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y al cuidado de su querida madre, a la que tenía con la compañía de dos mujeres que veían que nada le faltara a la dulce señora. Doña Elvia era una mujer de cincuenta años, veinticinco más joven que su difunto esposo, quien alcanzó a San Pedro a los setenta años.

      —Ya te tengo un nuevo libro, traído de Europa en contrabando. Está en inglés, Crisanto.

      —¿Cuál es?

      —Critica de la razón pura de Immanuel Kant.

      El gesto de Crisanto se alegró como si fuera un niño al que se le mostrara un caramelo.

      —¡Démelo ya padre! Muero de ganas por empezar a leerlo.

      —Pasa mañana por él al colegio. Ya tendremos tiempo de comentarlo. Sólo te puedo adelantar que todo conocimiento se inicia con la experiencia, pero no todo el conocimiento proviene de la experiencia, es decir que la experiencia te permite conocer, pero ella sólo te otorga conocimientos a posteriori, particulares y contingentes; los conocimientos a priori, universales y necesarios, únicamente pueden provenir de la misma mente y son ajenos a cualquier experiencia.

      —Muy interesante, padre. A veces me pregunto por qué escapé del seminario y, al verme honestamente en el espejo, entiendo el porqué: una monja jamás será sacerdote en la Nueva España.

      —¿Y por eso te refugiaste en esta vida de gozo desenfrenado, Crisanto? Pero en fin, te conocí como eras antes, y te acepto como eres hoy. La amistad es un tesoro inigualable. Pasa por el libro mañana y por favor, no les coquetees a las invitadas.

      —No me las esconda, padre. Si ellas quieren probar lo que es amar a un hombre raro como yo, que lo hagan. Al fin que tengo para todas.

      Hidalgo sonrió alegremente y brindó de nuevo con él. Crisanto era un personaje singular, que acaparaba toda la atención del rector del Colegio de San Nicolás.

      —Te veo mañana, hijo.

      Crisanto se retiró de la fiesta saludando con una seña a todos los invitados. Morelos prestó particular atención a las caderas del muchacho al alejarse. Algo raro y atractivo había en aquel hombre. Algo diferente que lo confundía. Ya vendría el tiempo de averiguarlo.

      Apenas cayó la noche y el cura encendió el castillo de cohetes que tenía preparado para sus agasajados. La corona voló más alto de lo prometido por el experto cohetero. Martiniano y Lino corrieron por la corona para tenerla como trofeo. La fiesta cerró con tamales, buñuelos y atoles de distintos sabores. Al final Hidalgo terminó platicando con los empleados del colegio, a los que apreciaba mucho por su gran apoyo en su gestión. José María Morelos se despidió temprano en compañía de la invitada que le presentó Hidalgo. Al fin, los dos oriundos de Valladolid, se entenderían a las mil maravillas.

      A cinco años de establecidos en Guanajuato, los Larrañeta se habían adaptado perfectamente a la sociedad y modo de vida de la región. La extracción de plata y oro de la mina de la Valenciana era una locura que mantenía en la opulencia a todos los accionistas que orbitaban alrededor del primer Conde de la Valenciana, don Antonio de Obregón y Alcocer, quizá el hombre más rico del mundo en ese fin de siglo XVIII.

      Los Larrañeta participaban en la fundición del importante metal. Todo Guanajuato dependía de la extracción de los preciados metales de las veintitrés minas con las que contaba la ciudad. La mina de la Valenciana, propiedad de don Antonio de Obregón, producía las dos terceras partes de toda la plata extraída en la Colonia.

      La urbanización de Guanajuato se adaptaba a los dos procesos mineros básicos implicados en la extracción del mineral, desarrollándose tanto en la zona montañosa, como en la del lavado del mineral, en las haciendas de beneficio en el centro y parte baja de la ciudad. Esto creó un Guanajuato bipolar, que hacía crecer la ciudad tanto en el centro como en las montañas aledañas. El río Guanajuato, sin el que sería imposible este proceso extractivo, atravesaba la ciudad en su recorrido de dieciocho kilómetros de largo, con una tributación de riachuelos de las cañadas, a lo largo de treinta kilómetros más allá de la entrada del río a la urbe aurífera.

