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Espiridión López, hecho un guiñapo con el rostro congestionado por las lágrimas, terminó de enterrar a su esposa, quien había muerto de un fulminante dolor de costado.(1) Una llana cruz de madera sobresalía de un promontorio de tierra y rocas frente a su casa de adobe. Una improvisada y grotesca tumba, que arrancó las últimas fuerzas de un hombre que había perdido casi todo. Lo último que le quedaba se encontraba junto a él, con los ojos irritados de tanto llorar.

      —¡No te mueras, tata! —gritó el niño Martiniano desesperado.

      El chiquillo, de escasos siete años, quedaría solo ante el mundo. Con la muerte de sus padres, no había ya nadie que pudiera ver por él. En tiempos de crisis todo mundo ve para sí mismo.

      —¡Huye a la ciudad, hijo! No te quedes... aquí... ah...

      El padre del chiquillo intentó articular unas palabras más, pero estas quedaron ahogadas para siempre en su garganta. Una mirada de impotencia y desesperación, al dejar en la orfandad al chiquillo, fue lo último que reflejó el rostro cadavérico de don Espiridión al morir.

      Martiniano enterró a su padre junto a la tumba que el mismo don Espiridión había cavado para sí mismo un par de horas antes. El desdichado niño, entre sollozos tomó su quimil y huyó de ahí, buscando el camino que lo llevaría a Valladolid. Sabía que algo desconocido mataba a la gente en el campo y debía huir para no morir igual que sus padres.

      Por horas y horas, camino por una polvorienta vereda hasta que la noche lo alcanzó, y se vio obligado a dormir bajo la negra bóveda celeste, donde no había una sola nube que eclipsara a los millones de astros que iluminaban la noche.

      El terror se apoderó de él al escuchar unos feroces gruñidos. Ocho luces, que no eran otra cosa más que los ojos de cuatro coyotes obligaron a Martiniano a treparse a un mezquite y evitar así terminar engullido por los gregarios depredadores de la noche. Los depredadores intentaron por unos minutos hacer algo para atacar a su presa, pero al ver que esta se encontraba muy alto, en un lugar inaccesible para ellos, mejor se retiraron en busca de algo más fácil que atacar.

      El hambre torturaba su estómago y las dulces vainas de ese mezquite sirvieron para mitigar un poco su feroz apetito.

      Martiniano fue despertado por los primeros rayos del sol del amanecer. Con el cuerpo entumido por la incomodidad de haber estado trepado por horas en el mezquite, el chiquillo prosiguió su incierto camino. A lo lejos, tras una loma se distinguían las torres de la catedral, en medio de cientos de construcciones. Valladolid, su salvación, estaba a unos cuantos kilómetros de él.

      Cuando enfilaba por una recta vereda, un hombre apareció en el camino. El individuo era un hombre regordete de unos cuarenta años. Sus rasgos indígenas lo delataban como otro de los sobrevivientes que buscaba asilo y salvación ante la pandemia que azotaba el campo.

      Por un momento Martiniano pensó en correr y huir de aquel peligroso encuentro. Su indecisión lo dejó anclado en el suelo, ante el acercamiento del indio chichimeca que con sonrisa burlona dimensionaba la soledad y debilidad de su presa.

      —¿Qui haces tan solo por estos rumbos, konetl (niño)? —preguntó el indio contemplando al chiquillo de pies a cabeza.

      —Busco a mis padres en la ciudad.

      El indio chichimeca comprendió toda la mentira del niño. Si estaba solo por esa vereda era porque era un huérfano más por el azote del hambre.

      —¡Eres un mentiroso, konetl! Estás solo como ese kuauitl (árbol) del camino. De seguro tu familia se murió de hambre en tu ranchito y vienes a la ciudad a salvar tu prieto pellejo.

      —No, señor. Ellos viven en la ciudad. Se lo...

      —¡Calla, itscuintli (perro) asqueroso!

