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pasajes desconcertantes de la Sagrada Escritura y nos capacita para comprender mejor la obra del Espíritu en el santo.

      «Acercaos a mí, oíd esto: desde el principio no hablé en secreto; desde que eso se hizo, allí estaba yo; y ahora me envió Jehová el Señor, y su Espíritu» (Isaías 48:16). Este notable versículo nos presenta al Señor Jesús hablando de la antigüedad por el espíritu de profecía. Él declara que siempre se había dirigido a la nación de la manera más abierta, desde el momento en que se apareció a Moisés en la zarza ardiente y se llamó a sí mismo: «Yo soy el que soy» (Éxodo 3); y estaba constantemente presente con Israel como su Señor y Libertador. Y ahora el Padre y el Espíritu lo habían enviado para efectuar la liberación espiritual prometida de Su pueblo; enviado en semejanza de carne de pecado, para predicar el Evangelio, cumplir la Ley y hacer una perfecta satisfacción de la justicia Divina para Su iglesia. Aquí, entonces, hay un testimonio glorioso de una Trinidad de Personas en la Deidad: el Hijo de Dios es enviado en naturaleza humana y como Mediador; Jehová el Padre y el Espíritu son los Emisores, y esto es una prueba de la misión, comisión y autoridad de Cristo, que no vino de Él mismo, sino que fue enviado por Dios (Juan 8:42).

      «Porque Jehová creará una cosa nueva sobre la tierra: la mujer rodeará al varón». (Jeremías 31:22). Aquí tenemos uno de los anuncios proféticos de la maravilla de la encarnación Divina, el Verbo eterno hecho carne, un cuerpo y un alma humanos preparados para Él por la intervención milagrosa del Espíritu Santo. Aquí el Profeta insinúa que el poder creador de Dios debía ser puesto adelante bajo el cual una mujer debía rodear a un Hombre. La virgen María, bajo la sombra del poder del Altísimo (Lucas 1:35) concebiría y daría a luz un Niño, sin la ayuda o cooperación del hombre. Isaías llama a esta maravilla trascendente una «señal» (7:14); Jeremías «una cosa nueva sobre la tierra»; el Nuevo Testamento registra: «Estando desposada María su madre con José, antes que se juntasen, se halló que había concebido del Espíritu Santo». (Mateo 1:18).

      «Y el niño crecía y se fortalecía, y se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios era sobre él. Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lucas 2:40, 52). No sólo la humanidad de Cristo fue engendrada sobrenaturalmente por el Espíritu Santo, sino que fue «ungida» por Él (cf. Levítico 2: 1 para el tipo), dotada de todas las gracias espirituales. Todo el progreso en el desarrollo mental y espiritual del Santo Niño, todo Su avance en conocimiento y santidad debe atribuirse al Espíritu. El «progreso», en la naturaleza humana que Él Se humilló a asumir, al lado de Su propia perfección Divina, es bastante compatible, como lo indica claramente Hebreos 2:14, 17. Como George Smeaton ha señalado tan útilmente en su libro, las operaciones del Espíritu «formaron el vínculo entre la deidad de Cristo y la humanidad, impartiendo perpetuamente la plena conciencia de la personalidad y haciéndole consciente interiormente de Su filiación Divina en todo momento».

      Así, el Espíritu, en la encarnación, se convirtió en el gran principio rector de toda la historia terrenal de Cristo, y que, según el orden de funcionamiento que siempre pertenece a la Santísima Trinidad: todo procede del Padre, por el Hijo, y es por el Espíritu Santo. Fue el Espíritu Quien formó la naturaleza humana de Cristo y dirigió todo el tenor de Su vida terrenal. Nada se emprendió excepto por la dirección del Espíritu, nada se habló sino por Su guía, nada se ejecutó sino por Su poder. A menos que esto se mantenga firmemente, corremos grave peligro de confundir las dos naturalezas de Cristo, absorbiendo la una en la otra en lugar de mantenerlas separadas y distintas en nuestros pensamientos. Si Su Deidad hubiera sido absorbida por Su humanidad, entonces el dolor, el temor y la compasión hubieran sido imposibles. El uso correcto de las facultades de Su alma debían su ejercicio al Espíritu Santo que Lo controlaba completamente a Él.

