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estas jornadas reales resultan bien conocidas, por lo que nos queda aquí precisar sus detalles durante el periodo estudiado. Ciertamente, el nuevo rey se aprestó a recuperar una itinerancia cortesana que había quedado interrumpida durante los últimos tiempos vividos por su viudo y enloquecido hermanastro. Salvo en el año 1760, en que la corte no visitó El Pardo ni El Escorial, y en que la estancia en San Ildefonso fue más breve de lo habitual –todo ello seguramente por el delicado estado de salud de la reina María Amalia37–, se hacen fácilmente reconocibles los inveterados ritmos de estos desplazamientos. Durante este periodo, la corte empezaba el año en el aún existente Palacio del Buen Retiro, donde se pasaban las festividades de Navidad, Año Nuevo y Reyes, para de inmediato marchar a El Pardo, sitio en el que transcurría la mayor parte del mes de enero y todo febrero.38 Marzo era un mes de transición que, bien se pasaba completamente en el Retiro (1760 y 1761), bien en El Pardo (1762), o bien en ambos sitios, dependiendo de las fechas de la Semana Santa.39 En todo caso, la corte estaba en El Retiro para las funciones de Semana Santa y Pascua,40 lo cual explica la variabilidad en el posterior desplazamiento a Aranjuez.41 La residencia a orillas del Tajo se alargaba regularmente hasta mitad de junio. Es cierto que en repetidas ocasiones, el rey indica que el regreso a Madrid se produce a causa del inicio del calor,42 pero no lo es menos que este traslado se verificó estos años con total regularidad, dentro de la estrecha horquilla comprendida entre los días 14 y el 18 de junio.43 No se trataba, por tanto, de un traslado causado por las especiales características con las que se pudo presentar cada año, sino de una fecha determinada con fijeza por el conocimiento de las características climáticas a largo plazo, así como por la costumbre. El mes siguiente se pasaba de nuevo en El Retiro madrileño, implícitamente reputado como lugar menos caluroso que el fondo del valle del Tajo, pero ya en expectativa de efectuar el traslado a San Ildefonso. Así pues, mediado julio se completaba la jornada más larga de la corte, que la llevaba desde Madrid al palacio de La Granja de San Ildefonso, en dos etapas en las que se pernoctaba en El Campillo (Escorial)44 y se alcanzaba el palacio de La Granja por el puerto de la Fuenfría. Al menos durante estos años, la reina madre doña Isabel de Farnesio y el infante D. Luis efectuaban el viaje con un día de antelación, aunque como el rey indica repetidamente, coincidían en el lugar de pernocta, de modo que así no pasaba día sin –según la propia expresión del monarca– poder postrarse a los pies de su madre. La fecha del traslado a San Ildefonso fue un poco más tardía durante los dos primeros años, respectivamente el 24 de julio en 1760,45 y el 23 de julio en 1761;46 pero en 1762 se adelantó al 14,47 en 1763 al 13,48 y en 1764 al 12.49 Para el primer año, los actos de la entrada pública del rey y los festejos a que dio lugar, celebrados en Madrid los días 13 de julio e inmediatos posteriores, explican el retraso.50 El progresivo adelanto de las fechas del desplazamiento a San Ildefonso puede indicar una voluntad clara del rey por esquivar el calor madrileño, al que en 1764 se refiere indicando en carta de 3 de julio que «ya nos burla de poco». Pero debe tenerse en cuenta que estos viajes necesitaban de una cierta preparación, como lo indica la anticipación (en torno a dos o tres semanas) con que D. Carlos llega a anunciarlos, de modo que además de la costumbre y la experiencia antes mencionadas, quizá pesaban otros factores relacionados con las preferencias personales del rey y su madre. En La Granja efectuaba la corte su estancia continua más larga, pues en estos años (salvo, como se ha dicho, el de 1760, en que se dio por terminada a mitad de septiembre a causa de las recomendaciones médicas sobre la salud de la reina doña Amalia) permanecían allí hasta entrado octubre: en 1764, la última carta datada en San Ildefonso lleva la fecha del 23 de ese mes, insólito retraso causado por los problemas de salud de doña Isabel, que le dificultaban el viaje de regreso, lo que combinado con un otoño gélido hizo que D. Carlos llegase a quejarse muy expresivamente del frío.51 De nuevo, el regreso a Madrid se efectuaba pasando por El Escorial, pero en este desplazamiento otoñal la corte hacía una parada de aproximadamente un mes en este Real Sitio.52 Finalmente, a mitad de noviembre tenía lugar el regreso a Madrid,53 donde transcurría al menos todo diciembre y –como ya hemos dicho– las festividades navideñas y de año nuevo. Una última novedad cabe apuntar en 1764: el 27 de noviembre, desde el Escorial, D. Carlos escribía que «el sábado primero del que viene si Él quiere nos hiremos a Madrid a abitar por la primera vez el Palacio nuevo»; un palacio que, por carta posterior, sabemos que encontró «muy bueno».54

