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administrativos.

      De pronto una de las muchachas que ayudaban en la mesa a don Ceferino le dijo algo al oído de su patrón. El rostro de don Ceferino cambió, tornándose preocupado.

      —¿Algún problema don Ceferino?

      —Acaba de llegar gente de los alrededores pidiendo comida. Diario les doy, pero mi almacén tiene un límite y eso me preocupa mucho. Más cuando tengo clientes como ahora.

      Don Ceferino y don Anselmo salieron al encuentro de los visitantes, dejando a la familia adentro de la cabaña. Los guardias que los acompañaban en la otra diligencia, observaban atentos ante cualquier anomalía que se presentara con los inesperados visitantes. Recargado junto a una cerca había cuatro muchachos mestizos que arreaban dieciocho mulas. Uno de ellos, el más grande, se acercó amable a saludar y explicar su razón por irrumpir ahí sin invitación alguna. Era un muchacho de escasos veinte años, moreno, de cabello rizado y anchas espaldas. Un paliacate rojo cubría su cabeza.

      —Buenos días, señor.

      —Buenos días, muchacho. ¿Qué puedo hacer por ustedes? —Conduzco estas mulas hacia la Ciudad de México, señor.

      Un poco de comida y agua que nos dé es un alivio para mi gente. El hambre azota con todo en la región y gracias a gente como usted podríamos llevar algo a nuestros estómagos para no morir de hambre. Le puedo pagar con estas monedas o trayéndole leña, limpiando el ranchito o haciendo lo que usted necesite, al fin que somos varias manos para ganarnos honradamente el pan.

      —En un momento las muchachas les traerán algo para calmarles el hambre, y un poquito más, para que lleguen bien a la capital.

      —Muchas gracias, señor. ¡Que Dios se lo pague!

      —Yo les ayudo con esto hijo —dijo don Anselmo entregándole un pañuelo con monedas de plata en su interior—. Les puede servir para comprar más comida en su viaje.

      El arriero miró asombrado las monedas y con amabilidad se las regresó a don Anselmo, explicando su razón por no aceptarlas.

      —No puedo aceptar dinero, señor. Se lo agradezco de todo corazón. Con la comida de don Ceferino nos basta y sobra. Es usted muy gentil. Nunca olvidaré este gesto tan noble de su parte.

      —Recuérdame como tu amigo Anselmo Larrañeta, futuro minero de Guanajuato.

      —A mí recuérdeme como su amigo José María Morelos y Pavón, futuro sacerdote, espero que de alguna parroquia de Valladolid.

      —Ya me cansastis, konetl cabrón. Llevo dos días y las caridades han sido malas. Tienes qui dar más lastima pa que den más riales.

      —Hago lo que me dice, señor.

      El regordete indio tomó al chiquillo de una muñeca, jaloneándolo con coraje.

      —Ahorita mesmo te voy a dejar pa dar más lástima.

      Chimalhua saco su machete de un costal manchado con grasa y mugre del camino. Tomó al niño fuertemente de brazo con la intención de cercenarle la mano derecha con el filoso machete.

      —Un konetl manco hará llorar a la gente y tendré más riales pa mi pulque y mujeres.

      —¡No, señor! ¡No me corte la mano! ¡Por favor, déjeme!

      —¡Calla konetl piojoso! Sólo ti dolerá un ratito y luego ni te acordaras. Ya virás.

      —¡No, por favor!

      Cuando el indio levantaba el brazo para cortar la mano de Martiniano, un fuerte puñetazo lo puso fuera de combate. Con el piso y techo dándole vueltas, Chimalhua contempló borrosamente a su singular agresor.

      —¡Eres tú! ¡El padrecito!

      —Dios me iluminó para encontrarte a tiempo, indio perverso. Un minuto más y hubieras arruinado la vida de este pobre chiquillo.

      —¡Pirdón padrecito! ¡Yo no mi pegue más!

      —¡Huye de Valladolid, cerdo asqueroso! Si te vuelvo a encontrar te mataré con mis propias manos. ¡Largo de aquí!

