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melodía que se despliega y se desata por encima y más allá de cualquier regla? Difícil responder de modo perentorio a estas cuestiones en el ámbito del pensamiento ilustrado. Todos los filósofos del setecientos, sin embargo, están de acuerdo en afirmar que la naturaleza se opone al artificio, a las convenciones, a las reglas impuestas o inventadas por la sociedad, y que, por tanto, la naturaleza se identifica con las estructuras más profundas, más auténticas, más originarias del ser humano. Pero el contraste nace en el momento en que se pretende dar cuerpo a este ideal.

      ¿La naturaleza se encuentra por detrás, retrocediendo a un tiempo mítico en cuyo seno el hombre está en el estado de naturaleza, dotado todavía de la capacidad de expresarse en un lenguaje imaginativo, sonoro y musical, o se encuentra en el futuro, en un progreso civil igualmente mítico en el que el hombre podrá ejercer plenamente su razón, descubriendo las estructuras racionales más profundas del mundo en el que vive, logrando, si no acallar, al menos poner entre paréntesis sentimientos y pasiones propios de una época primitiva que hay que superar con la natural fuerza de las luces? ¿La música, por tanto, se refiere a un mundo originario, donde la expresión todavía es global y permanece intacta, o prefigura un mundo donde dominará la ley adamantina del rigor racional? Para complicar esta alternativa, valga recordar aún que universalidad y particularidad, así como naturaleza y artificio, son conceptos que no se refieren sólo a los individuos sino también a la colectividad, a los pueblos, a los grupos étnicos. Un ilustrado de inspiración racionalista puede considerar que universal es aquello que es comunicable a cualquier hombre culto; en cambio, otros ilustrados –como Rousseau– pueden objetar que el mundo de los cultos es todo lo contrario a universal: cerrado y sectorial, restringido y académico. ¿Acaso la expresión de un pueblo que se manifiesta mediante la autenticidad del lenguaje natural que le es propio no es más universal que aquélla que tiene lugar mediante las abstractas convenciones de la ciencia? A la luz de estas diversas posiciones, ¿puede pues sostenerse aún la rígida equivalencia natural = universal? Se da aquí una sutil y compleja relación dialéctica entre particular y universal, entre razón y sentimiento, entre natural y convencional; y ésta representa el humus más apasionante de lo debatido en el seno del movimiento ilustrado y, al mismo tiempo, la herencia más estimulante que ha dejado al mundo de la Revolución y del Romanticismo.

      ¿Qué intentaba pues decir Rousseau cuando afirmaba que para entender la música es preciso conocer el diccionario? ¿No parece tal afirmación estar en contradicción con todo aquello a lo que se refería al hablar del canto originario? ¿Y a qué época de la humanidad se refiere este canto originario? No se sale de estas aparentes contradicciones del discurso de Rousseau sin profundizar en el concepto mismo de naturaleza. Cuando Rousseau se refiere a los lenguajes en plural y delinea sus evoluciones y sus transformaciones a la luz de elementos naturales, como el clima, las necesidades de los hombres o sus actitudes, evidentemente formula una idea de la naturaleza asaz distinta de aquella elaborada por la larga tradición racionalista según la cual lo que era definido como naturaleza coincidía con lo universal. Rousseau, acaso por primera vez, hace coincidir naturaleza con aquello que es singular, tanto con la identidad propia de cada individuo como con la de cada pueblo.

      Por eso, lo que emerge con gran evidencia, en las postrimerías del siglo XVIII, es que la naturaleza, identificada más frecuentemente con el mundo de las pasiones y de los sentimientos, encuentra su expresión más adecuada en la particularidad y en la singularidad no sólo de los individuos, sino también de los pueblos: los diversos lenguajes humanos constituyen el testimonio más evidente de ello. Así que, si por un lado se puede afirmar que los sentimientos son universales, comunes a todos los seres humanos, por el otro es preciso, otrosí, recordar que éstos representan al mismo tiempo aquello que hay de más celosamente privado en cada individuo. También a nivel de la colectividad, el modo en que un pueblo expresa sus sentimientos y sus pasiones constituye aquello que lo diferencia y lo distingue de los otros pueblos, su unicum. Decir, por tanto, que la música es natural y, por eso mismo, universal, significa afirmar de manera casi contradictoria que ésta está estrechamente ligada a aquello que de más íntimo, de más personal, existe tanto en un individuo como en un pueblo.

      No es una casualidad que entre los ilustrados, en la segunda mitad del setecientos, esté bien clara la diferencia de opinión entre quien acentúa el valor de la diferencia, de la particularidad, de la variedad de las hablas, de los estilos nacionales, y quien por el contrario minimiza tales diferencias como accidentales, poniendo más bien el acento sobre aquello que emparienta todos los estilos, sobre aquello que hace iguales a todos los hombres; y no es una casualidad si entre estos últimos, en lo que respecta a la música, hallamos primero a un racionalista como Rameau y después a un músico cosmopolita como Gluck. Precisamente este último, en una carta de 1773 en el Mercure de France, afirmaba que su deseo supremo era la eliminación de las «ridículas diferencias» existentes entre los diversos tipos de músicas nacionales. Gluck aludía evidentemente a las famosas querelles que aún arreciaban en Francia y a la exageración ideológica e instrumental, más allá de cualquier realismo, de las supuestas diferencias estilísticas radicales entre la música italiana y la francesa que habría querido ver superadas en nombre de una razonabilidad superior. Pero la historia de la música, y no sólo la de la música, avanzaba por una vía completamente distinta a la auspiciada por Gluck y, a lo sumo, tendía al subrayado y la exaltación de aquellas «ridículas diferencias» que Gluck pretendía eliminar. De hecho, para el autor del Alceste, como ya para Rameau y para el ala más racionalista de la Ilustración, las artes, y la música en particular, debían intentar alcanzar valores de universalidad y, en consecuencia, de racionalidad natural, es decir, aquellos valores que de por sí coincidían con los valores del mundo civilizado, en otras palabras, con la Europa de la Edad del Siglo de las Luces. Más allá de las particularidades nacionales, de las diversidades estilísticas no esenciales, habría surgido una música resplandeciente en sus valores esenciales, fundada sobre principios naturales, sobre leyes universales. Tal posición se ha revelado, sin embargo, claramente

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