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le abrió la puerta principal. Cipriano entro con un carromato y lo dirigió a la entrada de la casona. Al contemplar los tres cadáveres en el cuarto principal, Cipriano dimensionó la peligrosidad de su patrona, y más temor, admiración y respeto crecieron en él.

      —Tenemos poco tiempo para sacar lo más que podamos de la bodega, Cipriano. No perdamos tiempo contemplando a estos infelices. Su último día era hoy y ya se los cargó el diablo.

      —Sí, patrona. Comencemos de inmediato.

      Fray Servando Teresa de Mier, presbítero dominico de tan solo veintinueve años de edad, había preparado su sermón con dedicación y ahínco, para presentarlo aquella fría mañana del 12 de diciembre de 1794, por motivo del festejo de la aparición de la virgen de Guadalupe en el Tepeyac, 263 años atrás. Sus investigaciones de años le daban la oportunidad de oro de deslumbrar al arzobispo de México, don Alonso Núñez de Haro y Peralta y al virrey Miguel de la Grúa con su revolucionaria teoría:

      “¿No es éste el pueblo escogido, la nación privilegiada y la tierna prole de María, señalada en todo el mundo con la insignia gloriosa de su especial protección?” —Comenzó Fray Servando con la parte normal o esperada del sermón. Así continúo por varios minutos, hasta que de pronto arrojó su incendiaria teoría:

      “Guadalupe no está pintada en la tilma de Juan Diego sino en la capa de Santo Tomé y apóstol de este reino. Mil setecientos cincuenta años antes del presente, la imagen de Nuestra señora de Guadalupe ya era muy célebre y adorada por los indios aztecas que eran cristianos, en la cima plana de esta sierra del Tenayuca, donde le erigió templo y la colocó Santo Tomé.”

      Los rostros de los fieles ahí presentes reflejaban sorpresa y preocupación. La cara del arzobispo Haro se tornó roja como un tomate. Fray Servando juraba que en cualquier momento le gritaría “Basta de tanta blasfemia.”

      —El descubrimiento del Calendario Azteca en la Plaza Mayor demuestra que la imagen de la Virgen María fue milagrosamente impresa en la capa del apóstol Santo Tomás, quien predicó el evangelio en el Nuevo Mundo desde hace siglos(2). El apóstol Santo Tomás, conocido como Quetzalcóatl entre los aztecas (Toltecas), estuvo en América aun antes que Cristóbal Colón y evangelizó a los indios desde antes de la conquista. —Fray Servando notó que el virrey y el arzobispo se dijeron algo entre cuchicheos. Sus caras denotaban molestia—. La Virgen de Guadalupe, no es otra más que la diosa Tonantzin del Tepeyac. La virgen de la tilma no es otra más que la virgen morena grabada por ella en la capa de Santo Tomás. Ahí plasmó la reina de cielos su efigie, la cual fue entregada a Juan Diego en 1531, diez años después de la conquista de México.

      El Arzobispo no espero a que Fray Servando terminara su infame sermón. Escuchar que la virgen del Tepeyac no era de Nueva España sino indígena, era un vomitivo para él. El cura se levantó de su silla haciendo un desplante de molestia, y junto con Miguel de la Grúa, abandonaron furiosos el recinto Guadalupano. Fray Servando temió lo peor por su imprudencia.

      El arzobispo, quién sentía escozor por todo lo criollo, le acusó de herejía y blasfemia ante el Santo Oficio, por lo cual fue excomulgado, encarcelado y despojado de sus libros malditos. Como si fuera una maldita coincidencia, el 28 de diciembre, Día de los Inocentes, Fray Servando fue condenado a diez años de exilio en España. Intentó3 apelar su condena, puesto que tanto los cargos como el procedimiento fueron ilegales. Por ser miembro del clero regular no podía ser sentenciado por el obispo de México (clero secular), además de que fue sentenciado sin previo juicio. Tras pasar dos meses en la fortaleza de San Juan de Ulúa, en la que casi muere, el 7 de junio de 1795 embarcó en Veracruz, rumbo a Cádiz.