      El conde de la Valencia, ferviente devoto de San Cayetano, a quien trajo a Guanajuato en escultura, echó la plata y oro por delante para construirle en agradecimiento, la más fastuosa iglesia del momento: un templo con piedra de cantera rosa, tallado en estilo barroco mexicano con los ventanales laterales en amplios arcos. Un hermoso templo edificado(1) con altar y retablos laterales laminados en oro de 24 quilates con incrustaciones de marfil y piedras preciosas.

      Aquel soleado domingo se congregó a los habitantes de Guanajuato para agradecer a San Cayetano por todo lo proveído en la semana. Se obligaba a asistir a misa a los mineros que trabajaban en la mina. Para cubrir el espacio del recinto se celebraban varias misas al día, comenzando desde las ocho de la mañana.

      Aquella misa del domingo a las nueve, era la más importante del día porque era en la que asistía el conde de la Valenciana, don Antonio de Obregón y Alcocer. Don Anselmo Larrañeta y doña Viridiana se encontraban hasta adelante, justo a un lado del retablo derecho del fastuoso templo. Detrás de ellos se ubicaban sus pequeños Gonzalo, Elena y Ubaldo.

      Gonzalo, aun a su corta edad, no salía del asombro al ver las condiciones de la mayoría de los mineros: hombres enjutos de estatura mediana, rostros ojerosos por el desgate al trabajar bajo tierra en condiciones deplorables, en un socavón del infierno, que como un monstruo devorador de hombres los liquidaba en un lapso no mayor a diez años. Bajar y subir los setecientos metros de profundidad de la mina implicaba caminar 1520 metros en un viaje, que por lo regular les tomaba una hora realizarlo. La temperatura de la mina era un horno que aumentaba su intensidad con la profundidad. El minero sólo usaba un calzoncillo de cuero para soportar los inclementes calores del socavón. Su jornada era de doce a catorce horas diarias, lo que los obligaba a hacer doce viajes al día cargando un costal sobre la espalda con casi cien kilos de mineral. Detrás de ellos siempre había capataces que a la menor demora los ponían en marcha de nuevo con un latigazo de advertencia. Los mineros subían las empinadas escaleras en zigzag para evitar una mortal caída por la espalda. Una caída así partía la espalda del minero, lo que obligaba al capataz a rematarlo en el suelo para evitarle más sufrimientos al desdichado.

      Gonzalo observó como uno de los mineros intentó contener un tosido en pleno sermón del padre. El hombre lo ahogó con la palma de su mano, la cual quedó embarrada en sangre. Los pulmones de aquel desdichado estaban por sucumbir en un par de semanas. Con un rostro ojeroso, que más parecía una máscara mortuoria, el minero contempló la mirada de asombro del niño. Era una comunicación visual extraña entre dos personas de mundos y tiempos distintos. Uno, un pequeño inocente, hijo de los mineros explotadores; el otro, un indígena chichimeca, un alma condenada a la muerte por esclavitud para incrementar la fortuna del hombre más rico del mundo. Un millonario que al morir nada se llevaría de la tierra a la que le arrancaba sus riquezas. Esa misma tierra que pudriría por igual su carne, como las de los mismos mineros a los que arruinó su vida. Al final, bajo tierra, todos los hombres son iguales.

      Otros carraspeados se le vinieron al condenado, al grado que tuvo que ser sacado por uno de los capataces, que ni bajo tierra o en la superficie los dejaban en paz.

      Gonzalo logró escabullirse entre la gente sin que se dieran cuenta sus padres. Tenía que ver que hacían con ese pobre minero que involuntariamente había interrumpido el sermón del padre. El capataz condujo al minero a un costado del atrio, donde no había gente en ese momento. Ahí había otros dos capataces con otros mineros que esperaban bajo el sol a la siguiente misa. Aquella imagen, de decenas de indígenas amontonados en espera de una misa que parecía no mejorarles en nada su situación, quedaría grabada en su mente de por vida. El minero que había tosido fue agarrado a patadas por el capataz que lo había sacado. Una patada en los testículos lo dejó inconsciente. El otro capataz lo contuvo al ver que el hijo de don Anselmo andaba de curioso. El niño regresó impactado a la misa. Aquella vivencia influiría enormemente en su carácter Ahora sabía que su padre participaba en un negocio en el que se mataba en vida a la gente.

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