      «Desde el nacimiento hasta el bautismo, el Espíritu dirigió Su desarrollo mental y moral, Lo fortaleció y Lo mantuvo a través de todos los años de preparación y trabajo. Estuvo en el Carpintero tan verdaderamente como en el Mesías, y su trabajo con la madera fue tan perfecto como su sacrificio en la cruz» (Samuel Chadwick). A primera vista, tal afirmación puede parecer una derogación del honor personal del Señor Jesús, pero si percibimos que, según el orden de la Trinidad, el Espíritu ejerce Su poder solo para ejecutar la voluntad del Padre y del Hijo, entonces la aparente dificultad desaparece. Las obras del Espíritu no interfieren con la gloria del Hijo; en lugar de eso, El Espíritu Lo revela de manera más plena; podemos ver entonces que en la obra de redención, las actividades del Espíritu en cuanto a orden, prosiguen a las del Hijo.

      A esto podemos agregar otro extracto de George Smeaton: «Las dos naturalezas de nuestro Señor concurrieron activamente en cada acto mediador. Si asumió la naturaleza humana en el sentido verdadero y propio del término en unión con Su Persona Divina, esa posición debe ser mantenida. La objeción sociniana de que no podría haber más necesidad de la agencia del Espíritu y, de hecho, no hay lugar para ella, si la naturaleza Divina estuvo activa en todo el rango de la mediación de Cristo, tiene la intención de dejar perpleja la cuestión, porque estos hombres niegan la existencia de cualquier naturaleza Divina en la Persona de Cristo. Ese estilo de razonamiento es inútil, porque la pregunta simplemente es: ¿Qué enseñan las Escrituras? ¿Afirman que Cristo fue ungido por el Espíritu (Hechos 10:38)? ¿fue llevado por el Espíritu al desierto por el Espíritu? ¿regresó en el poder del Espíritu para comenzar Su ministerio público? ¿realizó Sus milagros por el Espíritu? ¿dio Él antes de Su ascensión mandamientos por el Espíritu a Sus discípulos a quienes había elegido (Hechos 1:2)?

      «No existe ninguna garantía para nada parecido a la teoría kenótica que lo despoja de los atributos esenciales de Su Deidad y pone Su humanidad en un mero nivel con la de otros hombres. Y existen pocas garantías para negar la obra del Espíritu en la humanidad de Cristo en todo acto mediador que Él realizó en la tierra o en el cielo. La unción del Espíritu debe trazarse en todos Sus dones personales y oficiales. En Cristo coinciden la Persona y el oficio. En Su Persona Divina, Él era la sustancia de todos los oficios para los cuales fue designado, y en éstos Él fue capacitado por el Espíritu para desempeñar. Los oficios no serían nada separados de Él mismo, y no podrían tener coherencia ni validez sin la Persona subyacente».

      Si lo anterior todavía parece derogar la gloria de la Persona de nuestro Señor, lo más probable es que la dificultad se deba a que el objetor no se da cuenta de la realidad de la humanidad del Hijo. El misterio es realmente grande, y nuestra única salvaguardia es adherirnos estrictamente a las diversas declaraciones de las Escrituras al respecto. Tres cosas deben tenerse constantemente en cuenta. Primero, en todas las cosas (excepto el pecado) el Verbo eterno fue «en todo semejante a sus hermanos» (Hebreos 2:17): todas Sus facultades humanas se desarrollaron normalmente a medida que pasaba por la infancia, la niñez y la juventud. Segundo, Su naturaleza Divina no sufrió ningún cambio o modificación cuando se encarnó, sin embargo no se fusionó con Su humanidad, sino que conservó su propia distinción. Tercero, fue «ungido con el Espíritu» (Hechos 10:38), es más, fue el receptor absoluto del Espíritu, derramado sobre Él en tal plenitud, que fue no por medida (Juan 3:34).

      Es muy importante que observemos de cerca cómo cada uno de los Tres Eternos Se ha esforzado notablemente por honrar a las otras Personas Divinas (nosotros tenemos que hacer lo mismo de la misma manera particular). ¡Cuán cuidadoso fue el Padre en guardar debidamente la gloria inefable del Amado de Su seno cuando Se despojó de la insignia visible de Su Deidad, tomando forma de siervo: Su voz se escuchó entonces proclamando: «Este es mi Hijo amado». Cuán constantemente el Hijo encarnado desvió la atención de Sí mismo y la dirigió hacia Aquel que Lo había enviado. De la misma manera, el Espíritu Santo no está aquí para glorificarse a Sí mismo, sino más bien a Aquel de Quien es vicario y Abogado (Juan 16:14). Bendito es entonces señalar cuán celosos han sido el Padre y el Hijo por salvaguardar la gloria y proveer para el honor del Espíritu Santo.

      «Porque si no me fuera, el Consolador no vendría a vosotros» (Juan 16:7); Él no hará estas obras mientras yo esté

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