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COMUNICACIÓN.

      BARCELONA, PAIDÓS.

      Los autores de esta obra proponen una reconstrucción muy coherente de la evolución de las teorías de la comunicación a partir de los supuestos historiográficos de la denominada Historia total. Eso conlleva, el desarrollo de la historia de las teorías de la comunicación, establecer las ineludibles relaciones entre la evolución de la sociedad, el desarrollo tecnológico, el cambio de paradigmas científicos y el planteamiento y desarrollo de los paradigmas comunicativos.

      ROSENBERG, K. E. (2001): Introduzione allo studio de la comunicazione.

      Bolonia, Il Mulino. (Traducción del inglés de Daniela Cardini)

      Una obra introductoria que afronta, desde una perspectiva sincrónica, las exigencias del tratamiento científico de la realidad comunicativa actual. En ella pueden encontrarse desarrolladas un conjunto de cuestiones que en nuestro texto hemos definido como constantes epistemológicas necesarias para el estudio de la comunicación que, a su vez, han de constituir el bagaje necesario para afrontar la aproximación a la pluralidad de las situaciones comunicativas en las que participan los agentes de la comunicación, también actores sociales en la era de la información.

      SERRANO, S. (2000): Comprender la comunicación. El libro del sexo, la poesía y la empresa.

      Barcelona, Paidós. (Traducción del catalán de Javier Palacios Tauste)

      Obra de carácter ensayístico en la que se pone de manifiesto, a través de una perspectiva diacrónica, la pluralidad de las manifestaciones comunicativas y las interrelaciones de las mismas con el proceso evolutivo de la sociedad. Al mismo tiempo, constituye una clara incitación a los estudiosos de la comunicación, y por tanto a los lingüistas, para que asuman un compromiso firme con los retos que supone la realidad comunicativa actual en su conexión con el avance tecnológico y sus implicaciones en la conformación de nuevos lenguajes específicamente mediáticos.

      Ángel López García

      Universitat de València

      La preocupación por los fundamentos biológicos del lenguaje es relativamente moderna. Los filólogos de la antigüedad nunca se plantearon esta cuestión, pues en Occidente, como en otras culturas, el lenguaje aparecía relacionado estrechamente con la divinidad y, por ello, se consideraba como una manifestación del espíritu antes que de la materia. «En el principio era el Verbo y el Verbo era Dios» dice el primer versículo del Génesis. El espíritu fue insuflado por Dios –se continúa diciendo– al primer ser humano, afirmación que, con pocas diferencias, aparece en todas las narraciones sobre los orígenes de la Humanidad, desde la Biblia hasta el Popol Vuh de los mayas. En el mismo sentido, las lenguas, que son la manifestación del lenguaje, también se invisten de connotaciones religiosas: por eso, el mito de Babel vuelve a encontrarse en casi todos los pueblos.

      En este contexto, no es sorprendente que la propuesta de Charles Darwin (El origen del hombre, 1871), quien comparó la evolución de las lenguas con la de las especies animales:

      Es un hecho muy notable, y muy curioso a la vez, que las causas que explican la formación de las diferentes lenguas explican también la de las distintas especies y constituyen las pruebas de que ambas proceden de un proceso gradual tan curioso como exacto.

      y, todavía más, su pretensión de derivar el lenguaje de los gritos de los animales:

      Con respecto al origen del lenguaje articulado... no abrigamos la menor duda de que el lenguaje debe su origen a la imitación y modificación de varios sonidos naturales, de la voz de otros animales y de los mismos gritos instintivos del hombre, ayudados de señas y gestos particulares.

      lo cual condujo al lingüista August Schleicher (La teoría de Darwin y la lingüística, 1873) a escribir:

      Las lenguas son organismos naturales que nacen, crecen, maduran, envejecen y mueren con independencia de los deseos humanos y de acuerdo con leyes específicas; manifiestan, por tanto, la clase de fenómenos que se suelen atribuir a la vida. De ahí se sigue que la ciencia del lenguaje es una ciencia natural y que su método es el de las ciencias naturales.

      fuesen consideradas como hipótesis absolutamente escandalosas.

