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lactante bebió amor de los pezones color tamarindo de su esclava sexual. Manuela, encendida como una posesa de Afrodita, hizo crecer oralmente de nuevo la dureza del cura para poseerlo. Pronto se iría su hombre y sabía que extrañaría estos momentos de pasión con gran nostalgia.

      El viaje de Crisanto Giresse a Paris, para cobrar la herencia del hermano de su padre, coincidió con un terrible hecho histórico que daría mucho que hablar a las generaciones futuras de Francia y el mundo. En la mañana del 21 de enero de 1793, en la Plaza de la Concordia, los curiosos se congregaron para contemplar le ejecución de su amado y también odiado rey, el monarca Luis XVI, quien sería decapitado como un vulgar asesino. Finalizaba así el largo vía crucis de Luis XVI, el último monarca absoluto de Francia, convertido en el ordinario Luis Capeto, un simple ciudadano francés más.

      La polémica decisión de ejecutarlo fue el resultado de una larga querella entre los diputados girondinos, de tendencia moderada, y los más radicales jacobinos, acaudillados por su máximo líder Maximilien Robespierre. En medio de una Europa literalmente confabulada contra ella, la recién estrenada República Francesa experimentó una escalada hacia la radicalización política. Desde la proclamación del nuevo régimen republicano, el 21 de septiembre de 1792, la República había iniciado un camino de sonados triunfos. Meses antes se había desatado la guerra con Austria y Prusia, escamados países inclinados a invadir Francia. La nueva República, lanzando una exitosa ofensiva, pasó de ser un régimen liberador, que prometía igualdad, libertad y fraternidad a los países que la imitaran, a convertirse en una potencia conquistadora. Sin embargo había algo que nublaba el éxito de este vanguardista frente revolucionario: ¿No era una contradicción mantener al antiguo y desacreditado rey en un régimen republicano? La familia real y el papel que esta podría desempeñar en un nuevo país en que se había abolido la monarquía, no encajaba por ningún lado. Su sola presencia dentro de Francia fomentaba las esperanzas contrarrevolucionarias, y ponía en duda la legitimidad del triunfo de la Revolución.

      Justo a las diez de la mañana, el rey llegó a la plaza en un carro escoltado por soldados. Su estampa serena descendió del vehículo. El piquete de soldados que rodeaban la plaza, hacía más solemne el evento. Al mirar el tétrico patíbulo en el centro de la plaza, las piernas le comenzaron a temblar como a un anciano. Una visible mancha de orina ennegreció su ajustado pantalón. Cuando parecía que caería fue sostenido por los soldados que lo acompañaban. Así, con mirada nostálgica perdida entre cientos de cabezas que anhelaban su muerte, el rey comenzó a hablarles. Luis XVI se jugaba su última carta al lanzar un conmovedor mensaje que apenas iniciaba con un “Ruego a Dios que mi sangre no caiga nunca sobre Francia...”, cuando fue ahogado por los tambores marciales del ejército. Sin darle tiempo a más, su cabello fue cortado en la zona donde la cuchilla atravesaría su cuello. Sus manos fuero atadas por la espalda y fue puesto bocabajo en la plancha de madera que se deslizó suavemente hacia el punto donde su cabeza quedó expuesta por un lado y el resto de su cuerpo separado por una tabla de madera que se adaptaba perfectamente al tamaño del cuello. El verdugo volteó a ver al encargado, quien con una mano ordenó que se dejara caer la pesada cuchilla hacia el tierno cuello, aun con las venas y arterias repletas de vida. El viaje del metal fue cosa de un segundo y la cabeza del último rey absoluto de Francia cayó dentro de una canastilla ante el grito de la gente. El verdugo tomó la cabeza con las manos y la mostró triunfante a la gente que lanzaba alaridos de triunfo y algunos de tristeza. Crisanto Giresse, colocado en un sitio cercano, vio claramente como los ojos del rey aun parpadearon por unos segundos. Unos ojos que contemplaban su fin, al verse sin el vital cuerpo que mantenía la testa con vida. Minutos más tarde la cabeza del rey de Francia fue colocada en una pica para que la viera todo mundo con detalle. El contundente y total triunfo de la República quedaba constatado en esa macabra exhibición. Muerto el rey se acabó la monarquía.(1)

      Tras la decapitación del rey, las monarquías de Inglaterra, España, Portugal, los estados italianos y los distintos miembros del Imperio alemán se unieron a Austria en una lucha sin cuartel contra la nueva República del Terror. Mientras tanto, surgía un periodo de sospecha y desconfianza, que terminaría con la horrenda represión de todo sospechoso de contrarrevolucionario, iniciándose así la senda imparable hacia el imperio Napoleónico.

