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Estado de Alerta. Sergio Muñoz Riveros
Читать онлайн.Название Estado de Alerta
Год выпуска 0
isbn 9789569981210
Автор произведения Sergio Muñoz Riveros
Жанр Социология
Издательство Bookwire
En ese contexto, el PC de Chile fue decantando la llamada “vía no armada”, perspectiva que calzaba con las libertades y la tradición electoral que existían en Chile. ¿Se trataba solo de una táctica para obtener reconocimiento, y optar luego por la acción directa? Los militantes no lo sentíamos de ese modo. La actividad dentro de la legalidad había ido creando una cierta mentalidad de compromiso con ella y de confrontación con el jacobinismo revolucionario. En varios congresos, el discurso oficial insistía en que las libertades y los derechos de que gozaba el pueblo no eran un regalo de las clases dominantes, sino una conquista de muchas batallas. En una oportunidad, Luis Corvalán, secretario general del PC, fue más lejos y dijo que “la democracia burguesa no es solo burguesa, puesto que tiene también la impronta de las luchas populares”.
Verano de 1964. Bajo la lluvia de Osorno, vamos recorriendo caseríos y pequeños poblados, con una fe inconmovible en la victoria de Salvador Allende, candidato presidencial por tercera vez. Comiendo lo justo, durmiendo donde fuera, tenemos la tarea de formar comités de apoyo y recoger adhesiones en una zona que pronto visitará el candidato. Pequeños actos con canto y baile, y después el mensaje: somos los allendistas y queremos un gobierno del pueblo para terminar con las injusticias.
Hoy tenemos que partir a otro pueblo. Hay que arreglar las mochilas, conseguir transporte, algo de comida, no olvidar la pintura y los folletos. Nos corresponde ir temprano a esperar al candidato al límite de Osorno y Valdivia, y luego acompañarlo a cuatro actos que tendrá durante el día, hasta culminar por la noche con la entrada triunfal en la ciudad de Osorno. El candidato parece haber estado toda su vida en campaña, y no da muestras de cansancio. Vamos en un camión que encabeza la caravana, anunciando con un megáfono que ya se acerca el candidato. Mucha gente sale al camino con banderas, miles de osorninos están en las calles esa noche. Llegamos a la Plaza de Armas y se unen todas las voces: “Allende, Allende, Allende solo Allende”. La emoción colectiva se desborda, y nosotros sentimos que el cansancio puede ser dulce.
Seguir adelante
En 1964 conocimos por primera vez cuán amarga podía ser la derrota. El candidato de la Democracia Cristiana, Eduardo Frei Montalva, apoyado por los partidos Conservador y Liberal, triunfó por mayoría absoluta, con el 56,09% de los votos. Allende obtuvo el 38,93%, y eso, se decía, daba a la izquierda una base sólida para el futuro. Se acrecentó la ilusión de que, en algún momento, llegaría nuestra oportunidad.
En los años siguientes, se estableció una dura disputa con los jóvenes democratacristianos en la universidad respecto de quiénes eran más avanzados en las propuestas de cambio social, quiénes estaban dispuestos a ir más lejos en la lucha contra la pobreza y la injusticia, si los reformistas como ellos o los revolucionarios como nosotros. La voz de los jóvenes conservadores o liberales casi no se escuchaba, o no queríamos escucharla.
Entre los jóvenes de izquierda no estaba en duda que la revolución era mejor que las reformas, que el salto era superior al avance paulatino. El eje de tal razonamiento era que la sociedad tenía fallas estructurales que solo podían corregirse con una operación drástica. Eran los años de la Revolución Cubana, y ello aportaba una oleada de optimismo sobre la posibilidad de hacer cambios en la dirección del socialismo, una palabra en la que bullía el sueño de la justicia por vía rápida. El debate, entonces, se reducía a las formas de la revolución.
