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en su vida hasta que lo retrataron disparando contra un detenido. Privado del poder que gozaba al frente de la policía y carente de honores oficiales, cayó en depresión, pero siguió luchando. Herido en el frente, sufrió la amputación de una pierna. Finalmente, cuando la guerra terminó en derrota, escapó de Vietnam a bordo de un avión junto a su mujer y sus hijos. Encontró refugio en los Estados Unidos. Y abrió un restaurante en Burke, un pueblo cercano a Washington. Pero la prensa acabó localizándolo, los activistas de organizaciones pacifistas cercaron su local hasta provocar el cierre, recibió incontables amenazas y le propinaron una paliza que lo mantuvo hospitalizado una temporada. El general Nguyen Ngoc Loan pasó la última parte de su vida escondido, huyendo del fantasma del capitán Bay Lop, hasta que en 1998 falleció de cáncer con 67 años. Pero su personaje llevaba mucho tiempo muerto, como explicó Eddie Adams[10], el reportero de Associated Press que lo hizo siniestramente famoso: «Él mató a su prisionero de un tiro y yo lo maté a él con una foto».

      Asesinos (de uniforme) en serie

      Los militares norteamericanos que combatieron en Vietnam cometieron numerosas matanzas contra la población civil. Miles de jóvenes ingenuos quedaron transformados en asesinos por una guerra que destrozó sus vidas, aunque el uniforme militar les garantizase la impunidad de sus crímenes, e incluso un impenetrable silencio cómplice.

      Ante la frecuencia de los desmanes perpetrados por sus efectivos, el Pentágono decidió ignorar y ocultar la mayoría –casi la totalidad– cuando no había testigos que pudieran denunciarlos. Pero no se logró impedir que algunos salieran a la luz, porque el trabajo de los periodistas sobre el terreno aportó evidencias incontestables, con el consiguiente escándalo mundial y la condena de una «retaguardia civil» que rechazaba la implicación estadounidense en el Sudeste asiático. Corresponsales de guerra, fotógrafos de prensa y camarógrafos de televisión demostraron algunas masacres, desmintiendo a los portavoces castrenses que se esforzaban en presentarlas como «acciones bélicas», generalmente «enfrentamientos», o en desmentirlas como «falsedades de la propaganda comunista», cuando no las achacaban a supuestas venganzas del Vietcong contra grupos de campesinos que les habrían negado apoyo. Sus crónicas tuvieron una enorme repercusión, sobre todo en ambientes universitarios e intelectuales, e influyeron decisivamente en la gestión política del conflicto. Después, grandes producciones de Hollywood –que siempre había servido como instrumento propagandístico de los centuriones norteamericanos– recrearon el horror de Vietnam. Ninguna otra guerra se había contado con igual crudeza, ni jamás el cine había reflejado una barbarie tan extrema.

      La operación se prolongó cuatro horas en una orgía de sangre. Aunque nadie respondió al ataque, los soldados del Tío Sam desa­lojaron, registraron e incendiaron todas las chozas; arrojaron granadas contra el ganado; violaron a las mujeres y a las niñas antes de asesinarlas, y mataron a tiros tanto a los ancianos como a los bebés. El mandato de Calley era no dejar supervivientes. Los últimos aldeanos que quedaban fueron conducidos a punta de fusil hasta una acequia para ametrallarlos, pero la llegada de un helicóptero impidió que se consumara su aniquilamiento. La tripulación, al mando del oficial Hugh Thompson, horrorizada por lo que estaba ocurriendo, interrumpió la matanza amenazando con disparar contra Calley y sus hombres, e informó por radio al Estado Mayor.

      El coronel Oran Henderson, que acababa de asumir el mando de la 11.ª Brigada, recabó toda la información posible, habló personalmente con los principales implicados y concluyó que «el ataque a My Lai supuso un importante triunfo militar», ya que causó la muerte de 120 miembros del Vietcong, de los que 90 eran combatientes y 30 civiles. No le importó que dos datos esenciales delatasen la falsedad de ese balance: sólo se habían incautado tres armas ligeras enemigas y las bajas propias se reducían a un herido que se disparó accidentalmente un tiro en un pie. A continuación, tal vez como medida de precaución, ordenó enviar a la Compañía Charlie a patrullar y combatir en la jungla durante 54 días. Un largo periodo de aislamiento que garantizaba el silencio y la digestión de emociones peligrosas. Aunque el Vietcong no tardó en denunciar el horror de My Lai, Henderson refutó las acusaciones calificándolas de «propaganda comunista». En su apoyo, el mismísimo general William Westmoreland, comandante en jefe de las fuerzas en Vietnam, envió un telegrama de felicitación por la victoria. Y el casi siempre riguroso The New York Times validó la mentira oficial, inventando un cuento heroico sobre la destrucción de una mortífera unidad del Vietcong.

      Aunque ningún periodista la hubiera presenciado, la masacre de My Lai acabó saltando a la prensa con su amarga realidad, porque un artillero de helicópteros –que había escuchado la historia de boca de sus compañeros– se sintió incapaz de callar y, cuando se reincorporó a la vida civil, escribió una carta de denuncia al Estado Mayor Conjunto, a los secretarios de Estado y Defensa, y a varios miembros del Congreso. Así, trece meses después, se produjo un sordo revuelo político que desembocó en una investigación militar. Pero el escándalo no estalló hasta noviembre de 1969, cuando el periódico Cleveland Plain Dealer y la revista Life publicaron una serie de imágenes sobrecogedoras, tomadas en My Lai por el fotógrafo castrense Ron Haberlee, que habían permanecido ocultas en los archivos. Entonces las máximas autoridades estadounidenses no tuvieron más remedio que intervenir. El Comando de Investigación Criminal del Ejército exigió la información gráfica existente para incorporarla a un sumario en el que figurarían también los interrogatorios a tres docenas de testigos. Otros 25 militares fueron acusados de estar involucrados en la matanza, pero sólo se juzgó a cinco.

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