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han aflorado como espacios afectados en direcciones distintas por las pulsiones e intereses que pugnan sobre el pensamiento.

      Estas visiones relativistas coinciden, dentro de su diversidad, en cuestionar lo que se ha llamado «la concepción heredada de la ciencia», que es también la dominante en la cultura popular y la difundida por los medios de comunicación (Lamo de Espinosa, González y Torres, 1994: 486-487). Desde este prisma «mitificado» afincado en la sociedad, se considera la investigación científica como un conjunto uniforme de procedimientos técnicos para aproximarse a una verdad objetiva, a un mundo exterior plenamente independiente del sujeto. Estos procesos de observación y experimentación son desarrollados por especialistas en los que se supone un empleo común de conceptos, un fondo invariable de ideas previas como conocimiento acumulado y, por tanto, una comunicación interna fácil y fluida. La aceptación de las aportaciones depende, en este esquema, del grado de excelencia conseguido por cada investigador o cada equipo, susceptible de ser visualizado fácilmente por cualquier miembro del colectivo. Algunos teóricos de la ciencia han planteado alternativas a esta visión sin alterar de forma esencial su sentido «objetivista», es decir, rechazando la idea de una búsqueda universal y unívoca de la verdad, pero distinguiendo una variedad de grados en la aproximación efectiva a la misma. Es el caso de las muy difundidas tesis de Karl R. Popper e Imre Lakatos, en el dominio de la filosofía, y de Robert K. Merton, en el de la sociología. El análisis detenido del primero, La lógica de la investigación científica, data de 1934, aunque tuvo su más intensa repercusión tras su edición en inglés en 1959 en una versión notablemente corregida (Echevarría, 1999: 85-86). Su influencia, singularmente en el mundo anglosajón, se extendería no sólo sobre filósofos e historiadores de la ciencia, sino también sobre filósofos de la política, economistas e historiadores de la literatura y del arte (Giorello, 1984a). A partir de la mitad de los sesenta, I. Lakatos vendría a matizar las tesis de Popper, pero secundándolo en esencia y manifestándose más decididamente contrario a las también difundidas de Kuhn. Las reflexiones de R. K. Merton a fines de los años treinta y durante los cuarenta sirvieron de base, por su parte, para un amplio desarrollo de la sociología de la ciencia. Pese a sus singularidades y su alejamiento de las pautas positivistas, los tres autores mantienen la premisa de que existe una verdad externa fundamental, que se ofrece en sí misma y a la que se aproximan de forma desigual los distintos especialistas.

      En la conocida como visión falsacionista de Popper, aunque nunca existe constancia plena de la corroboración de una teoría, la posibilidad de negar su validez a través de la experiencia, mediante métodos de prueba y error, abre un camino para el acercamiento progresivo a la comprensión de la realidad. Para él, el progreso científico no resulta de una mera contrastación entre hipótesis y pruebas empíricas, sino que exige la disponibilidad de teorías alternativas, entre las que se elige la más válida y se rechazan las cuestionadas. Sin embargo, el propio Popper (1994: 49) reconocía la imposibilidad de refutar de forma definitiva una teoría al poderse alegar que los resultados experimentales no son dignos de confianza o que su discrepancia con los hechos es aparente y desaparecerá cuando éstos se comprendan mejor. Mediante tal visión, este autor sustituye la idea de que es posible alcanzar un conocimiento absoluto y definitivo por la de que su carácter es necesariamente provisional y se compone de conjeturas, pero supone, mediante el control crítico y la sucesión de teorías cada vez más explicativas, un constante avance hacia la comprensión de la verdad.

      Lakatos (1983) celebra especialmente el criterio valorativo que Popper establece sobre las teorías en función de su capacidad de predicción, pero insiste en negar que los científicos las abandonen por ser refutadas, puesto que pueden ignorar las anomalías, buscar hipótesis auxiliares contra éstas e incluso convertirlas en evidencia positiva. Este filósofo elabora el concepto de «programas de investigación», formados por núcleos centrales e hipótesis auxiliares, que serán más o menos progresivos en función de su vigor explicativo y predictivo. Un programa presentará dificultades y anomalías, es decir, puntos de separación entre la evidencia y las afirmaciones centrales, pero sólo será rechazado cuando aparezca otro programa rival capaz de explicar más hechos. Si Popper (1981) negaba carácter científico al marxismo y al psicoanálisis, y de forma más general a las interpretaciones históricas, por no descubrir en ellos posibilidades de refutación ni de predicción, Lakatos venía a secundar tal visión a partir de criterios propios parecidos. En concreto, el marxismo se mostraba, para él (Lakatos, 1983: 1415), como verdadero «programa regresivo» por no ser capaz de anticipar hechos nuevos y tener que crear hipótesis ad hoc para explicar sus fracasos predictivos. En el fondo, mediante este procedimiento, tanto uno como otro filósofo no sólo estaban revelando «anomalías» inteligibles sólo a partir de sus propias líneas y criterios de cientificidad, sino que transferían «responsabilidades» desde la sustancia y tipología de los hechos, que pueden ser regulares y mecánicos o no serlo, a la propia condición de los «paradigmas» empleados. De hecho, en realidad, no sólo las ciencias sociales, sino también las naturales se enfrentan a múltiples problemas y cuestiones no regulares y de causalidad compleja –piénsese en el origen del sistema solar o la evolución climática– que tampoco pueden atenerse a esos criterios de refutación y predicción tal como ellos los definen.

      Por último, Merton, al analizar la comunidad científica como institución social con una dinámica propia y marcada competencia interna, revela la inexistencia de unos cauces únicos y lógicos en sí mismos, perfectamente previstos, que conduzcan a la verdad. Pero, en última instancia, también este autor comparte la idea de que es factible un conocimiento objetivo. De hecho, mediante el sistema de valores que describe en el mundo científico –criterios impersonales de valoración, satisfacción por el mero trabajo realizado, recompensas honoríficas, escepticismo organizado, etc.– las tendencias a encontrar la verdad y a contribuir al beneficio social prosperarían en medio de obstáculos como el fraude o la alta desigualdad –en forma de polarización, por el «efecto Mateo»– en el acceso a los recursos.

      Las posibilidades del objetivismo pleno en la ciencia han sido cuestionadas de diversas formas desde hace varias décadas, bastante antes de estos autores. Ya Popper (1994: 76-78), de hecho, lo reflejaba bien al presentar su visión falsacionista como opuesta a la ofrecida por los «convencionalistas», entre quienes identificaba diversos nombres del primer tercio del siglo XX en los espacios francés, alemán y de habla inglesa. Para estos pensadores, las teorías serían construcciones artificiales para proyectarse sobre el mundo y no, a la inversa, imágenes de éste. El filósofo austriaco salía al paso, por ello, a las objeciones relativistas que podían surgir desde este prisma a su criterio de falsabilidad. Mediante este reconocimiento, Popper estaba dando algunas de las claves que los relativistas posteriores y el propio Lakatos, que por su parte también se refería varias veces a los «convencionalistas» (1983: especialmente, 138-141), utilizarían efectivamente para criticar su visión. Para el convencionalista, mantenía Popper, no era posible rechazar una teoría mediante observaciones por concebir que éstas se determinan a partir de la propia teoría y siempre existe la posibilidad de ofrecer explicaciones que eliminen las incompatibilidades surgidas, adoptar hipótesis auxiliares ad hoc o mostrarse escéptico ante el experimentador o el aparato de medida. Como veíamos, el filósofo austriaco no se cerraba totalmente ante este tipo de objeciones.