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los valencianos, con la condición de que, si el donativo prometido no se efectuaba, aquéllas serían nulas. La amenaza se hizo efectiva cuando, a primeros de septiembre, todavía no había empezado a funcionar el arbitrio de escalas. Y así, el rey mandaba suspender las mercedes publicadas, junto con las gracias y facultades decretadas entonces por fueros y actos de corte, así como el perdón general. La sanción debía ser levantada en cuanto el pago del donativo fuera situado.17

      Sin embargo, a pesar de haber penalizado por igual a todo el Reino, el monarca era consciente de la importancia que tenía la participación tributaria del estamento eclesiástico, la cual, como ha sido puesto de manifiesto, era clave para la operatividad del arbitrio.

      Así, el 2 de julio, en previsión de que los eclesiásticos se dirigiesen al papa con objeto de que les eximiese de contribuir al servicio por medio de un breve, Felipe IV dirigía una carta a Diego de Saavedra, su embajador en Roma, para que neutralizase la posible acción del brazo eclesiástico «que es tan ynteressado y el que mas sustancia tiene y menos cargado está en mis Reynos de Aragón». Y ante la exigencia de breve papal, por parte del eclesiástico, para pagar la parte que le correspondía, Saavedra recibía el encargo real de pedir a Su Santidad el despacho del documento que obligaba a los eclesiásticos a contribuir al pago del servicio, «representándole demás de lo referido que el estado eclesiástico en mi Reyno de Valençia es muy rico y no contribuye en las sisas que el clero de Castilla y que si por su parte no se ayuda a la contribuçion de lo que le tocara, no tendra effecto este serviçio». Por aquellas mismas fechas el estamento militar mandaba su memorial al conde de Castro –anteriormente comentado– en que ponía de manifiesto las dificultades que el eclesiástico planteaba para contribuir al pago del subsidio.18

      La acción diplomática de Felipe IV no hacía sino adelantarse a la del estamento de la Iglesia. El 7 de agosto de 1626, este recurría al papa para que no concediera su beneplácito a la colaboración del estamento en el pago del servicio votado en Cortes, aduciendo la imposibilidad de sostener el nuevo gravamen, dada la penuria de los tiempos. Añadía que, si el síndico y diputado del estamento habían consentido en votar el donativo, ello había sido con la reserva del beneplácito de Su Santidad, esperando que éste prohibiría consentir en el gravamen. Así, los eclesiásticos habían involucrado a todo el Reino en el pago de un subsidio al que no pensaban contribuir, siendo ellos los primeros en votarlo, para de ese modo poder obtener las mercedes que habían solicitado del rey. Esto era en realidad lo único que importaba a los eclesiásticos, como se deduce de la carta –citada ya– de Fedrich Vilarrasa, en la que terminaba éste expresando sus deseos de que «se dieran ahí los despachos de las mercedes que Su Magestad ha hecho».19

      Ahora bien, con objeto de neutralizar la acción de Diego de Saavedra cerca del papa, los del estamento de la Iglesia enviaban una carta al nuncio, secretario de Su Santidad, pidiendo una respuesta pronta de éste a la misiva que le habían enviado el mes anterior. En esa carta eran expuestas las acciones emprendidas por el monarca español, para obtener dinero para sus guerras, y se le hablaba del mal estado de la monarquía. Reconocían los eclesiásticos la obligación de ésta y del Reino de Valencia de contribuir al auxilio de sus necesidades y del beneficio público, pero, con su mejor voluntad, le era imposible hacerlo al brazo eclesiástico a causa de su miseria. Este impedimento podía probarse mostrando al nuncio la multiplicidad de cargas que aquel venía soportando, y que superaban los gravámenes que tenían los laicos, habiéndose agravado la situación con la expulsión de los moriscos. De todos modos, aun en el caso de que el clero fuera rico y pudiera contribuir con facilidad al servicio del rey, se podría concluir que no estaba obligado a ello porque:

      (i) La necesidad se entiende cuando el enemigo atacara el Reino de Valencia o hubiera de defenderse este mismo, y no personas extrañas o confederadas.

      (ii) Las alteraciones en Italia estaban todavía en sus comienzos.

      (iii) La situación de Alemania podía ser arreglada sin gravar al clero de Valencia.

