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así.

      La mirada del cura se clavó suspicaz en los dos. El niño miró temeroso al suelo, y el chichimeca esbozó una sonrisa estúpida que sólo ocasiono más sospechas en el prelado.

      Chimalhua, sintiéndose presionado, tomó al niño de la mano, abandonando intempestivamente el lugar para evitarse más preguntas. El cura intentó detenerlos, pero no encontró un argumento sólido para hacerlo, ante los demás comensales que contemplaban la escena sin perder detalle.

      —¿No lo va a detener, don Miguel? —cuestionó la muchacha al cura.

      —Quisiera Luisa. Ese hombre me da muy mala espina con el chamaco.

      —¡Pues hágalo!

      El cura salió a la calle pero entre tanta gente les perdió el rastro. Atormentado por su indecisión regresó de nuevo al comedor.

      —Se me perdieron, Luisa.

      La muchacha miró al cura con resignación.

      —Ojalá regresen mañana, don Miguel.

      —Lo dudo, Luisa. En verdad lo dudo, pero ya Dios dirá.

      La elegante diligencia era custodiada por diez jinetes fuertemente armados. El paso por Río Frío era un albur por tantos ladrones oportunistas del camino, y una familia española, como los Larrañeta, jamás se expondría a cruzar la zona sin la debida protección.

      Don Anselmo Larrañeta era un acaudalado millonario que había cruzado el Atlántico para invertir su fortuna en las minas de plata de Guanajuato.

      Un formal y jugoso contrato firmado con el conde de La Valenciana(2), era su pasaporte y garantía hacia la riqueza. La extracción de plata en Guanajuato había cobrado un mayor auge con el impulso del rey Carlos III(3) y su enviado especial en América, José de Gálvez, ministro de las Indias de 1775 a 1787.

      Para finales del siglo XVIII, La Nueva España producía diez veces más plata que todas las minas de argento de Europa, en otras palabras, dos terceras partes de toda la plata del mundo.

      Dentro de la diligencia viajaba una familia completa: don Anselmo Larrañeta y su bella esposa Viridiana Godoy, junto con sus pequeños hijos Gonzalo, Elena y Ubaldo; de cinco, cuatro y un año de edad respectivamente.

      Don Anselmo era considerado un hombre muy emprendedor y valiente por invertir en la Colonia y no en su natal Toledo, donde aparentemente vivía muy bien y sin ninguna preocupación. Rumores venidos de España decían que era más un huir que un invertir en América. Una bella dama de la realeza parecía haberse envuelto con él, y eso no le gustó nada al rey Carlos III. “Empezar de ceros en otro lugar, es a veces mejor que deteriorarte y perecer en el mismo, por empecinarte en seguir ahí”, lo pensó don Anselmo y fue así que se embarcó con su familia y todo su dinero hacia la aventura en la Nueva España.

      —¿Faltad mucho para llegar a México, padre? —preguntó Gonzalo, sin dejar de asomar la cabeza por la ventana de la diligencia para no perder un solo detalle del camino.

      —No, hijo, esta misma tarde estaréis ahí. Os lo prometo.

      Don Anselmo ordenó que las diligencias hicieran un alto en Río Frío para comer un refrigerio. El sitio para almorzar era una cabaña de roca de cantera color rosa, rodeada de montes y bosques. El lugar era atendido por un criollo que preparaba alimentos del gusto de los españoles. Don Ceferino Reyna vivía de su posada y no tenía ninguna intención en volver a la capital del reino. Río Frío era su mundo y ahí moriría sin ningún problema. Lo acompañaba su esposa Ernestina. Una mujer tan gorda que parecía ya no salir de su cuarto por no caber en la puerta.

      —¡Qué lugar tan hermoso, Anselmo! Parece que estamos en Suiza —comentó doña Viridiana.

      La esposa de don Anselmo era una bella señora de veinticinco años, de cuerpo delgado, cabello negro y piel blanca como la nieve. Sus bellos y grandes ojos negros estaban rodeados por unas largas pestañas. La señora Larrañeta era tan bella que todo mundo volteaba a verla por donde pasara.