      La conmoción ocasionada por las ideas de Darwin no se redujo a su hipótesis sobre el origen del lenguaje, desde luego. Ya en El origen de las especies (1859) había demostrado de manera concluyente que las distintas especies proceden unas de otras por un mecanismo que se conoce como «selección natural» y, por consiguiente, que el ser humano es una especie entre otras, cuyos antecesores más próximos en el reino animal son los grandes primates. Estas ideas daban al traste con la creencia de que los distintos seres fueron creados por Dios de una vez por todas y originaron un revuelo indescriptible. Como hizo notar el teólogo protestante americano Charles Hodge en su panfleto ¿Qué es el darwinismo? (1874), la teoría de Darwin sería atea, pues excluía a Dios del proceso creativo: «la negación del diseño divino en la naturaleza es equivalente a la negación de la existencia de Dios». Hodge se refiere a un argumento que venían utilizando hacía siglos los filósofos y que se suele llamar el del relojero divino: de la misma manera que la perfección y complejidad del diseño de cualquier reloj demuestran que tuvo que haber detrás de su fabricación un relojero, la increíble sofisticación de los órganos vitales, por ejemplo, la del ojo, sólo resulta concebible admitiendo que en el origen de los mismos se halla una fuerza sobrenatural.

      Sin embargo, Darwin dinamitó esta creencia con una explicación ciertamente plausible. Basándose en la experiencia de la selección artificial de los granjeros y agricultores, la extendió a la naturaleza. Los campesinos saben que si sólo dejan procrearse a las gallinas de una granja que ponen los huevos más gordos, en pocas generaciones todos los huevos de esa granja serán gordos. La naturaleza obraría igual –piensa Darwin–, pero a ciegas, y a esto se le llama selección natural: aquellas particularidades biológicas que diferencian mínimamente a unos hermanos de otros –y que confieren una ligera ventaja adaptativa– les hacen vivir más y aumentan sus posibilidades de reproducirse, con lo que a la larga son dichos rasgos los que se imponen. Por ejemplo, las gacelas más veloces tienen más posibilidades de escapar de los depredadores y de reproducirse, y así, a la larga, las gacelas cada vez fueron siendo más veloces. El darwinismo originó sonadas y apasionadas polémicas y fue vetado en muchos sitios: cuatro estados norteamericanos (Arkansas, Oklahoma, Tennessee y Misisipí) prohibieron explicarlo en las escuelas y sólo desde 1981 (!) se permite hacerlo, si bien a condición de que el alumno reciba al mismo tiempo enseñanza creacionista, esto es, la versión del Génesis. Todavía hoy la Universidad de Stanford acaba de abrir una página web para defender los argumentos evolucionistas. No obstante, hay que decir que la evidencia de la evolución biológica ha terminado por imponerse y que la propia Iglesia católica acabó aceptándola, salvo en lo relativo al origen del alma: el papa Pío XII, en su encíclica Humani generis (1950), señala que la fe cristiana es compatible con la evolución, postura que ya adelantó San Agustín en el siglo IV dC cuando hace notar que los animales que salieron del arca de Noé no eran iguales que los del Paraíso terrenal, pero con la salvedad de que la creación del espíritu requiere de la intervención divina.

      De lo dicho se infiere que el problema y la polémica se reducen ahora al espíritu. Pero por ello mismo, el lenguaje ha pasado a estar en el ojo del huracán. Porque, bien mirado, ¿qué otra cosa es el espíritu humano sino lenguaje? Los seres humanos nadamos peor que un pez, corremos menos que un antílope, somos más débiles que un gorila, no sabemos volar como una urraca, tenemos una vida más corta que la de una tortuga..., en definitiva, ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Advirtamos que creerlo así no constituye una mera pasión antropocéntrica, realmente lo somos: el ser humano es el único animal que, en vez de adaptarse a su nicho ecológico –como el oso polar se adapta al frío y el camello, al desierto–, ha sido capaz de vivir en todos los entornos, desde el polo hasta el trópico y, lo que es más importante, ha transformado los entornos a su gusto con tal intensidad que a la postre tal vez acabe llevándose por delante el planeta entero. Repito la pregunta: ¿por qué somos los reyes de la naturaleza? Se podría contestar que porque tenemos

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