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51. Pese a todo, y especialmente en algunos lugares donde el aprecio a la mujer dejó mucho que desear, las mujeres medievales fueron admiradas y, hasta cierto punto, envidiadas por las del Renacimiento.

      En todo caso, España tuvo para la mujer medieval –aunque siempre hubo excepciones 52– puntos positivos en cuanto a su consideración legal. Sirva como muestra este dicho que recoge el trato que los fueros 53 daban a las mujeres en diferentes lugares: «De moza navarra y de viuda aragonesa, de monja catalana y de casada valenciana» 54. Exceptuando Navarra y Aragón, que eran reinos independientes, los otros dos lugares a los que alude el dicho –Cataluña y Valencia– formaban parte de la Corona de Aragón.

      Algunos movimientos medievales

      Hay un aforismo que sostiene que «si el carisma de un fundador no se institucionaliza, se pierde, y, si se hace, se pervierte» 55.

      La Iglesia formada por varones cayó más bien pronto en hacer realidad ese aforismo y, para intentar devolverle su imagen primitiva y evitar más desviaciones de las que ya presentaba, a lo largo de la Baja Edad Media aparecieron diferentes movimientos que, impulsados por un hondo sentido eclesial, reflexionaron y pusieron en práctica diversas maneras de recuperar todo lo que la Iglesia fue dejando por el camino.

      Estos movimientos percibieron diferentes factores que llamaron su atención y que vieron que necesitaban algún reajuste para devolver el rumbo original a la Iglesia.

      1) Factor religioso: con la necesidad de purificar el cristianismo, que se desviaba en una Iglesia de corte imperial y donde se daba algo que, curiosamente, ahora parece haber vuelto con fuerza, como la autorreferencialidad, nace una religiosidad popular como respuesta de la gente sencilla, que no entendía, por ejemplo, una liturgia en latín culto y a la que veía lejana y desconectada por completo.

      2) Factores sociológicos: la Edad Media era, como hemos visto, una sociedad teocrática donde no se entendía que un niño no fuera bautizado al nacer y donde no se diferenciaban mucho los ataques a la Iglesia o al poder civil, porque, fuera quien fuera el atacado, los dos se daban por ofendidos. A esto había que añadir que nuevos estamentos sociales nacían con la aparición de comerciantes y artesanos, que tenían acceso a la educación y, como aprendían a leer, aprendían a pensar.

      3) Factor viajero: con las peregrinaciones a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela y Vézelay, los viajes por las rutas comerciales que se estaban abriendo y las mismas cruzadas, las ideas se extendían rápidamente.

      Aunque todos los movimientos tenían como idea central la purificación de la Iglesia, unos resultaron al final más rupturistas que otros, aunque a la hora de la verdad sus finales fueron muy semejantes. El más rupturista de todos –de hecho, fue tachado de hereje desde el principio– fue el movimiento de los cátaros, que tuvo una rapidísima expansión y un arraigo que costó mucho arrancar. Este movimiento tiene tres focos de nacimiento: una rama sale de Alemania; otra, de la zona de los Balcanes, y se unen en el norte de Italia, sur de Francia, el valle de Arán... Este movimiento, que tenía un carácter marcadamente dualista e incluso influencias de otras herejías, amenazó por igual al poder civil y al eclesiástico.

      Se caracterizaba por negar la existencia de un único Dios al afirmar la dualidad –un Dios bueno y un dios malo–; negaba el dogma de la Trinidad, rechazando al Espíritu Santo y presentando a Jesús como una aparición que señalaba el camino perfecto y no como Hijo de Dios; su concepto del mundo y de la creación eran diferentes e inaceptables; y la salvación, para ellos, llegaba a través del conocimiento y nada tenía que ver la con la fe.

      La Iglesia destinó a sus mejores oradores –entre ellos a Bernardo de Claraval e Hildegarda de Bingen– para que con sus predicaciones evitaran que el movimiento creciera y se expandiera más. Como era imposible contenerlos con la palabra, pusieron las espadas en juego contra ellos en lo que se llamó la «cruzada albigense». Realmente, este movimiento no aportó nada positivo.

