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actuó como embajador de la Cruz Roja Americana en Ginebra; perteneció al Consorcio Internacional para la Investigación de los Efectos de la Radiación en la Salud… Incluso visitó Vietnam para promover una investigación conjunta sobre las secuelas del agente naranja e impulsó la asistencia a sus antiguos enemigos de la Fundación para Discapacitados. Tan largo currículum humanitario silenció el hecho de que el almirante Zumwalt no puso coto al sinfín de atrocidades que sus tropas cometían diariamente en Vietnam: torturar, mutilar y ejecutar a los prisioneros, abrir fuego contra la población civil, secuestrar y violar, incendiar aldeas, e incluso mantener comportamientos personales tan macabros como coleccionar orejas humanas. Nun­ca se supo que hubiese adoptado medida alguna para impedir tales crímenes, ni que castigase a quienes los perpetraron. Cerró los ojos ante la barbarie, como todos sus conmilitones del Alto Mando.)

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      La bomba que segaba margaritas

      Poco rentable para la industria armamentística, sólo se fabricaron 225 unidades, pero la poderosa bomba merece un puesto destacado entre todos los ingenios mortíferos creados por la maldad humana, por su «eficacia táctica» pero, sobre todo, por la brutalidad que implicaba. La ojiva contenía 5.700 kilogramos de un potentísimo explosivo formado por nitrato de amonio, polvo de aluminio y poliestireno. Su peso total de 6.800 kilogramos requería aviones con gran capacidad de carga tipo C-130 o helicópteros pesados como el CH-54 Sky Crane. Lanzada siempre desde una altura superior a los 1.800 metros, unos sensores la hacían estallar poco antes de que tocara el suelo para que no produjera un incómodo cráter. La explosión causaba una succión de aire tan fuerte que arrancaba de cuajo toda la vegetación, seguida por una onda expansiva que aniquilaba a cuantos seres vivos encontrara en un radio de 100 a 300 metros, y por un viento abrasador que alcanzaba la velocidad de cien metros por segundo. No causaba heridos, ya que la sobrepresión de 70 kilogramos por centímetro cuadrado que producía reventaba instantáneamente los pulmones de cuantos estuviesen a su alcance.

      Las cortadoras de margaritas descansaron en los arsenales yanquis hasta la primera Guerra del Golfo en 1991, cuando se echó mano de once unidades en cinco misiones nocturnas. Volvieron a aparecer en Afganistán, en noviembre y diciembre de 2001, especialmente durante los combates de Tora Bora. Y finalmente fueron retiradas del catálogo castrense en 2008, para ser reemplazadas por una versión más perfeccionada: la GBU-43 B MOAB. La última unidad no llegó a ser desmontada. El Escuadrón de Operaciones Especiales de Duke Field, perteneciente al Ala de Opera­ciones Especiales 919, pasó un buen rato dejándola caer sobre un campo de maniobras el 15 de julio de 2008. La fauna y la flora del estado de Utah fueron sus últimas víctimas.

      La represión olvidada

      El cine y la televisión nos han mostrado profusamente las atrocidades de las Fuerzas Armadas norteamericanas en la guerra de Vietnam. Los documentales repiten una y otra vez las imágenes del horror: bombardeos con napalm, aldeas arrasadas, desplazamientos masivos de población, combates en la jungla, rostros aterrorizados… Los artículos y libros de Historia insisten en la publicación de datos tan conocidos como imposibles de asimilar: las cifras de muertos, de mutilados, de huérfanos; la cantidad de toneladas de explosivos y munición empleados; la evaluación de daños materiales… La crueldad derrochada se cuantifica a partir de las acciones bélicas y los daños sufridos por la población civil de los territorios en disputa. Pero los crímenes políticos cometidos en la retaguardia suelen quedar en el olvido, opacados por la apabullante magnitud de la barbarie militar en los frentes de combate.

      En su «empeño por defender la libertad», los Estados Unidos impulsaron en Vietnam del Sur un régimen autoritario que ejerció una represión implacable al amparo de un aparato legislativo de difícil parangón, y que también causó centenares de miles de víctimas. La ausencia de los derechos más elementales, el atropello de las garantías básicas de la democracia y la burla de las mínimas normas de convivencia civil quedaron reflejados en unas leyes dictadas a la medida de los centuriones que afirmaban luchar contra la opresión comunista. Y sirvieron para que los crímenes de guerra cometidos en los frentes de combate se correspondieran en la retaguardia con una estructura policial de idéntica naturaleza, cerrando el último círculo de los infiernos vietnamitas.

      En ese absurdo marco jurídico actuaban de modo implacable numerosos organismos policiales, desarrollados e incrementados a lo largo de la guerra. El Gobierno de Saigón utilizaba cuatro instrumentos principales en el ámbito civil y uno en el castrense:

      • La Policía Nacional, dependiente del Ministerio del Interior, que se encargaba de mantener el orden público, impedir reivindicaciones sociales y perseguir a los desertores. Pasó de contar con 16.000 hombres en 1963 a 90.000 en 1971, llegando a superar los 145.000 efectivos antes de la retirada nor­teamericana.

      • La Policía Especial (Nacional Police Field Force), dotada con 20.000 agentes, era una derivación de la anterior. Entrenada

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