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quién, decidió enviarme con la Chata, una vieja curandera del pueblo, y que también era nuestro familiar de lejos, la cual se colocaba un paliacate en la cabeza a la hora de iniciar la limpia, y después de restregarme con yerbas malolientes todo el cuerpo, hacía un buche de aguardiente que me escupía a la cara gritando: «¡Vente, Edgar, no te quedes! ¡Vente, Edgar, no te quedes!». Ignoro en dónde me estaba quedando… Pero, en todo caso, este tipo de espanto de la ciudad era muy diferente al espanto del pueblo. El espanto de la ciudad, en nuestra experiencia, puede inferirse claramente de la angustia interna que ocasionaron en nosotros, sus hijos, nuestros padres a través de sus muchos conflictos internos que ellos manifestaban exteriormente a base de peleas y precariedades económicas. El espanto del pueblo, por su parte, puede entenderse como un terror metafísico y psíquico, producto de creencias infantiles, pero realmente tangibles, en fantasmas, aparecidos, muertos y presencias inmateriales, pero malignas, que acechaban a los niños pequeños. Además, la casa-ferretería y la casa-galera tenían la ventaja de ser espacios abiertos en donde las «habitaciones» eran continuas, no habiendo paredes ni muros ni nada que las dividiera, y podíamos sentirnos seguros al vernos acompañados por las noches de nuestra madre, de algún modo siempre a nuestro lado. Pero la casa normal significó algo de lo cual yo no estaba acostumbrado ni mucho menos preparado: habitaciones separadas: una para mi madre, otra para mis hermanas, y otra para mi hermano y para mí. Y el compartir cuarto con mi hermano era como dormir con una piedra o con un ladrillo. Dormíamos en literas, pues nuestro cuarto era increíblemente reducido. Mi hermano arriba y yo abajo. Nuestro cuarto daba a un pequeño patio, y el patio a La planilla, que era una especie de explanada básicamente de concreto en la que solíamos jugar horas enteras por la tarde hasta que oscurecía, y en donde contaban los otros niños que se dejaba ver en las noches el charro negro y se oía el escalofriante lamento de la llorona. Además, había una capillita en miniatura en una de las esquinas, debajo de un aguacatal, en el sitio en que se aseguraba habían matado hacía muchos años de un disparo a un hombre. Estas cosas me atormentaban por la noche. E igual o en mayor grado me inquietaba el recuerdo de los cuentos de miedo contados casi todas las noches antes de irnos a la cama por los viejos Siria y Honorio, que se decía que eran hermanos pero que vivían juntos en un cuartito de piedra, barro y piso de tierra, casi enfrente de nuestra casa. Al oscurecer, un grupo de niños nos reuníamos alrededor del cuartito, sentados al borde de la banqueta; del alero del techo de teja se sostenía un foco encendido que irradiaba una pálida luz, dando a las figuras escuálidas de los viejos hermanos apariencias realmente cadavéricas. Costaba trabajo adivinar quién era más grande que el otro, pero tanto Honorio como Siria debían rondar los setenta años. Sin embargo, no parecían seres siniestros, sino dos ancianos apacibles que gustaban de contar cuentos de espantos y aparecidos afuera de su cuartito, sentados cada uno en un banquito de madera. Honorio era un hombrecillo alto y muy delgado, más bien lampiño, con una rala barba de candado. Siempre llevaba sombrero de palma y vestía camisas holgadas, raídas y de tonos claros. Usaba unos zapatos desgastados, sin calcetines, debajo de los pantalones zancones. Siria era casi tan alta y flaca como su hermano; su cabello era completamente blanco, recogido en un desmadejado chongo con pasadores. Su rostro era igual de inexpresivo y como derretido que el de su hermano. Vestía largos y deslucidos vestidos que le llegaban a la pantorrilla. Hablaban en voz muy baja, susurrante, sin ninguna entonación en especial, turnándose la palabra entre una y otra historia sobre hombres de carne y hueso que se encontraban inesperadamente en una noche cualquiera con un espíritu de ultratumba. Como era de esperarse, al momento de contarlas, a pesar de que creíamos en el más mínimo detalle que nos narraban, no provocaban en nosotros ningún temor exagerado, además de que nunca faltaba aquel que se quisiera hacer el valiente. Pero en mi habitación todo era distinto. Después de cenar, bañarse e irse a la cama, y en la total oscuridad, el efecto de las extrañas historias de Siria y Honorio cobraban otra dimensión, una dimensión a la vez irreal pero aterradoramente cierta, escalofriante y abarcadora. Entonces creía distinguir una sombra en el patio a través de la ventana, oír un lamento prolongado, escuchar una siniestra respiración que no podría ser la de mi hermano… Esto me acobardaba y me martirizaba todas las noches. Rogaba al cielo que amaneciera y me prometía que jamás volvería a escuchar las lúgubres historias de Siria y Honorio, lo que sabía de antemano que era imposible de cumplir, pues poseían, y estaba totalmente convencido de ello, un extraordinario influjo en mi persona. Para colmo de males, la casa-galera, antes de convertirse en la casa normal, había sido en otro tiempo panadería. Mi abuelo fue panadero muchos años en su juventud y justo donde vivíamos había estado su panadería. Y se tenía la creencia en los pueblos, ignoro el motivo de esa creencia, pero algo tenía que ver con la sal y la harina con que se elaboraba el pan y eran regadas de manera involuntaria al suelo, que en las panaderías era muy común que espantaran. Recordar esto me causaba verdaderos estragos en las noches. Y me venía entonces a la cabeza aquel relato que contaba mi madre, cuando una vez estando mi abuelo y los demás panaderos a su cargo en la panadería, muy temprano en la madrugada, pero todavía de noche y completamente oscuro, pues se levantaban a esas horas a trabajar, unos panaderos le preguntaron a mi abuelo si sabía de quién podía ser un cerdo enorme y feo que de seguro se había escapado de su cochinero y andaba suelto por la calle principal del pueblo arrastrando unas cadenas. Mi abuelo, inalterable, amasando la masa para preparar el pan del día, respondió de lo más tranquilo: «Es el diablo, pendejos». Entonces me parecía advertir un ruido de cadenas arrastrándose por la calle enfrente de la casa, a pesar de que nuestro cuarto era el que quedaba al fondo. Imaginaba a ese cerdo feo y enorme con cara de diablo que se paseaba pesadamente todas las noches…

