Скачать книгу

del 73, estoy convencido hoy de que la política no es una especie de guerra, o de preparación para la guerra. Tal convicción es el puente entre la primera y la segunda parte de este texto.

      En varios momentos de los últimos dos años hemos visto crecer el peligro de que se rompan los diques de la legalidad. Ante ello, numerosos políticos se han mostrado dispuestos a sacar ventajas incluso cuando el edificio institucional se agrieta y empiezan a caer trozos de cornisa. Si se desplomara la institucionalidad, probablemente se lavarían las manos.

      Tenemos que aprender de la historia, pero ello exige mirarla de frente. Por desgracia, quienes han llegado a propiciar una “ruptura democrática y constitucional”, se muestran amnésicos respecto de los traumas sufridos por el país. Parecen creer que los espasmos y la fiebre son señales de buena salud y que, enseguida, vendría necesariamente la felicidad del pueblo. Es la inconciencia extrema sobre la posibilidad de que Chile se deslice hacia el desorden y el marasmo, lo que significaría que entrara en una etapa de inestabilidad de la cual le costaría muchos años salir.

      Tenemos que vivir juntos y, por lo tanto, colaborar dentro del único marco de civilización que puede protegernos a todos: las instituciones y los procedimientos de la democracia representativa. Y precisamente respecto de este asunto cardinal se han extendido las confusiones, cuya expresión extrema es el afán refundacional de quienes parecen desear otro país. Allí, puede estar el germen de nuevos desgarramientos.

      Solo podemos promover una política a escala humana, en tiempos humanos. No lo sabemos todo ni lo podemos todo. Más vale estar conscientes de ello, para no ceder a la desesperación absoluta ni dejarnos llevar por la esperanza absoluta. Si queremos mejorar la sociedad, tenemos que actuar según el principio de realidad, que exige tener los pies firmes en la tierra.

      Me declaro “tierrafirmista”, como aconsejaba Nicanor Parra.

      SMR/ septiembre de 2021

      PRIMERA PARTE

       Ardua Libertad

      Hijastros de Lenin

      “Somos los hijos de Lenin

      y a vuestro régimen feroz,

      el comunismo ha de abatir

      con el martillo y con la hoz”.3

      Ingresar a las filas de las Juventudes Comunistas era una especie de bautismo. El acto en que se recibía el carnet de militante era una ceremonia con ciertas resonancias épicas. Allí se decía a los nuevos afiliados que pasaban a formar parte de una falange de combatientes escogidos. En las palabras con las que un dirigente daba la bienvenida a los recién incorporados, había una explícita apelación a la generosidad y al sacrificio. El llamado a la entrega total, sin reparar en los costos personales, resultaba por supuesto impresionante para jóvenes de 16 o 18 años, como era el caso del grupo de estudiantes del que yo formaba parte. Sentíamos que nos estaba reservada una alta misión.

      Han elegido ustedes, se decía a los nuevos militantes, un camino que demanda entrega, y deben estar dispuestos a subordinar los intereses personales a los intereses colectivos. El hecho de compartir una lucha que no cualquiera escogía sentaba las bases de un fuerte sentido de pertenencia y, por ende, del pacto de fraternidad que debía unirnos en todo momento y cualesquiera que fueran las dificultades.

      Ser comunista era ser distinto. No habíamos ingresado a una organización política como las otras. Éramos de otra madera. Incluso sentíamos el recelo de los demás por serlo, pero ello, en lugar de desalentarnos, nos reafirmaba en nuestra opción desafiante. Ser distintos significaba estar preparados para defender tal condición en el círculo más cercano; en primer lugar, la familia. Algunos de mis camaradas de promoción provenían de hogares de tradición comunista, cuyos padres incluso habían sido perseguidos bajo el gobierno de Gabriel González Videla (1946-1952). Mi caso era diferente. Provenía de una familia católica, sin vínculos con partido alguno, y a cuyos miembros la sola mención del comunismo les provocaba el mismo efecto que a la mayoría de la gente: rechazo instintivo. Debí enfrentar, pues, ese rechazo, y recurrir a los mejores argumentos posibles para sostener mi posición, no sin cierta soberbia ante lo que consideraba la incapacidad de mis familiares para acceder a la verdad. La discusión más dura era, ciertamente, la provocada por mi vehemente defensa del ateísmo, que yo consideraba consubstancial a la manera racional de entender el mundo.

