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las trajo a este mundo.

      Crisanto, buscando salir de ese tema tan incómodo, hurgó en un maletín de cuero que llevaba a su lado para entregar algo al padre.

      —Ahora es a mí a quien le toca entregarle una obra magna, padre.

      Hidalgo abrió sus ojos como si fuera un chiquillo al que se le acercara un frasco con coloridos caramelos.

      —¡El desengaño del hombre!

      —Así es, padre. El mismo libro al que el virrey ha prohibido su entrada en la Nueva España.

      —El mismito que Santiago Felipe Puglia escribió en Filadelfia en español.

      —Una obra escrita en español que pone en duda la legalidad de la monarquía española, al argumentar que es un sistema antinatural, pues contraviene las leyes divinas y humanas, además de atentar contra la libertad del hombre.

      Hidalgo palpaba extasiado el cuero del forro y examinaba algunos renglones del contenido.

      —Este libro plantea con muy buenas bases la independencia de las colonias americanas.

      —Tan buenas bases que por eso no es posible encontrarlo en ningún lado, padre.

      —¿Cómo fue que lo conseguiste?

      —De manos de un amigo que vigila el camino a Veracruz. —Muchas gracias, Crisanto. Me fascinó tu presente.

      —En una hora vendrán unos amigos con los que ensayaremos una obra de teatro. Espero te quedes a verla y me des tu valiosa opinión.

      —Con gusto, padre. Ya sabe que me encanta el teatro francés. ¿Qué obra es?

      —Tartufo de Moliere.

      —Tartufo, el cura farsante que quiere quedarse con los bienes y la hija de su amigo Orgón, además de seducir a su joven esposa.

      —Ese mismo, amigo. ¡Me sorprendes!

      —Nada más con que usted no la haga de Tartufo, padre. Eso no sería actuar.

      Los dos rieron por la broma de Crisanto. En el fondo sabían que algo o mucho del personaje embonaba muy bien con la polémica personalidad del cura de San Felipe.

      —Trataré de representarlo mucho mejor que en los teatros de París.

      El virrey Miguel de la Grúa ordenó a su asistente que permitiera la entrada al importante invitado que aguardaba en la antesala de su elegante despacho. Era un hombre joven, de cabello rizado con largas patillas y ojos negros como el carbón. Su vestimenta reflejaba una modesta posición económica. El convidado se paró en el umbral del despacho para saludar con un gesto amable:

      —Un honor ser invitado a platicar con el máximo jerarca de la Nueva España.

      —No te desgastes en elogios zalameros, Manuel(4). Lo tuyo es crear con tus manos obras maestras para la posteridad, no lambisconear nobles haraganes. Es por eso que estas aquí.

      —Usted dirá para qué soy bueno, señor virrey.

      De la Grúa sirvió dos copas de coñac y entregó una a su importante invitado.

      —Su majestad Carlos IV me tiene entre ceja y ceja por los escándalos de los últimos meses. Debo ganármelo, y para eso te llamé

      Manuel. Necesito que diseñes una estatua del rey montando un brioso caballo en movimiento, como la del romano Marco Aurelio. Yo cargaré con los gastos, los cuales incluyen muy buenos honorarios para ti, amigo.

      Manuel Tolsá echó una mirada a su copa, jugueteó con el cristal, haciendo que casi se derramase en su mano.

      —¿Don Miguel, tiene usted una idea del tamaño de semejante proyecto? Entre 1685 y 1699 François Girardon creó la estatua de Luis XIV, una escultura realizada en bronce y colocada en la Plaza Vendôme de París hasta que fue destruida durante la Revolución Francesa. La representación del Rey y del caballo está inspirada en el modelo de la Estatua ecuestre de Marco Aurelio, realizada en el año 176.

      —Lo sé, Manuel. Tendrás que superar en tamaño a la de Luis XIV.

      Tolsá camino al escritorio del virrey y con toda la confianza del mundo tomó la pluma del tintero y sobre un papel se puso a hacer unos cálculos del proyecto. Al terminar comentó sarcástico al virrey:

      —Necesitaré por lo menos seiscientos quintales(5) de bronce para Ia fundición del jinete metálico.

      —¿Eso cómo cuánto es?

      —Digamos que como veintiocho toneladas de bronce.

      De la Grúa no se inmuto, quizá por desconocer la verdadera dificultad que implicaba reunir semejante montículo de aleación. —Sé que este proyecto implica varios años de trabajo, Manuel. Por lo pronto, para que el rey y el pueblo vean que el proyecto ha iniciado, la primera piedra del pedestal del monumento ecuestre será colocada por mí el 18 de julio (de 1796) y quiero que para este 9 de diciembre, fecha deI santo de Ia reina María Luisa, con una lujosa ceremonia se devele una estatua provisional, hecha de madera y estuco y recubierta con hojas de oro. Para la inauguración del original coloso de bronce, sé que faltan un par de años. Tú me dirás cuándo(6).

      —¿Y mis honorarios a cuánto ascienden, don Miguel?

      —Este mismo domingo organizaré una espléndida corrida de toros. La mitad de la taquilla será un adelanto a tus honorarios, amigo. Créeme que te ira bien. Así que a trabajar que el tiempo apremia. ¡Brindemos por la futura estatua de Carlos IV!

      —¡Salud don Miguel! —¡Salud Manuel!

      El soleado zócalo de San Miguel lucía pletórico ese domingo 2 de octubre de 1796. La fiesta de San Miguel Arcángel era la fiesta máxima de los Sanmiguelenses y el día se prestaba para un gran jolgorio.

      Ignacio Allende festejaba en compañía de Antonia e Indalecio. Los tres degustaban una sabrosas quesadillas con mucha carne deshebrada, cilantro y cebolla. Tres vasos de agua de horchata refrescaban su agasajo. Aunque Indalecio apenas tenía cuatro años de edad, luchaba ya por él solo devorar una quesadilla entera. En caso de no poder, su madre, como en otras ocasiones, terminaría comiéndose lo que sobraba. Desde su mesita contemplaban el paso de la gente que rodeaba la plaza. Mirar gente era toda una distracción en eventos como éste.

      —Mis hermanos están muy contentos por tu incorporación al ejército del virrey, Nacho.

      —¿Lo ven como mi boleto de aceptación para algún día casarnos?

      —No los juzgues, Nacho. Los hermanos siempre son celosos y sólo quieren lo mejor para las hermanas.

      —Llegado el día que me canse te montó a un caballo con el niño y punto.

      —Sólo avísame con anticipación para estar lista.

      Los dos rieron estrechando sus manos. Indalecio con la boca llena de crema también los acompañó con una espontánea sonrisa. De pronto, de entre la gente, apareció una hermosa señora como de treinta años de edad, acompañada de cuatro niños de catorce, doce, diez y ocho años. La niña de diez, una belleza de chamaca, era ni más ni menos que Amalia, la hija de Marina y Nacho. Como una broma del destino la niña era idéntica a Ignacio y eso

      dejó perpleja a Antonia.

      Marina, después de saludar con un gesto, clavó su mirada en

      Indalecio, quien con sus deditos hurgaba entre la crema para rescatar un buen trozo de carne. La familia Iturbe continuó su paseo. Por ningún lado se veía a don Chinto. Ignacio buscó por todos lados a su rival de amores pero este aparentemente no había ido al festejo.

      —¡Pero si se te fueron los ojos de ver a esa puta!

      Ignacio miró hacia otro lado tratando de evitar el tema. Sabía que con los celos de Antonia no se podía.

      —¿Quieres

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