      (iv) El mar debía estar suficientemente defendido por el dinero que recibía el rey de laicos y eclesiásticos por indultos apostólicos, cantidad que bastaba para levantar diez Armadas.

      (v) No había que prever los problemas futuros tan graves, ni tanto dinero para los mismos, siendo el rey tan poderoso.20

      Todas estas razones, la mayoría de las cuales difícilmente habrían resistido una argumentación sólida, no debieron resultarle al papa totalmente convincentes. Antes bien, parece lógico pensar que en el Vaticano se intentara hallar un término medio entre los alegatos de la abundancia del brazo eclesiástico, hechos por Felipe IV, y la paupérrima imagen que el mismo estamento trataba de presentar de sí mismo. Era cierto que la Iglesia había sufrido algunas pérdidas a causa de la expulsión morisca, pero los privilegios y preeminencias que el estamento tenía, hacían que, con sus riquezas, fuera quizás el menos débil económicamente de los tres brazos del Reino.

      Razones de Estado debieron ser, sin embargo, las que terminaron volcando la balanza en favor de las demandas del rey: el 3 de octubre concedía el papa los breves solicitados, y sólo un día después los mismos eclesiásticos reducían sus peticiones a que su contribución fuera inferior a la de los laicos y que ésta debiera ser depositada en la sacristía de la catedral de Valencia para servirse de ella sólo en caso de invasión de la monarquía hispánica; si al cabo de dos años ésta no se producía, la obligación debería cesar de inmediato, devolviéndose a los miembros del brazo las cantidades depositadas.21

      A finales de octubre conocía el estamento eclesiástico de manera oficial la decisión papal. Sólo restaba, pues, a sus miembros cumplir con un arbitrio, que ellos habían votado, y cuyo progresivo deterioro, debido en buena parte a las reticencias del brazo de la Iglesia, lo había hecho ya prácticamente inviable.22

      EL FRACASO DEL ARBITRIO: CAUSAS Y CONSECUENCIAS

      Más allá del nivel descriptivo en que necesariamente hemos tenido que movernos para poder centrar, en un primer momento, la problemática que suscitó el pago del subsidio otorgado por los estamentos en estas Cortes, considero imprescindible tratar de establecer las causas y consecuencias que derivaron de aquel fracaso.

      Debe partirse de la base que el arbitrio de escalas trataba de distribuir al máximo la carga que suponía para Valencia el pago de 1.080.000 libras tras la grave crisis económica que la expulsión morisca había supuesto para el País Valenciano. La idea de no gravar a las capas débiles del Reino se halla presente tanto en el fuero 161 como en la propuesta del estamento militar para situar el arbitrio. Ahora bien, era claramente contradictorio un impuesto sobre la renta, favorable a las clases humildes de la población, en una estructura de poder absoluto, que precisamente basaba la pervivencia de las clases privilegiadas en la explotación del campesinado y las capas urbanas, fundamentalmente. Así, el sistema impositivo arbitrado quedaba viciado desde el principio por esa contradicción básica entre la «teoría del arbitrio» y la del Estado en que éste se hallaba inserto.

      La llamada a Madrid de Vicente Vallterra y Guillem Ramón Anglesola, dos de los electos del brazo militar que más habían luchado para imponer un criterio social en el reparto de la carga del subsidio, respondía a las «dificultades que como electos ponían en situar el servicio ofrecido en Cortes». Era claro que en ellos no privaban las urgencias económicas de Felipe IV, ni el deseo de obtener una serie de mercedes y privilegios. Por el contrario, el rey premiaría la actuación del síndico del estamento militar, Francisco López de Mendoza, nombrándole obispo de Elna. Esta aparente paradoja: el premio del brazo que había provocado el fracaso del arbitrio de escalas y el castigo de los que habían facilitado su viabilidad, refuerza, a mi entender, la contradicción básica apuntada más arriba. Por otra parte, tampoco el Consejo de Aragón había visto con agrado el «arbitrio de escalas» propuesto por los representantes del brazo militar; al considerar que sus miembros «embarcaban la disposición de modo indecente y digno de reparo».23

      Otras causas del fracaso del arbitrio pueden deducirse con facilidad de la simple lectura del fuero 161 que, como se había indicado, constituía la teoría general del mismo: el hecho de que los poseedores de una hacienda superior a la de las «escalas» señaladas debieran

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