      —Donde se encuentra la mina Viri, es un lugar rodeado de montañas. Estoy seguro que te encantará el lugar y el clima.

      —¡Sentaos, por favor! —ordenó don Ceferino, acomodando las sillas, hechas con sólidos respaldos y asientos de troncos de árbol.

      Atrás de su mesa había una enorme chimenea alimentada con leños, haciendo agradable el lugar.

      —¿Es su primer viaje a la capital? —preguntó don Ceferino, mientras acomodaba los platos en la mesa.

      —Sí, caballero. Vamos para Guanajuato.

      —Llámeme Ceferino. Ceferino Reyna a sus órdenes. —Gracias, Ceferino. Yo soy don Anselmo Larrañeta y ella mi esposa Viridiana Godoy. Mis tres hijos.

      Don Ceferino hizo una caravana a la señora y sonrió amable a los niños. Inmediatamente ordenó a dos mocitas que trajeran los alimentos del día. Alta cocina española para el agrado de los comensales.

      Minutos más tarde la familia devoraba la deliciosa fabada y pierna de jamón serrano, con pan horneado ahí mismo. El vino tinto gustó mucho a don Anselmo quien con una sonrisa radiante le sirvió otra copa a su mujer.

      —¿Y cómo ve las cosas en la ciudad, don Ceferino?

      —Complicadas don Anselmo. El hambre que azota al centro del país es una amenaza para el virreinato. Un pueblo con el estómago vació no entiende razones. La Iglesia tiene comedores para los desesperados. También los hay de hacendados que tratan de congraciarse con el pueblo.

      —¿En qué radica el problema, don Ceferino?

      —En las sequías y heladas fuera de estación que ha habido desde el año pasado. No hay maíz y eso lo es todo para la gente. El mes pasado la imagen de la virgen Los Remedios fue llevada a la capital de México, para que sus creyentes rogasen por lluvias prolongadas que permitan una abundante, aunque tardía cosecha. Sin embargo, ni en mayo ni en este mes se han generado lluvias.

      Don Ceferino señaló al radiante sol, que en lo alto del cielo parecía aumentar su tamaño para generar más calor y acreditar más al criollo.

      —¿Y qué con el ganado? —preguntó doña Viridiana, muy interesada en el tema.

      —Los puercos, caballos, mulas y otros animales, habitualmente alimentados con maíz y cebada han sido forzados a pastar en los campos secos, muriendo masivamente de insolación, sed y hambre. El precio de la carne se ha ido a las nubes, poniéndola fuera del alcance de los habitantes de las regiones afectadas.

      —Eso puede generar violencia y rebeliones —agregó don Anselmo.

      —En la capital las puertas del palacio virreinal, la alhóndiga, las iglesias y conventos son asaltados diariamente por hambrientos que ruegan por alimentos y dinero. Los cementerios y criptas de las iglesias se han rápidamente saturado. Urge encontrar nuevos sitios para el exceso de entierros. La desfallecida población ha comenzado a cazar y comer gatos, pájaros, ratas y perros. Las autoridades municipales han ordenado que todos esos animales sean asesinados y enterrados, para proteger así a la población de un brote mayor de enfermedades. En la ciudad se respira un ambiente de caos y desesperación humana. Los vagos caminan sin rumbo por el campo y montañas alrededor de la ciudad, comiendo raíces, malas hierbas y corteza de árboles. Las familias se están separando. Se escuchan casos en que los padres tratan de vender a sus pequeños hijos por tan solo 2 o 3 reales, eso es menos que el jornal semanal de un peón. En una hacienda cercana a México, más de 200 niños abandonados fueron reportados al gobierno.

      —¿Supongo que esta concentración fuera de lo común en las ciudades grandes ha generado delincuencia, vagancia, prostitución y violencia?

      Don Ceferino vertió más vino en su copa. Platicar con alguien venido de España lo animaba mucho.

      —Exacto don Anselmo. Por

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