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Francia se haya sacudido el yugo de la tiranía», acabando con los abusos feudales (Beiser, 1992, p. 30). Sin embargo, cuando estuvo claro que Francia no adoptaría una monarquía constitucional al estilo británico, los hanoverianos se volvieron mucho más críticos. Rehberg creía que la Revolución era un intento de aplicar la razón kantiana sin el complemento necesario del sentido humeano de la historia (Beiser, 1992, p. 305). Brandes había conocido a Burke en Inglaterra en 1785, y tanto él como Rehberg estaban muy influidos por sus ideas. Brandes deploraba que muy pocos miembros de la Asamblea Nacional francesa hubieran visitado Inglaterra. Lamentaba que la opinión pública francesa hubiera eclipsado a Montesquieu por culpa de una camarilla de «economistas rousseauniano-americanos» (Droz, 1949, p. 355). Al igual que Burke, Brandes creía que la Revolución francesa mostraba las consecuencias de aplicar desafortunadas doctrinas racionalistas y de creer en el progreso humano ilimitado. A Rehberg tampoco le gustaba el utópico rechazo de la experiencia del que hacían gala los revolucionarios, y acusó a la Asamblea Nacional de destruir al poder ejecutivo y crear una dictadura del poder legislativo.

      Rehberg y Brandes no se basaban sólo en Burke, sino asimismo en tradiciones del pensamiento alemán más antiguas y críticas con la Revolución. No eran cosmopolitas, como Gentz, y defendían los prejuicios y particularidades de cada nación, sentimientos que ya habían expresado mucho tiempo antes de la Revolución Herder en su Volksgeist y Justus Möser (1720-1794) en sus Patriotische Phantasien. Brandes afirmaba que la constitución francesa de 1791 resultaba «tan inadecuada teniendo en cuenta las necesidades reales del país, que no cabe decir que fuera redactada para los franceses ni para ningún otro pueblo del mundo» (citado en Droz, 1949, pp. 359-360); palabras que recuerdan al seco comentario de Maistre, quien afirmó que había «conocido a franceses, italianos, rusos, etcétera», pero que nunca le habían presentado al Hombre en general (Maistre, 1994, p. 53). Brandes vinculaba la «anarquía francesa» al amor de los galos por la abstracción, y observaba que los alemanes respetaban más la tradición. En Alemania, ni Brissot ni Condorcet eran necesarios, señalaba Brandes con arrogancia.

      Esta tradición contraria a la abstracción tuvo una gran influencia sobre las ideas políticas hegemónicas de la siguiente generación de alemanes. Tanto la «revuelta contra la razón» como el Romanticismo alemán (algo más conservador) y la Escuela Histórica del Derecho de Savigny compartían la crítica de Burke a la fabricación de sistemas. Lo que unía a estos pensadores era su defensa de la historia y del Estado, aparte de un rechazo visceral a lo nuevo y al individuo. Algunos de estos temas quedan claramente expresados en una conferencia pronunciada por el romántico Adam Müller, íntimo amigo de Gentz, el 22 de noviembre de 1808:

      ¿Acaso no proceden todos los errores de la Revolución de la ilusión de que el individuo realmente puede hacer dejación del contrato social, puede derribar y destruir, desde fuera, cualquier cosa que no le plazca, puede criticar la obra de miles de años sin estar obligado a reconocer a ninguna de las instituciones que posee? Resumiendo, se vive en la ilusión de que realmente existe un punto fijo fuera del Estado que cualquiera puede alcanzar y desde el que cualquiera puede proponer nuevas rutas para el gran cuerpo político; desde el que cabe transformar un cuerpo antiguo en otro completamente nuevo y diseñar un Estado que sustituya al antiguo, imperfecto, reemplazando a una constitución de eficacia probada por otra nueva que será perfecta, al menos durante los próximos quince días (Lougee, 1959, p. 634).

      Para Müller, al igual que para todos los pensadores que hemos venido considerando, tanto en Francia como en Alemania, esa «ilusión» era consecuencia de otros dos «errores» que preocupaban al pensamiento contrarrevolucionario: la doctrina de la soberanía popular y la idea del contrato social.

      LA CRÍTICA A LA SOBERANÍA POPULAR Y AL CONTRATO SOCIAL

      ¿Cómo podía la soberanía popular ser peligrosa y una quimera a la vez? Para los contrarrevolucionarios, era peligrosa precisamente por ser una quimera. Como señaló el jesuita Abbé Barruel en su Question nationale sur l’autorité et sur les droits du peuple (1791), la soberanía del pueblo era una «negación» de la soberanía (Goldstein, 1988, pp. 21-35). Temía que el soberano fuera «mutilado, cortado en un millón de pedazos, si, para concebir la unidad de esos poderes también hay que concebir su ser dividido entre cada ciudadano del pueblo». Si el gobierno debía ser para el pueblo, no podía ser ejercido por el pueblo porque la soberanía requería autoridad, que a su vez precisaba de superioridad y «yo no soy mi superior», insistía Barruel (citado en Goldstein, 1988, p. 26). En los discursos pronunciados en la Asamblea Nacional en 1791 y 1792, los diputados Maury y Mounier insistieron repetidamente en que «la soberanía que procede del pueblo nunca puede volver al pueblo» (citado en Golstein, 1988, pp. 61-62).

      La aversión de los contrarrevolucionarios a la soberanía popular procedía, en parte, de que consideraban al pueblo la «plebe». Rehberg afirmó que la Revolución francesa era un evento monstruoso, porque se legitimaba proclamando que representaba al pueblo soberano, cuando en realidad el pueblo era «una multitud apática y sin educación» (citado en Droz, 1949, p. 363). Los contrarrevolucionarios solían denigrar al pueblo afirmando que era infantil. En palabras de Chateaubriand: «Los pueblos son niños: dales un sonajero sin explicarles por qué hace ruido y lo romperán para averiguarlo» (citado en Goldstein, 1988, p. 89). O, como decía Maistre, «el pueblo», considerado como parte del gobierno, «siempre es infantil, tonto y está ausente» (Maistre, 1994, p. 35 nota).

      El hecho de que a los contrarrevolucionarios no les gustara la soberanía popular era, en parte, un prejuicio teórico. Para Maistre era cuestionable que la soberanía hubiera residido alguna vez en el pueblo. En su Estudio sobre la soberanía, escribe:

      El pueblo es soberano, dicen; ¿y de quién? De sí mismo, al parecer. De modo que el pueblo es súbdito. Es evidente que aquí hay cierta vaguedad, si es que no es un error, porque el pueblo que manda no es el pueblo que obedece. De manera que ya la mera proposición general «El pueblo es soberano» requiere un comentario (Maistre, 1870, p. 177).

      Ni que decir tiene que fue Maistre en persona quien ofreció este comentario: «El pueblo es un soberano que no puede ejercer la soberanía» (Maistre, 1870, p. 178). Bonald estaba de acuerdo. «Pese a su pretendida soberanía, el pueblo tiene tan poco derecho a apartarse de la constitución política […] como de […] distanciarse de la unidad con Dios» (citado en Goldstein, 1988, p. 50). Usó el prefacio a su Teoría para demostrar que la soberanía popular no tenía sentido ni fundamento histórico.

      Aquellos hombres a los que se ha honrado con el título de metafísicos políticos, cuya metafísica es la oscuridad de una mente falsa y cuya política es el deseo de un corazón corrupto, han afirmado que la soberanía reside en el pueblo. Esto es una proposición general o abstracta, pero cuando uno busca su aplicación en la historia, halla que el pueblo nunca ha sido y nunca podrá ser soberano. Porque ¿dónde están los

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