      —¡Si, padrecito!

      Chimalhua, cojeando y con el rostro bañado en sangre por la golpiza recibida, se alejó lentamente del jacal amparado por las sombras de la noche. Don Miguel Hidalgo, por un momento pensó en acabar de una vez por todas con esa alimaña peligrosa, disparándole por la espalda, pero la cordura y su vocación religiosa lo hicieron recapacitar. Lo importante en ese momento era cuidar y educar a ese niño, que a partir de ese momento vería al cura como su padre y protector.

      Chimalhua volvería pronto a las andadas. Al mes siguiente sería pillado intentando raptar a una niña de seis años metiéndola dentro de un costal. El degenerado sería capturado y linchado por los enardecidos habitantes del pueblo. Un macabro cuerpo, colgaría de una rama a la entrada de la villa, advirtiendo a los fuereños de los alcances de los padres de San Julián por defender a sus hijos.

      Los Iturbe eran una familia criolla de abolengo dedicada a la cría de borregos en San Miguel el Grande(4). Jacinto, su hijo, heredó la fortuna de su padre, al perecer éste de una extraña enfermedad. Don Gabriel Iturbe, desde que puso un pie en América, se dedicó a la minería y con un gran patrimonio de años de ahorro y sacrificio, asentó las bases para el nuevo negocio del hijo, quien odiando a la minería, prefirió probar suerte en lo que siempre deja dinero en cualquier parte del mundo: la crianza de animales. Criar borregos en su rancho le permitió llevar una vida diferente a la de su padre. Don Gabriel fungió por años como separador de plata con el azogue o mercurio con el famoso método de Beneficio de patio(5). La constante exposición con el azogue le provocó una muerte prematura, razón por la que su hijo juró dedicarse a otra cosa y no correr el mismo destino de su padre.

      Aquella soleada mañana de febrero de 1786, don Jacinto tuvo que arrear un rebaño para entregarlo personalmente en Dolores, a unos treinta kilómetros de San Miguel el Grande. En ese año del hambre de 1786, los animales aumentaron más su precio por su apreciada y escasa carne. Doña Marina, hermosa madre de veintiún años y esposa de don Jacinto, quince años mayor que ella, aprovechó esa oportunidad para visitar la famosa Poza de San Miguel(6). Marina iba acompañada de sus dos pequeños, Jacinto y Cruz, de cuatro y dos años respectivamente. Al llegar ahí se encontró con un muchacho que parecía ya la esperaba.

      —¡Marina! —le gritó—. ¡Qué gusto verte de nuevo!

      El muchacho era un mozo criollo, de cabello negro rizado, de escasos dieciocho años de edad. Era alto, de patillas frondosas, de espalda ancha y complexión atlética. No aparentaba la edad que tenía. Marina le creyó cuando le dijo que tenía veintiuno. Las faenas del campo lo mantenían en buena forma, ya que le gustaba montar caballos y lazar reses, como el mejor de los charros de San Miguel.

      —Hola Ignacio. Eres puntual a la cita. Ya sabes que no me gusta venir sola al río con los niños.

      —Aquí estamos de nuevo, Marina. ¡Por algo será!

      Los dos se miraron fijamente y se tomaron de las manos. Marina notó que el pequeño Jacinto los miraba suspicaz. Aun a su corta edad, el chiquillo veía raro que aquel hombre, que no era su papá, tomara a su madre de las manos.

      —¿Se quedará don Jacinto en Dolores?

      —Sí, Nacho. Son treinta kilómetros y al entregar los borregos cae como muerto en la posada de don Chuy. Estará aquí hasta mañana por la tarde.

      —¡Magnífico!

      El muchacho la miró con ojos de deseo. Marina era una jovencita muy bella y la maternidad le había asentado muy bien. Nacho y Marina se conocían desde unos meses atrás, cuando Nacho compró unos borregos a su marido. Su destino la unió a los dieciséis con don Jacinto, por órdenes de su padre al querer asegurarle su futuro con un hombre de economía

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