      El cura se alegró de recibir esta inesperada visita en su nueva casa de San Felipe Torres Mochas. Crisanto Giresse era siempre bienvenido para don Miguel Hidalgo y Costilla. Don Miguel se econtraba sin camisa, empapado en sudor por estar partiendo leña.

      —Ya tenía tiempo que no nos veíamos, padre —gritó Crisanto, extendiendo los brazos para darle un cálido abrazo a su querido amigo.

      —¡Crisanto! Luces como un marquesillo de esos que andan por la capital todo el día lambisconeando al virrey para ver qué le sacan.

      —Yo no tengo nada que sacarle a ese cabrón, padre. Al contrario, él me dejó seco al robarse todo mi patrimonio por ser francés.

      —Sí, lo sé. Esa incautación de bienes a los franceses ha causado un escándalo en la Nueva España.

      —¡Me dan ganas de asesinarlo!

      Hidalgo se puso un sacó para evitar sufrir un enfriamiento. Extendió una copa de vino a su amigo. Los dos se sentaron en el enorme jardín de su propiedad. El olor a árboles frutales enervaba los sentidos. Un candente sol caía pleno sobre el jardín. El cura y Crisanto disfrutaban una fresca sombra bajo un frondoso árbol de aguacates.

      —Quítate esa idea de la cabeza, mozalbete cabrón. Ya de por sí es una victoria que estés vivo y libre. Bien podrías seguir en una mazmorra encerrado hasta pudrirte en vida. El capital ya lo harás de nuevo. Ése va y viene, y tú tienes talento para eso.

      Crisanto se quedó estático al tener enfrente de su rostro a un veloz y amenazante abejorro, semejante a una uva voladora. Después de hacer una tregua pacífica con aquel humano, el insecto continuó su vertiginosa exploración entre los aromáticos guayabos.

      —Ya estoy trabajando en eso, padre. A mí ese carbón no me va a dejar sin nada con los brazos cruzados. Ya me recuperaré poco a poco.

      Hidalgo sabía de las inicuas actividades de Crisanto por la mutua confianza que se tenían. El cura no lo trataba como feligrés, sino como a un amigo. Nunca lo había confesado. Lo mucho que sabía de su amigo era porque él se lo compartía.

      —¿Ya empezaste a desplumar gachupines de nuevo?

      Crisanto soltó una risotada cínica. Su atractivo varonil se acentuaba cuando se encontraba alegre. De su casaca sacó una cajita de finos puros y compartió uno con su amigo.

      —Ahora lo hago pero en grande, padre. Ya no asalto viejecitas saliendo de misa.

      Hidalgo rio por la ocurrencia de su amigo. Con sus dedos tomó un puro para encenderlo.

      —¿Qué golpe grande diste ahora que te ves tan contento?

      —Yo fui el que asaltó la hacienda del conde del Teúl.

      Hidalgo detuvo el viaje del puro a su boca. Sus ojos se agrandaron ante el asombro y temor. El asalto a la hacienda había sido un escándalo en el Bajío. El virrey consternado había jurado atrapar a los culpables de los asesinatos del cortijo.

      —¡Hubo muertos hijo!

      —Tres, padre. ¡Mi cómplice los mató! Ellos tuvieron la culpa. —¿Por qué los mató?

      —A veces no es posible dar un golpe sin ser visto, padre. Cuando uno es reconocido, no se puede dejar vivo al testigo. Al día siguiente te atraparían y te pondrían una soga al cuello. Por eso lo hizo.

      —Qué Dios perdone a tu cómplice y dé descanso eterno a los caídos.

      Crisanto dio una profunda fumada a su puro. Entrecerrando los ojos soltó la humareda, creando caprichosas figuras en el aire. Mirando serenamente al cura, le respondió:

      —Mi cómplice es una mujer, padre.

      —¿Una mujer?

      Hidalgo puso una mano en el hombro de su amigo para comentar:

      —Más aún, Crisanto. Una mujer está para engendrar vida y cuidarla, no para quitarla.

      Crisanto, con gesto abstraído, clavó la mirada al suelo. Sabía que el cura tenía razón y encontraba difícil e incómoda la defensa de su compinche.

      —Procuraré que eso no vuelva a ocurrir, padre. Hablaré con Amparo, y si es preciso la traeré ante usted para que se confiese.

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