Un componente fundamental de la cultura izquierdista era la definición del imperialismo norteamericano como enemigo principal de los pueblos. Había que concentrar allí todos los fuegos, puesto que no podía concebirse un camino de progreso sino a partir del enfrentamiento del poder de EE.UU. en toda la línea, tal como lo indicaba la experiencia cubana. En consecuencia, un programa genuinamente revolucionario debía atacar los intereses norteamericanos.
El discurso de entonces le echaba la culpa de todos o casi todos los males del subdesarrollo latinoamericano a la presencia del capital extranjero en la economía, específicamente la explotación de las materias primas de nuestros países por parte de las empresas norteamericanas. No se reparaba en la otra cara de la medalla, esto es, que las inversiones norteamericanas habían significado también desarrollo económico, puestos de trabajo, progreso tecnológico. ¿Era posible imaginar la vigorosa industria cuprífera surgida en Chile, clave para los ingresos del Estado, sin los capitales y la tecnología que llegaron desde EE.UU.?
Contra el imperio
El punto clave del esquema de análisis de la izquierda latinoamericana era que EE.UU. se había convertido en una potencia colonial que había reemplazado a España y Portugal e impedía que nuestras naciones fueran verdaderamente independientes. Era necesario, por lo tanto, llevar a cabo una lucha semejante a la impulsada en el siglo XIX para poner fin al dominio de los antiguos imperios. El ingreso de capitales era la punta de lanza de EE.UU. para someter a la región.
En realidad, en la política de los gobiernos norteamericanos hacia América Latina había no pocos elementos que podían englobarse dentro de la noción de imperialismo. Abundaban los casos de intervención desembozada -con invasiones de marines y financiamiento de golpes de Estado incluidos-, pero la ideología no dejaba ver las complejidades de una sociedad como la norteamericana, las diferencias entre un gobierno y otro, o la posibilidad de tomar del desarrollo de ese país todo aquello que pudiera favorecer nuestro propio progreso.
Eran los años de la agresión norteamericana a Vietnam, y nuestra generación se sintió profundamente conmovida por ese caso brutal de política imperialista de la mayor potencia del mundo contra un pueblo cuya resistencia estremeció a todos. Por Vietnam, marchamos de Valparaíso a Santiago, efectuamos asedios nada pacíficos a la embajada norteamericana en Santiago y hasta hicimos una campaña en el Instituto Pedagógico para enviar plasma sanguíneo al pueblo vietnamita.
En aquellos días, no faltaban los motivos para que el sentimiento antinorteamericano se convirtiera en programa político. El problema eran las simplificaciones, en particular la incapacidad para entender que nuestras febles economías necesitaban asociarse con una economía de vanguardia como la de EE.UU., y que lo esencial era defender la independencia nacional sin bloquear las posibilidades de desarrollo.
Éramos idólatras del cambio social. Dábamos por descontado que siempre ese cambio sería para mejor. No nos deteníamos a considerar los antecedentes concretos de la evolución histórica de nuestro país. ¿Cómo había llegado Chile a ser un país con universidades de estimable nivel? ¿Cómo podían funcionar empresas que demandaban una alta tecnología, como la minería del cobre, la siderurgia, la industria electrónica? No relacionábamos los datos de la realidad con los esquemas del cambio de estructuras en un sentido anticapitalista. En aquellos años, escuchar a un joven de derecha sostener que la tradición podía ser merecedora de respeto y que, a lo mejor, era conveniente conservar ciertas cosas, era como escuchar a un extraterrestre.
Por los anchos jardines de la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en Macul, veo avanzar a un muchacho movido por la fe. Camina de prisa hacia una reunión. Lleva, como de costumbre, el diario del partido bajo el brazo. Tiene, por cierto, intereses y gustos personales, pero no está en condiciones de darles espacio porque debe atender asuntos urgentes que se relacionan con la suerte de la humanidad. Al lado de eso, tienen poca importancia las clases de literatura española medieval. Lo primero es llevar el paso de la época. A todas luces, ese muchacho no tiene otros planes que dedicarse a la causa en cuerpo y alma.
Cambiar la universidad
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