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formar parte de algo, no de tomar parte en ello. Y con esto, dado que el derecho como derecho de propiedad en Hegel no agota la dimensión de la justicia, nos encontramos con instituciones políticas que, en Roma, todavía se concentraban en una persona, en donde no había aún cohesión moral, en donde la voluntad del emperador estaba por encima de todo y la igualdad bajo ella. Y hemos de recordar al respecto algo bien importante. No se trata de sustituir sin más la voluntad del emperador por la voluntad del pueblo. No se agota ahí aquello a lo que Hegel apunta. Todo consiste en que ese lugar no esté ocupado por una voluntad. Esto nos llama en la dirección de una comunidad que va mucho más allá de la forma bajo la que nosotros mismos nos hemos configurado. Y entonces ya no vale decir que Hegel tiene una idea impositiva. Se trata de ver, más bien, hasta qué punto no somos sino nosotros quienes la hacemos realidad, toda vez que hay caminos que en Hegel apuntan en la dirección de una comunidad en donde cabe ser singular en el seno de lo común, en el seno de una comunidad que aún, tal vez, está por venir: la comunidad de los seres libres, diversos, razonables.

      En todo caso, si nosotros estamos en este singular que sólo es verdadero como pluralidad universal de la singularidad, y si separado de ésta el sí-mismo solitario es de hecho el sí-mismo irreal carente de fuerza, ocurre que el señor del mundo tiene la conciencia real de lo que es, de la potencia universal de la realidad en la violencia destructora que ejerce contra el sí-mismo de sus súbditos enfrentados a él. Ocurre que esta validez universal de la autoconciencia es la realidad para ella extraña, que esta validez es la realidad universal del sí-mismo. Pero ocurre también de un modo inmediato la inversión, la pérdida de su esencia. Por tanto, cada estadio del desarrollo de la libertad tendrá su propio derecho. La historia del espíritu es su acción, pues el espíritu no es más que lo que hace y su acción es, en cuanto espíritu, hacerse objeto de su conciencia, aprehenderse a sí mismo explicitándose. Es la superación de la eticidad natural hacia la unidad absoluta, es decir, hacia la vida política de un pueblo.

      El pueblo, esta expresión tan manipulada, tan pisoteada, tan esgrimida como bandera para hacer valer la diferencia, esgrimida para no reconocer lo común, usurpada por quienes se atribuyen y se apropian el discurso del pueblo, por quienes dicen hablar en nombre del pueblo, es para Hegel el espíritu en su racionalidad sustancial y en su realidad inmediata y, por tanto, el poder absoluto sobre la tierra. Cuando se habla de Declaración Universal de los Derechos Humanos, son los pueblos quienes la firman. Como consecuencia de ello, un Estado tiene frente a otro una independencia soberana. Pero es aquí donde Hegel pasa a ser aún más grande. Señala que así como el individuo no es una persona real sin la relación con las otras personas, así tampoco el Estado es sin la relación con otros Estados (Ph.R. §331, Anm.). Esta necesidad de reconocimiento es clave para Hegel, pero no para los griegos. No lo es para la democracia ateniense, esta forma antigua de dichosa y bella libertad que todavía no ha hecho esta trayectoria de fraternización. No lo es para esa forma en la que se desdoblan, por un lado, lo universal y, por el otro, lo singular. No lo es para los griegos, que obedecen a lo universal porque no hay para ellos un absoluto ser dentro de sí, porque la unidad sustancial de lo finito y lo infinito se tiene ahí sólo como un fundamento misterioso. Si nos detenemos a pensar en esto, veremos que no es suficiente la belleza, que si ésta no va vinculada a la verdad del obrar no es belleza concreta. Veremos que sólo ha de ser bella, en última instancia, la forma de vivir de alguien en su obrar para que así esa belleza sea concretamente la belleza en el ámbito de una comunidad. Veremos que lo que tenemos que lograr de verdad es que nuestra forma de vivir tenga esa belleza a través de nuestro obrar. Y no de nuestro obrar aislado, sino de nuestro obrar fraternal con otros en el seno de la reconciliación, en el seno de una comunidad. Porque sólo así –a decir de Hegel– seremos concretamente seres singulares y libres, es decir, aquellos que viven por mor de la justicia.

