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de su texto y no hay mejor prueba de ello que el enorme interés con el que se lanza, todavía en Francia, a aprender la lengua española (Platter, 1968: 287). Sin embargo, a pesar de que en todo momento el autor expresa su deseo de realizar un retrato objetivo e imparcial de todo cuanto observa en su recorrido, no cabe duda de que su imagen de España ha sido alimentada por los estereotipos vigentes en la Francia de Enrique IV y que estaban definidos por el fantasma de la Inquisición y de un sanguinario Felipe II, abanderado de la Contrarreforma. Así, España personifica para el joven suizo ese otro, temido y aborrecido: una imagen modelada por la leyenda negra que hasta entrado el siglo XVIII, con el ocaso del Imperio y la invasión de las tropas napoleónicas, definiría el heteroimagotipo español en Europa (Leerssen, 2000: 277).

      A pesar de estas experiencias negativas, el autor no puede dejar de mostrar su admiración a su llegada a Barcelona. Platter describe la ciudad, que alcanza tras casi tres semanas de viaje, como «eine von den schönisten, reichesten unndt besten erbauwen, die in gantz Spangien möchte sein» (339). Su estancia en Barcelona, recogida en diez episodios de su relato, se extiende durante aproximadamente cuatro semanas. La semblanza de la villa, que comienza con una evocación de la Barcelona mítica, en la que Platter establece los orígenes de Barcino, se asemeja a un paseo en el que el joven estudiante suizo nos guía por las calles de una Barcelona todavía medieval. Con precisión y una exactitud que puede llegar a resultar abrumadora, Platter describe los barrios de artesanos, las callejas cercanas al puerto donde –como ahora– se exhiben las prostitutas y sus decenas de iglesias (344-347). La visita obligada a la universidad por parte del erudito (352) se combina con representaciones teatrales (347) y veladas en fondas y tabernas, donde Platter se nutre de todo tipo de datos y referencias para su escrito.

      Pese a todo su empeño, en sus reflexiones el autor no logra desvincularse de los estereotipos que sobre España existían en el resto de Europa: por una parte, la leyenda negra; por otra, el carácter apasionado del español. En este sentido, Platter –haciendo uso del método científico– intenta justificar este temperamento con el clima, más caluroso y seco, que caracteriza a esta región. Así, debido a las altas temperaturas, los españoles mostrarían su ira o su entusiasmo con mayor facilidad que otros pueblos, también, evidentemente, en el plano sensual. Incluso la circunstancia de que la ceguera sea una enfermedad más frecuente en España que en otros países podría, según el autor, radicar en el caluroso clima del país o en el también ardiente carácter de sus habitantes. Así, Platter argumenta que las intensas temperaturas podrían provocar que el flujo sanguíneo se descompensase por una insolación, con consecuencias fatales para la vista, pero recurre también a Venus, la diosa del amor, sugiriendo que la promiscuidad generalizada y los usos amorosos del país en la era de la Inquisición intensificarían los casos de sífilis y, por consiguiente, la incidencia de la ceguera relacionada con esta enfermedad (371).

      Dies fest der Faßnacht hatt tag unndt nacht gewehret biß an den eeschermittwoch, da man einem yeden nach der morgenmeß ein wenig eschen auf die stirnen gestrichen, welche so viel gewürket, dass sie alsbaldt von der thorheit gelassen, witzig worden unndt in siben wochen kein vleisch mehr gessen haben; muß gewißlich ein kreftiges pülverlin sein (374).

      (Esta fiesta del Carnaval se alargó día y noche hasta el Miércoles de Ceniza, cuando a todas las personas, después de la misa de la mañana, se les impuso un poco de ceniza en la frente. Fue tal el efecto de esta ceniza que a todos los abandonó al momento la locura, se tornaron sensatos y no comieron carne durante siete semanas; ciertamente tiene que ser un polvo muy eficaz).

      La fiesta del Carnaval que Platter tiene ocasión de presenciar constituye asimismo un irónico paralelismo con la descripción que el autor realiza de los procesos inquisitoriales, durante los cuales los procesados por herejía son también «disfrazados» para que todo el mundo los reconozca como lo que son, o, más bien, no son. Así, Platter describe cómo los condenados portan –tanto durante su encarcelamiento como en las procesiones– el denominado sambenito: una larga túnica amarilla, adornada con ángeles y demonios que luchan por hacerse con el alma del pecador (351). Nuevamente, el joven suizo apunta aquí a la importancia de la apariencia y la exteriorización de la fe en la religiosidad española. Y no sólo en lo que a las prácticas se refiere, sino a la presencia de la Inquisición

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