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a trabajar: “¡Oye, flojo culiao! Hoy levántate temprano y da de comer a Johanna”. Salió al patio y contempló el sol iluminando las hojas del parrón. A pies descalzos, caminó hacia la casa de su hermano y vio a una de sus vecinas dándole de comer a Johanna.

      ―Teo me llamó hace poquito ―dijo la señora―. Me pidió que le diera de comer a su esposa. Usted vaya a acostarse y siga durmiendo.

      Johanna le pidió un abrazo al pintor. El pintor se lo dio y volvió a acostarse.

      Esa tarde sucedió nuevamente; Vicente vio a la chica del sombrero entrar a un recinto religioso, una Casa de Dios. Sin que nadie lo viera, saltó la reja del lugar y caminó, con sus hojas a cuestas, por un parque pequeño, imitación del Edén, con arbustos, plantas y una cancha de fútbol al medio. De pronto escuchó a señoras y hombres conversando, a niños tranquilos y adolescentes. Ellos afeitados, ellas peinadas. Pureza. Buenas costumbres. Sonrisas permanentes. Abrazos. La chica del sombrero, en absoluta seriedad, se encontraba incómoda detrás de su madre, la que estaba detrás de su esposo, quien tenía la camisa planchada y una corbata que le aumentaba la papada. “Anda a ver a los niños ―dijo un hombre a su mujer―. Ve antes que se ensucien”. La señora pegó un trote pequeño. “No se manchen, por favor, que su papá los va a retar”. Vicente se posicionó detrás de una pared blanca, amarilla en aquella ocasión debido al sol anémico de las seis de la tarde. Miraba. Tal como si fuese una pistola, sacó un lápiz de su bolsillo y dibujó a la mujer del sombrero. Estaba ensimismado haciendo la forma de sus labios, la extraña figura de su boca. No sabía muy bien cómo era su rostro porque nunca había escuchado su voz, y Vicente tenía claro que eso le otorgaba la forma definitiva. Un hombre, de pronto, le pidió que se retirara del lugar:

      ―Supongo que don Luis lo dejó pasar. Pero creo que se equivocó. Le pido cordialmente que se retire, mi buen señor.

      Vicente, antes de irse, se acercó a Ana Belén y le entregó una hoja arrugada. La chica se sacó el sombrero, abrió el papel y lo cerró de inmediato.

      ***

      La reunión de la Congregación se extendió más de lo normal ya que los ancianos jefes informaron modificaciones en las leyes que rigen a la Casa de Dios.

      ―El Cuerpo Gobernante de Nueva York nos envió este comunicado el día de ayer ―dijo desde un podio uno de los ancianos.

      La chica del sombrero estaba ahogada y sonriente, sentada en la reunión, oyendo con atención las palabras del hombre.

      ―La falta de humildad es un pecado terrible. Cuestionar la verdad de Dios es tan ingenuo como poner en duda la existencia del sol. La literatura de la Congregación tiene la verdad escrita, y entregada a los hombres que serán parte del paraíso luego del apocalipsis inminente. No solo Dios está allá afuera ―apuntó a las ventanas del salón―, Satanás ronda por las calles. Es un seductor de mentes que ataca a los que olvidan la humildad, los que creen en teorías absurdas, y los engreídos que buscan la verdad sabiéndose elegidos y superiores. La bendición hacia los ciervos será eterna, la felicidad será eterna y haremos el bien por los siglos de los siglos.

      La chica del sombrero sintió el estómago avinagrado. Sonrió a su madre y tomó la mano de su hermana Valentina. Estaba desesperada por ducharse, sentir el agua empapar su cabello y su cuerpo. Por algún extraño motivo, la mujer solía bañarse hasta ocho veces al día, refregándose, en cada ocasión, como si tuviera mugre acumulada de hacía meses. Al salir de la reunión, Ana Belén y su familia fueron a la casa. Tomaron once todos juntos, con la tele apagada y sin hablar. Luego, cuando Valentina finalmente terminó de comer, se levantaron de la mesa. La chica del sombrero se encerró en el baño y se duchó hasta que su madre apagó el calefón. “¡Tanto rato con el agua dada!” ―gritó la señora antes de apagarlo―. Ana Belén salió de la ducha y se secó sin mirarse al espejo. Entró a su habitación, se vistió y salió de la casa. “Vuelvo enseguida” ―dijo―. Caminó muy apurada hacia la amasandería de la esquina y sin saludar al dueño, preguntó:

      ―¿Tiene delicias de frambuesa?

