ТОП просматриваемых книг сайта:
Vientos de libertad. Alejandro Basañez
Читать онлайн.Название Vientos de libertad
Год выпуска 0
isbn 9786074572285
Автор произведения Alejandro Basañez
Жанр Социология
Издательство Bookwire
No obstante, a pesar de la buena amistad y relación con las acaudaladas familias de San Miguel, no era secreto para nadie que la situación económica de los Allende en ese año de 1790, iba en precipitada picada. Don Domingo Allende murió el 24 de febrero de 1787, a los cincuenta años de edad y doña María Ana se le adelantó en 1772, por complicaciones con el parto de su hija Mariana, dejando a la familia en la zozobra de la orfandad. Don Domingo, además de dejar a sus hijos en la tristeza e incertidumbre, también les dejó muchas deudas, por esa extraña obsesión de aparentar ante la sociedad, algo que no se es, y que la misma plenamente percibe.
Por no haber alguien de los hijos, con la edad legal para administrar la herencia de la familia (el mayor de los hermanos Allende y Unzaga tenía apenas 24 años), sus bienes pasaron a ser conducidos por el europeo don Domingo Berrio.
La gestión del otro Domingo, con el menudo patrimonio(3) de los Allende, daría mucho de qué hablar en los siguientes años. Los hermanos mayores de Ignacio estudiarían buenas carreras para sostenerse en puestos públicos, a diferencia de Ignacio, quien se contentaba con pasarla bien con sus ardientes amoríos y sus negocios en venta de ganado.
Ignacio Allende y Juan Aldama, camaradas incondicionales, cabalgaban juntos en una polvorienta vereda que descendía de la Cañada de la Virgen, camino a Guanajuato. Ignacio y Juan se conocían desde niños y ambos estudiaban en el Colegio de San Francisco de Sales en San Miguel.
Juan Aldama era cinco años más joven que Ignacio Allende y tenía un hermano también llamado Ignacio, de la misma edad de Allende. Juan era delgado, con un cabello muy negro como las alas de un zanate y lacio como cerdas de brocha gorda. Su nariz era larga y ganchuda como el pico de un ave. Juan admiraba a Ignacio por sus sonadas vivencias de pendenciero y mujeriego. Ambos participaron en el salvamiento de un anciano conocido como el Tío Arriola, en el centro de San Miguel. El hombre quedó atrapado dentro de su tienda, sofocado por la humareda. Ignacio, exponiendo la vida, tiró la puerta con una pesada piedra y entró a salvar la vida de aquel desdichado. Esta hazaña se contaba una y otra vez entre las familias de San Miguel en tertulias y comidas. Allende era famoso por esta hazaña y por su fama de seductor. Uno de los agraviados por las galanterías del jovenzuelo mujeriego era don Jacinto Iturbe, a quien como broma divina, su niña de cuatro años le había salido con la misma carita que su rival de amores. Marina López, madre de Amalia, juraba que la niña era de don Jacinto, pero en su interior sabía que el padre era el hombre que todas las noches le arrancaba horas de sueño. Marina vivía perdidamente enamorada de Ignacio. Si tan sólo éste le jurara unirse a ella en matrimonio, sin dudarlo dejaría a don Jacinto, aunque la sociedad de San Miguel la aplastara como a una mosca por tamaño escándalo.
Los dos jinetes vieron aparecer frente a ellos a otros cuatro, que se acercaban lentamente levantando una nube de polvo que los nublaba un poco, haciendo difícil distinguir sus rostros.
—¿Los conoces? —preguntó Aldama con gesto de preocupación.
—No los distingo bien por tanto polvo. De todas maneras prepárate para lo peor.
—¡No sabes cómo me gusta ser tu amigo, Nacho!
Allende sonrió y se cercioró de que su mosquete estuviera cargado. Con la mano derecha palpó el puño de su filosa espada. Juan hizo lo mismo. Los jinetes estaban ya muy cerca.
—¡Buenas tardes! —dijo uno de los jinetes, levantándose el sombrero en amistoso saludo.
