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y difusión de las ideas científicas. El contexto social no sólo vendría a ser importante por estimular el interés hacia determinados campos, sino que intervendría en la conformación de las pautas de reflexión y en la dirección de los contenidos. Esto, que supone negar que las diversas materias se rijan exclusivamente por unas bases racionales propias, parece claro en las ciencias sociales, pero también caracteriza a las naturales y exactas, aunque de una forma menos meridiana, más difícil de rastrear, que ha llevado a agudizar sus esfuerzos analíticos a algunos sociólogos.

      Las conexiones de la ciencia con la sociedad se producen por dos tipos de factores distintos, aunque complementarios: por las necesidades de financiación y por la participación inevitable en unas determinadas concepciones ideológicas. En primer lugar, el desarrollo científico exige unos soportes –bibliotecas, laboratorios, archivos, viajes, material, publicaciones, etc.– que reclaman la financiación desde el medio social. Al depender su trabajo directamente del reclutamiento externo de recursos, el investigador –o algún miembro, si se trata de un equipo– debe desarrollar una labor continuada de negociación en foros diversos. Por ello, la actividad científica es inconcebible sin una actuación destinada a mostrar ante la sociedad –ante las instituciones, ante los poderes sociales– el carácter esencial del trabajo que se realiza. Para muchos investigadores de base, este papel puede ser poco importante, pero porque son otros miembros, preferentemente del colegio invisible, quienes actúan como intermediarios. Estos elementos se han convertido, en efecto, tanto en «líderes» de equipos de investigación como en depositarios de la confianza de las instituciones sociales y en delegados suyos a la hora de evaluar los proyectos, repartir ayudas, decidir publicaciones y, promover, en definitiva, los sustentos del colectivo. En esa tesitura, son estos miembros quienes llevan el protagonismo en las negociaciones «internas» y «externas», mientras otros pueden circunscribirse a las tareas de estudio y exploración. Este papel de intermediación de un sector de la comunidad científica resulta tanto mayor en la medida que a los agentes sociales no les interesa de manera directa gran parte de los trabajos que se elaboran ni se demanda de ellos la resolución de problemas.

      Pero, por otra parte, además de la necesidad estratégica de ganar adeptos en la sociedad, en su formación especializada y en su vida el investigador, como todo ser humano, experimenta un proceso de socialización, es decir, recibe ideas y valores que se proyectan sobre su trabajo. Incluso resulta especialmente vulnerable ante los criterios ideológicos dominantes, dado que su disidencia puede significar su marginación y de su comunión básica con los mismos, en esencia, pueden emerger las condiciones iniciales de su éxito. En realidad, este aspecto puede constituir una de las premisas previas para que las necesidades de financiación y apoyo externo apuntadas en los párrafos anteriores se vean complacidas. El filtro es, pues, doble: deben considerarse las exigencias y criterios de la comunidad científica, pero también, solapados a los mismos, los dimanados de unas estructuras sociales e institucionales determinadas. Ahora bien, si el científico social no puede sustraerse a valores e ideas presentes en su entorno global, no ocurre lo mismo con el natural, aunque también se verá condicionado al observar cuestiones con un significado social, como algunas relativas a la naturaleza humana, o de forma indirecta en otras diversas circunstancias.

      La posición ambigua de Marx y de Engels ante las ciencias, al destacar de formas distintas el influjo social y vislumbrar a la vez las posibilidades del objetivismo, ha hecho que se apele a ellos para sustentar argumentos diversos. Aunque sería para subrayar después que la ciencia y la técnica habían devenido en el componente ideológico fundamental en el capitalismo avanzado, J. Habermas (1983: 46-49) resumía la postura de ambos autores afirmando que reconocían como vertientes de la ideología la religión y la moral –y menos evidentemente el arte y la literatura–, mientras la ciencia y la técnica serían «integrantes del potencial de las fuerzas productivas». Para Marx y Engels, el interés de la burguesía había conducido al gran desarrollo de las ciencias naturales y de la técnica en el mundo occidental, pero esa misma clase había difundido una imagen falsa de la realidad social. Tras evocar su conocida convicción de que «las condiciones económicas de producción... pueden determinarse con la precisión de las ciencias naturales», J. Keane (1992: 258-259) veía a Marx sumándose a la suposición positivista, comtiana, de un conocimiento universal basado en la observación, la precisión conceptual y la exactitud metodológica. Para el pensador judeoalemán, resultaba posible alcanzar unos planteamientos objetivos de la realidad social, distintos a los que suponía el enmascaramiento de la ideología burguesa, que permitirían efectuar predicciones, controles y progresos reales del mismo modo que en las ciencias naturales. Al destacar la importancia de la evolución social para entender el presente, frente a la ficción del liberalismo económico de un mundo estable, con leyes naturales que abocaban al equilibrio, la historia aparecía para Marx, en particular, como verdadera ciencia liberadora (Lesourd y Gérard, 1964: 124).

      En general, dentro del esquema marxista conocido como «ortodoxo», que hace derivar la cultura, como superestructura, de la realidad social, la ciencia –en particular, la ciencia social– se convertía en uno de los espacios fundamentales de la sociedad capitalista que reclamaba transformación. Se entendía que, si el desarrollo capitalista impedía la evolución natural de la ciencia, éste sería posible en un marco socialista. En la práctica, lejos de desembocar en un nuevo clima de libertad científica en el área de países comunistas, esta denuncia, que lejos de suponer el rechazo del objetivismo venía a pregonarlo como lógica y excelsa aspiración, conduciría a nuevas formas de rigidez, sobre todo en la época estalinista. En el fondo, como revelaba A. W. Gouldner (1978: 72-73), pero con unas consideraciones extensivas a otras formas de pensamiento, el marxismo no podía renunciar a sus pretensiones objetivistas ni juzgar también su propio discurso condicionado

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