      Así pues, lo más llamativo en estas jornadas reales era precisamente el constante movimiento, de manera que difícilmente se permanecía más de tres meses seguidos en un mismo sitio. La estancia en La Granja era la que más se aproximaba a este límite; el Buen Retiro era el palacio más visitado, pero nunca se pasaba en él mucho más de un mes seguido. Junto con las estancias en El Pardo, se conseguía así que la presencia de la corte en Madrid o sus más directas inmediaciones alcanzase en torno al medio año; pero el otro medio se repartía entre Aranjuez (unos dos meses), El Escorial (aproximadamente un mes), y La Granja (en torno a tres meses).

      Sin descartar otros factores, como las preferencias personales y comodidad del rey y su familia (no podemos olvidar a su madre), es indudable que las jornadas se adaptaban, a la postre, a las condiciones climáticas a largo plazo, por encima de las características específicas del año en curso. Desde luego, D. Carlos tenía perfecta conciencia de la diferencia de clima entre uno y otro de los Reales Sitios, y de lo que cabía esperar según la estación en cada uno de ellos. Así, el 7 y el 21 de julio de 1761 el monarca decía que, dado que no hacía demasiado calor en Madrid, en La Granja haría bastante fresco; el 27 de julio de 1762 achacaba al calor las tempestades que se habían producido sobre San Ildefonso; el 1° de marzo de 1763 esperaba que continuase bueno el tiempo, «como es ya natural en lo adelantada que está la estación»; el 7 de junio, desde Aranjuez, esperaba a que viniese el calor «de un día para el otro»; y el 6 de diciembre (siempre del mismo año) escribía desde el Buen Retiro anotando que le parecía natural el frío que hacía en ese momento de la estación; y reflexionando desde El Escorial –donde había hallado un tiempo más clemente– sobre el frío pasado el otoño de 1764 en San Ildefonso, escribía a su hermano: «Tienes muchísima razón en decir que San Ildefonso no es bueno para este tiempo, pues quanto es bueno para el Verano, es malo para éste».55

       El clima en la primera mitad de los años de 1760, según Carlos III

      Podemos considerar que la década de 1760 se corresponde con el periodo crítico en el que comienzan a hacerse evidentes las manifestaciones de la denominada «oscilación Maldà» (1760-1800), definida por Barriendos y Llasat56 «por una fuerte irregularidad interanual, episodios de signo contrario que se suceden en poco tiempo y alcanzando valores de gran intensidad»,57 con inversión en el comportamiento de los patrones barométricos de algunas estaciones del año (especialmente acusado en los veranos), y fuertes y persistentes patrones de circulación meridiana, con bloqueos anticiclónicos intensos y persistentes.58 Ya anteriormente, Font Tullot había caracterizado esta década como de transición a una nueva fase fría dentro de un siglo que en general se había mostrado mucho más benigno que el anterior.59 Como prueba, este autor se refería a las intensas heladas en el interior peninsular de diciembre de 1763; en cuanto a precipitaciones, Font mencionaba un claro aumento, comenzando por la vertiente mediterránea en la primera mitad de la década, y en la segunda en la Meseta. Sin embargo, no se habrían producido grandes sequías o avenidas fluviales en esos años. Esta imagen ha sido profundamente matizada en trabajos posteriores. Al margen de la identificación de la «Anomalía Maldà» efectuada por Barriendos y Llasat, A. Alberola ha llamado la atención sobre la intermitente sequía que desde comienzos de los años sesenta provocó una sucesión de malas cosechas y escasez de granos tanto en el interior peninsular como en el litoral mediterráneo, poniendo como claro ejemplo de sus consecuencias las graves crisis de subsistencias de 1762 y 1765, que vinieron acompañadas de la crisis de mortalidad más extensa e intensa de todo el siglo. Sequía extrema que convivió con episodios meteorológicos de signo contrario (precipitaciones intensas, inviernos rigurosos, pedriscos y heladas), como las heladas de diciembre de 1763, el gélido invierno de 1765-1766, abundantes nevadas, y un verano anómalamente frío en 1766 en todo el norte peninsular, entre otros muchos testimonios. Es bien conocido que, la mala

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