e internacionales y la naturaleza se convirtió en el nuevo foco de atención del mercado de la religión y de la religión del mercado.

      53 Agradezco a Alfonso Cuenca que me recordara esta hilarante escena.

      54 Mi postura ha sido calificada de amargada porque no pierdo la ocasión, e incluso parece que gozo con ello, de mostrar cómo algo que pasa por natural no lo es tanto. Debo insistir en que este “vicio” no me ha impedido disfrutar de experiencias sumamente gratificantes en espacios naturales. No deja de ser curioso que los mismos que me criticaban por atacar la espontaneidad y la naturalidad fueran los que acabaron teniendo experiencias bastante predecibles en plena naturaleza, epifanías de bote, éxtasis prefabricados. Estos optimistas naturalistas parecían ansiosos por experimentar un alto grado de autenticidad, tanta como la que atribuían a la naturaleza con la que decían reconectarse. En cambio, los descreídos y superficiales que no creíamos en ningún tipo de autenticidad, gozábamos infinitamente de la naturaleza solo que de forma más relajada, sin tanta presión.

      55 Después de traducir The Idea of Culture (2000) de Terry Eagleton (que en realidad también es un libro sobre la idea de naturaleza), volví a estudiar On Materialism (1970) de Sebastiano Timpanaro y descubrí What Is Nature: Culture, Politics and the Non-Human (1995) de Kate Soper (1995). Mientras escribía sobre utopía y ciencia ficción en la obra de Raymond Williams, volví a pensar en la influencia del socialismo naturalista británico en sus ideas sobre progreso y ecología (Hacia el año 2000, Barcelona, Crítica, 1984). La ecología empezó a tener más presencia en el marxismo desde los años setenta, cuando distintos foros internacionales publicaron predicciones sobre la crisis ambiental (véase la crónica de John Bellamy Foster en La ecología de Marx. Materialismo y Naturaleza, 2000). Con todo, el estudio que me ayudó a entender mejor la relación entre la idea de naturaleza y el modo de producción capitalista lo descubrí antes y procedía del mundo de la geografía. Era el de Neil Smith y Phil O’Keefe, que criticaban no solo el enfoque dual de Alfred Schmidt, sino también el concepto de producción del espacio de Henri Lefebvre (“Geography, Marx and the Concept of Nature”, Antipode, vol. 12, 2, 1980, pp. 30-39).

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