      El resto de los movimientos 56 sí tenían elementos válidos, y bastantes de ellos los compartían. En la historia de la Iglesia se les conoce como «movimientos precursores de la Reforma», y a mí me gusta llamarlos «movimientos hoguera», en un doble sentido. Por una parte, como ese resto escondido entre las cenizas que, a poco que lo muevas, arde y vuelve a calentar e iluminar –por eso nunca se acabó con estos movimientos del todo–, y, por otra parte, como el resto que queda de un sentimiento, de una pasión, y añadiría que de un convencimiento –lo que también impidió acabar con ellos–.

      Entre estos movimientos están los valdenses, seguidores de Pedro Valdo –también conocidos como los pobres de Lyon–, en el siglo XII, en Francia; las beguinas, que se extendieron de manera oficial en el tiempo desde finales del siglo XII hasta finales del XIV por prácticamente toda Europa; los lolardos, seguidores de John Wyclif –también conocidos como wyclifistas–, en los siglos XIV y XV, en Inglaterra; los husitas, seguidores del sacerdote Jan Hus, en el siglo XV –de los más próximos a la Reforma–, en Bohemia, y, aunque parezca extraño, los franciscanos, porque al inicio tuvieron muchos problemas –sobre todo por la extrema pobreza–, que se solucionaron cuando juraron fidelidad al papa.

      Todos estos movimientos compartían características comunes: la traducción y lectura de la Biblia a las diferentes lenguas vernáculas y la predicación en esas mismas lenguas, para que la gente sencilla pudiera entender; la predicación, que entendían no tenía que ser solamente patrimonio del clero, sino de los laicos –mujeres incluidas–, porque consideraban que estaban más cerca de la realidad que el clero y sus explicaciones se entendían mejor; la pobreza de vida, como forma de vida semejante a la de Cristo, y que los valdenses y los franciscanos recogieron expresamente en la cita del evangelio de Mateo (19,21): «Vende todo lo que tienes y dalo a los pobres. Luego ven y sígueme». Vida sencilla, sin lujos, vivir del trabajo sin acaparar riqueza. En el caso de los franciscanos, su pobreza cuestionaba la vida monástica de la época –que no era pobre precisamente– y que estaba considerada la joya de la corona de la Iglesia; su visión católica, ya que se consideraban movimientos de carácter universal, porque no tenían intención de promover ninguna ruptura ni de crear otra Iglesia, sino de expandirse –aunque sabían que lentamente– de la forma más natural posible; también compartían el cuidado de la creación, sobre todo los valdenses y los franciscanos. La similitud entre estos movimientos es tal que la conocida oración: «Hazme, Señor, instrumento de tu paz», que los católicos consideramos escrita por Francisco de Asís, los valdenses la consideran escrita por Pedro Valdo.

      Aquello que los diferenciaba era muy notorio: los franciscanos mostraron una fidelidad y obediencia inquebrantables a la Iglesia, con un superior general supeditado al papa. Todas las sospechas que había generado su pobreza de vida se fueron diluyendo, y la Regla que propuso Francisco al papa fue aprobada tras algunas controversias iniciales. El documento donde fue aprobada es la bula Solet annuere, fechada el 29 de noviembre de 1223, y firmada por Honorio III.

      En 1181, Pedro Valdo es convocado por el arzobispo de Lyon a una asamblea de representantes del clero y de la nobleza de la ciudad, presidida por el arzobispo de Chartres como delegado pontificio. Se le hizo jurar la profesión de fe y así lo hizo. Al parecer, todo terminó bien; sin embargo, bastante tiempo después es nombrado arzobispo el inglés John Bellemane, quien considera que el movimiento es herético, y los excomulga. Ellos consideran injusta la condena y comienzan a diferenciar la autoridad de Cristo y de su Evangelio de la de la Iglesia, rechazan la confesión, las indulgencias y son contrarios a los juramentos. Expulsados de Lyon, se refugian en las montañas del norte de Italia, donde en el siglo XVI los encontrarán los reformadores alemanes y verán en ellos una primitiva manera de vivir la Reforma, que ya está instaurada en Alemania.

      Los lolardos –que es un término despectivo que viene a significar los murmuradores– también eran conocidos como los itinerantes seguidores de John Wyclif, profesor de Oxford. Este movimiento cuestionó desde el principio el culto a los santos, las peregrinaciones y las reliquias, porque no veían que eso fuera necesario. Aceptaban una presencia espiritual en las especies del pan y el vino y, en determinadas circunstancias, los laicos podían celebrar la eucaristía. Apostaban por una fe personal, vivida,

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