      MIEMBROS DE UNA COMUNIDAD

      Y entonces ya no se trata de que el espíritu está en la conciencia. Se trata de que el espíritu se presenta como conciencia, pues Hegel ha dicho una y otra vez que la Fenomenología del espíritu no está escrita al dictado del espíritu, de un Absoluto –es lo Absoluto, no el Absoluto–. El espíritu está como conciencia y conciencia no es, en la Fenomenología del espíritu, sino Bewusstsein, una relación entre el ser y el saber. La fenomenología del espíritu ofrece las formas bajo las que aparecen las relaciones entre el ser y el saber: es lo sabido del ser. También en nuestro lenguaje ordinario decimos que tener conciencia de algo es saber lo que algo es. Pero la conciencia no es ningún ámbito psicológico ni interiorista para Hegel. Es y dice los modos bajo los que las relaciones entre el ser y el saber se han presentado a lo largo de la historia. El único método –así lo señala Hegel en la «Introducción» de la Fenomenología del espíritu– es el fenomenológico, que es la exposición o presentación –Darstellung– del saber tal y como se manifiesta (Ph.G. 55/30; 54). Y el saber se manifiesta siempre en su relación con el ser, nunca aisladamente. Saber es siempre saber algo y ser algo es siempre ser sabido. Si estas relaciones entre el ser y el saber se presentan así, el sí que hemos de dar es el sí de la reconciliación. Y si el espíritu sólo conquista su verdad cuando es capaz de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento, esa dejación y ese desprendimiento son activos. Adopta la forma del libre acaecer contingente, mira cara a cara a lo negativo, permanece cerca de ello y todo esto es la fuerza mágica que hace que lo negativo vuelva al ser.

      Por eso, el tránsito que hemos hecho aquí de la familia a la sociedad civil por el principio de esta personalidad hace que la familia se divida en una multitud de familias que se comportan unas con respecto a otras como personas concretas y, por tanto, de un modo que es aún exterior e independiente. Hemos de caminar en esta acción recíproca no sólo para resolver satisfactoriamente las necesidades, sino para encontrar la mutua implicación de lo singular dentro de esta totalidad que llamamos «comunidad».

      A ello responde el que aprendamos tanto con la elocuente estructura de los Principios fundamentales de filosofía del derecho, pues coincide con la posición que en esta ocasión buscamos subrayar. Esta obra tiene tres partes: derecho abstracto, moralidad y eticidad. Parecería entonces que si nos quedamos en el derecho abstracto, devenimos personas, somos personas. Y hay muchos que hablan con emoción de esta abstracción: todos somos personas. Bastaría con recordar el ejemplo de la inmigración para mostrar las limitaciones de esta posición. «Todos somos personas, ellos también son personas», se dice. Y reconocemos sus derechos abstractos como personas: «Ellos también tienen derechos». Los derechos humanos han de fortalecerse y de reescribirse incluyendo algunos aspectos que alcancen también a la capacidad de movilidad o a los derechos que tienen que ver más directamente con este nuevo rostro de la inmigración. «Ellos, los inmigrantes, son también seres humanos, son también personas...», se suele decir, con estupor para nosotros, como si tuvieran derechos a pesar de ser diferentes cuando los tienen precisamente por serlo. El derecho a la diferencia no ha de suponer una diferencia de derechos. Pero ahí no acaba el derecho –ni siquiera los Principios fundamentales de filosofía del derecho– porque después se accede a la moralidad. Y en la moralidad ya no sólo somos personas: somos sujetos, sujetos de pleno derecho. Es ahí donde se da la relación del yo al tú, del tú al yo. Es ahí donde podemos darnos formas de amor interpersonales, intersubjetivas,

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