      3

      Mi abuelo siempre me pareció una especie de roca. Más por su complexión que por su carácter. Robusto, no muy alto, y parco, aunque no propiamente frío, en su trato con nosotros. Era el clásico hombre de campo, de sombrero de palma y los pantalones subidos muy arriba del vientre abultado. Del abuelo en realidad recuerdo pocas cosas: nos daba siempre nuestro domingo, por ejemplo; decía mi madre que en el baúl que conservaba en su cuarto, un gran baúl de cedro, guardaba su dinerito, pero al referirse a su dinerito, uno podía imaginar que era mucho dinero. Mi abuelo era propietario de enormes fincas de café. Y se llevaba a los cortadores de café a La barranca en su vieja camioneta Chévrolet. Y tenía una alacena especial en la cocina de su casa repleta de cajitas y frascos de medicina. Y no hacía otra cosa que cuidar de sus fincas de café y trasladar cortadores de aquí para allá y darles su raya cada sábado en la época de cosecha. Operación que, por lo demás, me agradaba mucho presenciar: mi abuelo colocaba una mesita en el centro de una suerte de recibidor que lindaba con la parte principal de su casa. Allí se sentaba con sus libros, unos libros pequeños, escolares, que me hacían mucha gracia verlos en sus grandes manos callosas, en los que apuntaba los nombres y la cantidad de corte a lo largo de la semana de cada uno de los arribeños, como se les llamaba a los cortadores. Los arribeños vivían de manera temporal, durante el tiempo que duraba la cosecha, en unos cuartos de tierra, piedra y teja, llenos de hollín, que se ubicaban alrededor de La planilla, atrás de la casa-galera, luego casa normal. Los cortadores: hombres, mujeres, ancianos, jóvenes casi niños, formaban una fila en la entrada del recibidor y pasaban uno por uno a recibir su paga. Mi abuelo pedía el nombre, aunque a la mayoría, sobre todo a los adultos, los conocía muy bien, y de este modo con su dedo índice buscaba en sus pequeños cuadernos escolares la cantidad de kilos por día y la suma total de la semana de corte de café y el consiguiente pago que a cada arribeño le correspondía. Mi abuelo era muy organizado en este sentido. En la mesita tenía preparados varios montoncitos de morralla; había también sobre la mesa, además de los cuadernitos, un modesto cofrecito de madera del que extraía billetes de distintas nominaciones, el cual abría y cerraba diligentemente cada vez que tomaba el dinero. Los arribeños acostumbraban bromear y empujarse mientras hacían fila y esperaban su turno. Como era natural, había siempre los que cortaban más kilos y quienes, en consecuencias, obtenían mejor paga. Estos mejores cortadores eran un tanto arrogantes y el mejor cortador de la semana solía fanfarronear ante los otros. Siempre eran los mismos, dos o tres, los mejores cortadores. Los arribeños eran en general muy reservados con nosotros, los nietos del patrón, y muy raramente interactuábamos, aunque había

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