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enciclopedistas, con Rousseau a la cabeza, se erigieron en defensores.

      Incluso el oscuro cri animal del que habla Diderot expresa de hecho una nueva forma de universalidad, una idea de naturaleza que se refiere a aquel elemento vitalista, acaso común –sin que la cosa parezca en modo alguno escandalosa– al hombre y al animal, y en cualquier caso preexistente no tanto a la civilización como, lo que es más importante, a las convenciones de la razón. Pero, en definitiva, a la pregunta de si las pasiones, los sentimientos y las emociones que constituyen el alma de la expresión musical son individuales o universales, se puede intentar dar una repuesta, permaneciendo siempre dentro de la óptica ilustrada, afirmando que la capacidad de experimentar sentimientos, de expresarlos a través del lenguaje y del canto, de comunicarlos y de manifestarlos al prójimo mediante los acentos y las inflexiones de las palabras es universal, y por tanto natural, en todos los hombres y en todos los pueblos. Sin embargo, los sentimientos y las emociones son precisamente sentimientos y emociones experimentadas por un individuo o por una colectividad y no pueden manifestarse más que a través de una expresión individual, particular, y no a través de convenciones dotadas de un convencionalismo abstracto y universal. El sentimiento es la sustancia vital más profunda, más celosamente personal y privada de los individuos y de los pueblos, y no es asimilable o reducible a una fórmula matemática o a una convención vacía y abstracta estabilidad entre pueblos distintos. Universales pues los sentimientos, en el sentido de que todos los poseen; pero particulares las formas a través de las cuales ellos se expresan. Universal es la capacidad de expresarse mediante la música, pero distinta la modalidad musical mediante la cual cada pueblo se expresa a sí mismo.

      Se diría que, a la luz de esta nueva concepción, la naturaleza, según Rousseau, deriva de un indefinible amasijo de historia y metahistoria, de naturaleza y de convención, de aquello que abstractamente existe antes de la civilización y de la misma civilización, entendida como un proceso en el que los hombres aspiran a reencontrarse juntos para salir de la soledad del primitivismo y de la barbarie. La música, o mejor el canto, es lo que hace sentir al hombre que existen otros hombres: las pasiones y los sentimientos –de los cuales el canto es signo y expresión– no pueden existir en soledad. Por eso el canto es el primer signo de que existe una sociedad. La degeneración de la sociedad por un efecto perverso del progresar de la civilización es lo que ha hecho degenerar también al canto, escindiendo la palabra de la melodía sobre la que se fundaba y que le era propia.

      Se puede así entrever el significado profundo que Rousseau atribuye al conocimiento de aquel diccionario sin el cual el hombre se queda frío incluso frente al canto más conmovedor. No se trata evidentemente de un diccionario de términos musicales, diccionario en el que quizá pensaba Rameau cuando teorizaba sobre la armonía como lenguaje natural en el sentido de universal y atribuía a las diversas figuras de la armonía significados emotivos prefijados. El diccionario, al que alude más veces Rousseau, es la lengua de cada pueblo, con su individualidad, con su particularidad, derivada de la historia vivida por ese pueblo; y por ello mismo es un vocabulario no universal, sino propio de cada comunidad humana. La llaneza expresiva de las lenguas, proyectada por Rousseau en un origen mítico y metahistórico, puede convertirse incluso en un ideal de proyectarse en un futuro mesiánico.

      A la luz de estas precisiones sería necesario reconsiderar toda la participación de Rousseau y también de otros enciclopedistas como D’Alembert, Grimm, Diderot, De Joucourt y del mismo Rameau, en las vívidas querelles dieciochescas sobre qué opera era superior, si la italiana o la francesa. Leyendo con la distancia que da el tiempo las crónicas de estas disputas, uno se queda a veces estupefacto por la virulencia de las polémicas y parece imposible que, en relación con aquello que podía parecer una mera cuestión de gusto, se planteasen batallas tan ásperas. En realidad, a menudo detrás de estas querelles se escondían problemas de un espesor bien distinto; y, en una época de severa censura, una discusión sobre la supremacía de Italia o de Francia en cuestión operística tal vez podía ser una estratagema para hablar de otros problemas hábilmente enmascarados por un asunto de artistas. También el libelo de Rousseau Lettre sur la musique francaise es difícilmente comprensible si no se tiene en cuenta este vasto contexto ideológico y político en el que asimismo se inscriben, sin duda, diferencias de gusto, pero cuya importancia era totalmente marginal y a menudo excusatoria.

      La aspereza de las batallas por la música italiana contra la francesa y la bien conocida teoría de Rousseau según la cual los franceses no habrían podido tener nunca una música propia a causa de su lengua, parece completamente desproporcionada respecto al objeto de la disputa; en realidad, amaga una batalla bastante más densa e importante por la defensa de otros valores mucho más relevantes que una mera cuestión de gusto. La batalla era por una sociedad más justa y más democrática. El mito de la música italiana en los escritos de Rousseau iba parejo con el mito de la tragedia griega y de la música griega, una realidad mitificada pero del todo desconocida. Pero a menudo los mitos tienen una fuerza propulsora de la que la realidad carece; y éste es precisamente el caso de Rousseau y de sus teorías sobre la música, que tanta importancia tuvieron en todo el siglo XIX hasta Wagner y más allá: no se puede dejar de recordar que, cuando Rousseau escribía sus ensayos sobre la música, la Revolución francesa estaba a las puertas.

      Acaso éste es el mensaje más importante que Rousseau legó a sus contemporáneos y al siglo siguiente, mensaje que fue recogido no sólo por tantos filósofos de la edad romántica sino por los músicos mismos de las escuelas nacionales: de

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