      El chichimeca propino una fuerte bofetada al chiquillo, sumiéndolo en la tristeza y la desolación. Sus lágrimas limpiaron un poco el polvo del camino, dejando dos líneas grises sobre sus mejillas.

      —Te quedarás conmigo y seremos buenos amigos. Te pondré a pedir una caridá. Tás en muy buena edad pa ́dar lástima y así sacar unos buenos riales. A Chimalhua no le gusta trabajar, y tú, ajolote haragán, me servirás pa ́consiguir comida.

      —¡Déjeme ir por favor!

      —¡Calla, axolotl (ajolote) asqueroso! Otra qui me digas eso ti arrancaré un ixpolotl (ojo). Toy siguro que así darás mucho más lástima y ganaré más riales.

      Los viajeros entraron a la ciudad aparentando ser padre e hijo. Nadie cuestionaba una pareja así de natural. El hambre los atormentaba y pronto consiguieron un nutritivo desayuno en un comedor de la catedral de Valladolid. Los indígenas devoraban sus alimentos de pie si ni siquiera intentar sentarse. Una pieza de pan con un atole era un bálsamo salvador para aquellos desdichados.

      Chimalhua devoró su refrigerio contemplando detalladamente a su alrededor. El desayuno aplacaba momentáneamente su hambre, pero la de pulque era demonio incontenible. Debía hacerse pronto del preciado elixir o en verdad moriría sobre la plazuela de la catedral. Sus dedos negruzcos por la mugre acariciaron los dos diminutos bigotes en cada extremo de los labios. Su enorme nariz abotagada por el alcohol de años, se expandía jalando aire como si fuera un tapir asomando la cabeza en una laguna. Sus ojillos se pasearon sobre las caderas de una indígena que servía de sirvienta de alguna familia de Valladolid. La nativa encendía otras pasiones que también atormentaban su cuerpo. Desde aquella india que violó en un río cercano a Cuitzeo no había tenido otra con quien saciar esta otra flama que le quemaba por dentro.

      “Si no consigo hembra pa´hoy, este konetl me servirá para aplacarme un poco” —meditó la bestia chichimeca, mientras su mirada se perdía en la morenas piernas de la india que acompañaba a su elegante patrona.

      De pronto un hombre joven de escasos treinta años irrumpió en el comedor. Era un hombre delgado, de avanzada calvicie, de estatura mediana, piel blanca y ojos verdes. Por su acento se notaba que era un criollo bien educado y de finos modales.

      —¿Ya no quedaron más víveres en la carreta, Luisa?

      —No, don Miguel. Panchita y yo hemos entregado todo.

      Don Miguel sonrió satisfecho y aprovechó para saludar a los comensales.

      —¿Les gustó su refrigerio?

      —Muchis gracias, padrecito. Que Diosito si lo pague —contestó un indígena huichol que venía con su esposa y dos hijas.

      —No tienen por qué darlas. Esto se los manda el Señor por nuestro medio.

      Don Miguel sonrió complacido a la familia. De pronto sus ojillos verdes se clavaron en un padre que venía con su hijo. Algo extraño había en ellos que llamó poderosamente su atención.

      —¿Y a ustedes que les pareció el desayuno?

      Martiniano intentó contestar pero Chimalhua se le adelantó con voz aguardentosa.

      —Muy sabroso, padrecito.

      —¿De dónde vienen? No los había visto antes por aquí.

      —De Yuriria, padrecito. Allá murió la nantli (mamá) del niño y nos vinimos pa´ca.

      —¿La mamá del niño? ¿Entonces no eres tú el papá del chamaco?

      —No, padrecito —logró clamar Martiniano, mirando directamente a los ojos al sacerdote.

      Por debajo de la mesa Chimalhua lo silenció con un pellizco.

      Por nada del mundo aquel sacerdote entrometido debería saber que Martiniano no era su familiar y que además era su esclavo, pensó el perverso chichimeca fingiendo tranquilidad con una aparente sonrisa.

      —La madre del niño era mi hermana, padrecito. Todos murieron di

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