—¡Buenas! —contestó Ignacio.
—Somos fuereños y vamos para San Miguel. ¿Algún lugar que nos recomienden para quedarnos?
El rostro de aquel hombre se veía apacible. No parecía ser un asaltante o una amenaza para los muchachos. De todas maneras Juan no perdía detalle de los otros tres vaqueros. No podía darse el lujo de distraerse.
—El mesón de los Sautto es un lugar limpio y con buena comida —contestó Juan atrayendo la atención de los forajidos—. Está a dos calles de la iglesia.
—Muchas gracias, muchachos.
Los cuatreros continuaron su viaje sin voltear. Lo que perecía una emboscada había sido un encuentro casual, como ocurre seguido en las veredas que conducen a las ciudades importantes del Bajío.
Esa noche en San Miguel, Ignacio los volvió a ver en uno de los merenderos. Los cuatro vaqueros lo saludaron con un ademán amistoso que Ignacio correspondió amablemente. En su mesa había un platón repleto de gorditas y tlacoyos con una enorme jarra de agua de frutas. Esa noche Ignacio tenía un encuentro amoroso con una mujer llamada Antonia Herrera, hermosa mujer de rostro angelical que le había hecho olvidarse por un tiempo de la problemática Marina López, a quien evitaba cuando don Jacinto andaba en el pueblo.
Después de su encuentro con Antonia, Ignacio se dirigía hacia su casa, cuando de entre las sombras surgió alguien que sin darle tiempo a nada lo golpeó con un palo en la cabeza. Ignacio cayó al suelo levemente atarantado ya que ágilmente eludió el impacto, cayendo éste principalmente en el hombro, sólo rozándole la cabeza.
—Malditos montoneros. Uno por uno y verán cómo les va. —Hasta aquí llegaste, galancito hijo de puta.
Ignacio los reconoció plenamente: eran los cuatreros de la mañana.
Los cuatro se abalanzaron sobre él, esgrimiendo los gruesos palos en las manos. Ignacio logró esquivar al primer forajido y de un fuerte puñetazo lo dejó inconsciente en el piso, pero el siguiente palazo lo dejó igual que al que había vencido.
—Acabémoslo a golpes. ¡No dejen nada de él!
El jefe de los cuatreros levanto su tronco para destrozar la cabeza de Ignacio cuando una detonación le voló la tapa de los sesos.
—¡Déjenlo, hijos de la chingada! —les gritó un muchacho, apuntándoles con su mosquete. El ángel salvador venía elegantemente vestido de negro con una camisa escarlata. Un jovenzuelo de piel blanca, rasgos finos, con cola de caballo y bigote con puntas hacia arriba, al estilo francés.
—¿Quién los mandó a hacer esto? Si no me dicen los mató a todos.
El muchacho apuntó bien a uno de ellos dispuesto a reventarle la cabeza de un tiro.
—¡No... no dispare! No somos de aquí. Nos contrató un tal Jacinto Iturbe para que le diéramos un escarmiento al joven Allende.
—¡Largo de aquí! ¡Antes de que me arrepienta!
Los tres forajidos huyeron de ahí sin pensarlo dos veces. Una detonación se escuchó a sus espaldas, haciéndolos brincar de terror. Los tres siguieron su paso agradecidos de no haber recibido ese tiro de advertencia.
Minutos más tarde Ignacio volvió en sí. La cabeza le daba vueltas. Los dos se encontraban sentados en una banca de piedra. Su salvador, al notar que Ignacio estaba bien y su golpe no había sido de consecuencias graves, le explicó en detalle todo lo que había ocurrido.
—Muchas gracias por tu ayuda. Te debo la vida.
—No me debes nada, joven Ignacio Allende, y considérame desde hoy, también tu amigo. Mi nombre es Crisanto Giresse.
—Mucho gusto, Crisanto. ¡El cielo te envió!
Aquel soleado sábado del 14 de mayo de 1791, se llevó a cabo un interesante hecho en la catedral metropolitana de la ciudad de México,