      Crisanto Giresse en su viaje de regreso a la Nueva España hizo un alto de negocios en la Habana, Cuba. El viaje a Francia del afortunado heredero de los Giresse, había sido un éxito. Dentro de un insignificante maletín de cuero viejo, Crisanto viajaba con cientos de monedas de oro. Una fortuna que garantizaba una desahogada vida en la Nueva España. En la cabeza del elegante viajero había un mundo de planes para invertir su dinero. Crisanto sembraría tabaco en la Nueva España y fabricaría puros y cigarros para el ávido mercado del virreinato. La dulce viuda cubana Otilia García, encumbrada tabacalera, le daría el mejor precio para las semillas, y dos encargados, que echarían a andar la siembra en la fértil región veracruzana de Huatusco.

      Otilia gemía de placer, mientras su nuevo socio, Crisanto Giresse, la embestía con la furia de un semental. Ella se encontraba totalmente desnuda, a diferencia de Crisanto que mantenía un calzoncillo con una abertura por la que se asomaba su tumefacto falo. En una de esas, Otilia excitada a lo máximo, se volteó para tomar su hombría con la boca y sin dar tiempo de reaccionar al fogoso amante, la cubana sintió en su mano derecha la presencia de una pequeña y húmeda vulva entre el escroto y el ano del atractivo amante francés.

      Crisanto entrecerró los ojos de placer, al sentir que la cubana hábilmente introducía su dedo índice en su húmeda vagina, mientras seguía succionando su pene como una desquiciada. Otilia era la primera en conocer su secreto: Crisanto contaba con los dos sexos y era capaz de recibir y dar placer por igual a hombres y mujeres. Otilia sería discreta y se convertiría en su incondicional amante en la Habana y en sus viajes a la Nueva España.

      El 10 de marzo de 1792, el padre Hidalgo tomó posesión como cura interino de la vicaría de Colima, la última y más alejada en el poniente del obispado de Michoacán. Su estancia en esa sacristía sería de tan solo ocho meses. Hidalgo(2) se daría a la tarea, encomendada por el obispo de Michoacán, de convencer a los curas y religiosos de las cuatro parroquias de Colima: Santiago de Tecomán, San Francisco de Almoloyan e Ixtlahuacán y la de Hidalgo, de que se opusieran a pasar a formar parte del obispado de Guadalajara, para lo cual se decía, ya había una orden firmada por el Papa. Los padres que había en las cuatro parroquias de Colima tenían algún nexo con el cura Hidalgo, ya que, o habían sido sus compañeros(3) o sus alumnos en el Colegio de San Nicolás. Entre ellos había dos muy estimados por él: el cura de Almoloyan, Francisco Ramírez de Oliva; y el padre José Antonio Díaz, quien fungía como capellán de Colima, y que había sido catedrático en el referido colegio, y su vicerrector también.

      Don Miguel Hidalgo, preso dentro de un entorno desconocido de soledad, pronto volvió a caer en el vicio prohibido que lo perseguiría toda su vida: las mujeres. Apenas llevaba unas semanas en su vicaría, cuando una hermosa mujer casada, con apenas veinte años encima, hizo acto de presencia en su confesionario. La jovencita se quejaba de no amar a su marido y de haber sido obligada a casarse. Hidalgo, preocupado por este singular caso, decidió atenderlo personalmente tras los gruesos muros de su parroquia. La bella Antonia Pérez era la esposa del subdelegado de Colima, don Luis de Gamboa, un cuarentón gordo como manatí, enfundado en elegantes ropas de marqués.

      Un soleado viernes, aprovechando que no había nadie en la parroquia, el audaz cura le hizo el amor a la insaciable mujer de distintos modos posibles, hasta quedar ambos exhaustos, empapados en sudor, sobre un mullido colchón, mirando abrazados hacia la cúpula del salón. El fogoso cura, con el rostro como el de un hombre que había calmado su feroz hambre con un pan, se puso de nuevo su sotana para la misa siguiente. La jovencita vistió otra vez sus discretas ropas para regresar a casa con la comunión en la boca. Su marido adoraba que Toñita fuera tan piadosa: “Nada mejor que una mujer alejada de los pecados de la carne, y la casa de Dios es el mejor sitio para mantener segura a tu mujer”, pensaba el ingenuo don Luis, al beber su espumosos chocolate caliente, al ver a su abnegada mujer prepararle la cena.

      Tres meses después, dos hechos importantes

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