      Credo

      El descubrimiento del marxismo fue como un relámpago interior. Parecía que se iluminaban por fin las regiones más profundas de la realidad. Presentado en su versión rusa como la quintaesencia del saber, nos daba la sensación de que observábamos el país y el mundo desde una posición superior. Era una nueva fe, que nos dispusimos a asimilar con fervor y rigor. Había que dejar atrás los viejos conceptos sobre casi todo, e impregnarse de la ideología revolucionaria, aprender a mirar las cosas “desde el punto de vista de clase”.

      El Partido Comunista era el partido de los perseguidos. Venía emergiendo de la clandestinidad en la que permaneció entre 1948 y 1958, como consecuencia de la aplicación de la Ley de Defensa de la Democracia por parte del gobierno de González Videla, y tenía para jóvenes como yo el aura de los que han sufrido por sus ideas. Razonábamos así: si los comunistas son tratados como los primeros cristianos y soportan pruebas tan duras por sus convicciones, deben tener mucha razón.

      ¿Qué nos impulsaba a asociarnos con este partido? El sentimiento de que representaba la posibilidad de terminar con la desigualdad social y construir un orden más justo. Pensábamos que, si Pablo Neruda y otras figuras de la cultura habían optado por el comunismo, debían tener sólidas razones. La lectura del Manifiesto Comunista, de Marx y Engels (1848) me había deslumbrado, y contribuyó a la decisión de convertirme en militante. En sus páginas parecían estar las claves para interpretar los conflictos sociales y darles una solución radical: la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción. ¿Cómo no adherir a un proyecto que proclamaba el objetivo de la igualdad y el fin de las injusticias que veíamos a diario?

      El partido se fue convirtiendo en una figura de autoridad incontrarrestable. De alguna manera, venía a llenar la necesidad que teníamos, después de alejarnos de las creencias religiosas, de contar con un nuevo centro ordenador de lo bueno y lo malo. Para mí, además, venía a ser la representación del padre que no tenía, lo cual me dispuso al acatamiento de sus normas casi sin resistencia. La militancia se fue convirtiendo en una segunda piel, una forma de identidad con la que nos instalábamos en el mundo de una manera que no dejaba espacio a las dudas. Una especie de armadura para enfrentar cualquier batalla.

      Primera prueba militante: salir el domingo a vender por las calles el diario El Siglo, órgano del partido. Tuvimos que dejar a un lado nuestros remilgos para convertirnos en suplementeros por algunas horas. Recorrimos un barrio popular sin saber cómo seríamos acogidos, cada uno con varios diarios bajo el brazo, pero mudos, sin atrevernos a sacar la voz. Un compañero más experimentado nos alentó a imitarlo: “El Siglo, lea El Siglo, el diario de los trabajadores”. Los novatos nos moríamos de vergüenza, pero no queríamos salir derrotados en la primera batalla. Alguna gente nos ponía mala cara, otros nos miraban sorprendidos, pues se notaba que ese no era nuestro oficio. De repente, se nos acercaba algún simpatizante del partido que nos compraba un ejemplar y nos alentaba. Caminamos mucho ese domingo y nos demoramos en vender los diarios. Aguantamos más de un insulto: “¡Váyanse a Rusia!”. Finalmente, cumplimos la tarea. Nos felicitó el instructor.

      Escuela de rigor

      La militancia en las filas comunistas fue moldeando nuestra manera de ser. Por encima de las diferencias individuales, había un cierto modelo de comportamiento que tratábamos de asimilar. Los comunistas, se nos decía, no debemos perder jamás de vista cuál es nuestra responsabilidad histórica (y la historia era como una madrastra que nos tiraba las orejas si no obedecíamos). Teníamos una misión que cumplir, y a eso debía subordinarse todo lo demás: nuestros intereses, gustos, aficiones, etc. Debíamos ser rigurosos y disciplinados, porque allí radicaba

Скачать книгу