      El hombre contestó asintiendo con la cabeza.

      ―¿Cuántas le quedan?

      ―Muchas.

      ―Pero ¿cuántas?

      El dueño, con desdén, comenzó a contar las delicias de frambuesa que tenía dentro de una canasta.

      ―Me quedan veintiséis.

      ―Las quiero todas ―dijo Ana Belén mientras ponía un alto de monedas sobre el mesón.

      El hombre echó las delicias dentro de una bolsa. La mujer le agradeció sonriendo y salió del lugar. Se sentó en un paradero de la avenida Gabriela Poniente y escondió su compra; algunas dentro de sus sostenes, otras de sus calzones, en sus zapatos, en los calcetines, y también, en los bolsillos de su pantalón. Volvió a caminar, y rápido. Al entrar al pasaje donde vivía, escuchó la voz de su vecina de al frente, quien oía y cantaba, a todo pulmón, una canción de Alex & Fido, en conjunto con Arcángel y De la Ghetto:

      Ella es un camuflaje.

      Usa su disfraz

      pa´ esconder lo que en verdad

      no conocen de ella.

      Ana Belén ingresó a su casa y subió las escaleras para encerrarse en su pieza. Tiró las delicias de frambuesa a la cama y las comió una por una. Quiso leer los textos que debía aprenderse para el día siguiente. Cursaba el primer año de Administración de Empresas o Ingeniería en Administración de Empresas, como decía su padre, quien le ordenó que estudiara eso, pues un profesor de la facultad, amigo del hombre y miembro de la Congregación, le había dicho que era una gran carrera. “Luego, la Anita podrá ayudarte con tus negocios”, insinuó el profesor al padre. La chica del sombrero se sentó en su escritorio a estudiar, pero no pudo. Tenía la piel del estómago estirada al máximo y un malestar general. Metió los dedos en su garganta para vomitar. Manchó la alfombra, parte de su escritorio y su cabello. Sintió los dejos dulces y vinagrosos de las delicias de frambuesa. No quiso limpiar, estaba exhausta para hacerlo. Al anochecer, con el vómito seco en su pelo, abrió uno de los tantos cuadernos donde anotaba sus estudios sobre mecánica cuántica. Le gustaba releer lo que escribía una y otra vez.

      ―La mujer que vuela ―leyó en voz baja―. En toda la historia de la humanidad nadie nunca ha tocado nada. Yo no te he tocado a ti y tú no me has tocado a mí. Lo que sentimos al tocar algo o a alguien, es simplemente la fuerza electromagnética de los electrones que se repelen entre sí. En palabras simples, los átomos de tu piel se repelen con los átomos de mi piel; ese rechazo es lo que se siente al tacto. Y, tal como tú y yo jamás nos hemos tocado, gracias a Dios, tampoco nadie lo ha hecho con el suelo. La gente, de todo el mundo, en todos los países, está flotando.

      Ana Belén se levantó del escritorio y cerró los ojos. Los mantuvo así hasta que su padre entró en la habitación.

      ―¿Qué haces? ―preguntó el hombre.

      ―Nada.

      El padre se acercó y le acarició la oreja. Metió su dedo índice bien adentro del pabellón y le besó el hombro.

      ―Buenas noches, hija ―susurró.

      ―Buenas noches.

      La mujer, antes de dormir, volvió a leer sus escritos.

      ***

      Vicente Vargas González, Felipe Aliaga y el vendedor de arroz inflado jugaban una partida de pool. Eran las doce de la noche y Johanna dormía plácida en su silla de ruedas. El vendedor era mejor con el taco que el pintor. “Y eso que no tengo sinestesia”, recalcaba el viejo cada vez que hacía una jugada de antología.

      Turco, el dueño del local ―al igual que su padre y el padre de su padre―, ese día confesó con vergüenza

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