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“al que anduvo en la mar”.

      Felipe cantó tres canciones y dio el aprendido discurso para la petición de monedas. Llenó su bolsillo derecho y parte del izquierdo. Luego, él y Vicente se sentaron a leer todos los versos sueltos y poemas que el cantante tenía en su cuaderno.

      ―Tenemos que elegir uno de estos para que lo cantes en el casting ―dijo el pintor.

      Escogieron una historia de amor, una ardiente y mojada, que explicaba la razón del sol para ponerse todas las tardes en el océano.

      ―Lo que pasa ―contó Felipe Aliaga― es que el sol y el mar se enamoraron del único ser humano que por ese entonces vivía en la tierra. No sé si era mujer u hombre. Imagínalo como quieras. El sol, con sus rayos, lo buscaba de día, y por las noches reflejaba su luz en la luna para continuar la búsqueda. El mar, por otro lado, estiraba su cuerpo para intentar alcanzarlo. Durante siglos ninguno tuvo éxito, hasta que el mar, en un acto de desesperado egoísmo, alzó sus olas, una tras otra, y se llevó al ser humano. El sol quedó devastado, y desde entonces, baja al mar todas las tardes para recuperar a su amor extraviado. Como verás, todavía no tiene éxito.

      Vicente guardó silencio por un rato y dijo después:

      ―Canta eso.

      Bajaron del metro y caminaron. Santiago estaba atestado de gente, acalorado y movido. A lo lejos se veía a un grupo de haitianos, vendedores ambulantes de calzado, salchipapas, anticuchos y una gama de chucherías compradas al por mayor en el barrio Meiggs, que estaban siendo perseguidos por Carabineros de Chile. Una docena de cabos, con chalecos antibalas y sus alforjas bien cuidadas, corrían detrás de negros armados con un par de piernas de metro y medio.

      En el trayecto, a pesar de que los vendedores acarreaban con fuerza toda la mercancía dentro de las mismas mantas que ponían en el suelo, siempre algo se caía. Aquella vez, una cejilla de guitarra cayó en los pies de Felipe Aliaga.

      ―Recógelo ―dijo el pintor―, es una señal.

      ―Haber visto la cara del vendedor es señal de que debo devolverlo ―respondió Felipe.

      ―No estabas seguro si traer tu pequeño piano o la guitarra. Esto afirma que escogiste bien. Quédatelo.

      El cantante, a regañadientes, guardó la cejilla en su mochila y dijo:

      ―Vamos por un sombrero, quiero uno al momento de cantar.

      ―Es la quinta vez que me repites lo mismo, que quieres un puto sombrero ―se quejó el artista.

      ―Estoy nervioso, perdón.

      Caminaron por el barrio Meiggs en busca del sombrero más barato y desechable. Las calles olían a comida, plástico y gritos. Vicente contempló nuevos colores en el aire, su aroma le pareció bellamente ahogante. Las vitrinas estaban rebalsadas de productos, algunos empolvados y obsoletos, otros reposaban con la fama de ser el último invento de un chino, en un taller chino, en China.

      ―Ahí hay sombreros ―indicó el pintor.

      Felipe escogió rápidamente uno y lo pagó con un atado de monedas que tenía envueltas en papel de cuaderno.

      ―¿Te gustaría ser un cantante famoso? ―preguntó Vicente y esquivó a un grupo de gente que peloteaba las últimas calzas y poleras vendidas al por mayor.

      ―Sí, me gustaría.

      Cruzaron trotando la calle.

      ―Si llegas a ser famoso, ¿qué es lo primero que harías?

      Felipe meditó por un segundo y contestó:

      ―Si por éxito te refieres a ser un cristiano de buena billetera, lo primero que haría sería recuperar las botas vaqueras de mi papá. Él amaba esas botas, pero tuvo que venderlas cuando no teníamos para comer. Le prometí que las recuperaría, murió y todavía no lo hago. Las vendió a un hombre viejo, un vecino que no se las pone, y solo las tiene de adorno en su living. Son botas mexicanas, unas Siete Leguas, como el nombre del caballo de Pancho Villa. Felipe carraspeó y cantó despacio una tonada de Antonio Aguilar:

      ―Siete Leguas el caballo que Villa más estimaba… Cuando oía pitar los trenes, se paraba y relinchaba. Si tengo el suficiente dinero, las compraré. Haré una oferta que no podrá rehusar, como dice Vito Corleone. Le he hecho algunas ridículas ofertas y, obviamente, ni siquiera ha pensado en darme un sí como respuesta el viejo bastardo.

      Llegaron a la dirección donde se realizaría el casting. Felipe y Vicente se dieron cuenta de que debieron haber llegado más temprano.

      ―Está lleno de gente ―dijo el pintor.

      Todos hablaban, ensayaban y daban consejos: Trágate la miel, hijo, trágatela toda. / Recuerda, Martincito, si te dejan fuera, no llores. / Respira profundo, mamá. Eso. Profundo. / ¡Papá, tu traje mexicano te queda muy apretado! No se te vaya a salir un peo. / Afina bien la guitarra antes de entrar. Ay, si tu abuelito estuviera aquí. / ¿Te comiste el chocolate? ¿Pero te lo comiste todo? En la casa hay hormigas, espero que no lo hayas dejado abierto por ahí.

      Dos horas estuvieron esperando en una fila, masticando chicle y bebiendo agua mineral. Cuando Felipe entró al casting, Vicente lo golpeó en la espalda y le dijo:

      ―Canta como si estuvieras en Santa María, con el mismo ardor y pasión.

      El cantante cerró un ojo a su amigo e ingresó. Se quedó de pie, duro y vertical como un chuzo, frente a una cámara y cinco jueces que miraban con desafiante desdén.

      ―Buenas tardes. Nombre completo ―dijo uno de ellos.

      ―Felipe Aliaga.

      ―Nombre completo, hijo ―reiteró el juez.

      ―Felipe Aliaga Contreras.

      ―¿No tiene segundo nombre?

      ―Sí, pero no me gusta.

      ―Nombre completo, por favor.

      Felipe agachó la cabeza y miró su guitarra. Contestó, avergonzado:

      ―Felipe Pasian-Abdon Aliaga Contreras.

      El jurado anotó el nombre y muchas otras cosas, ¿qué escribirían? Sepa Dios, sepa el diablo.

      ―¿De qué cantante es la canción que va a interpretar hoy, señor Pasian-Abdon? ―se burló el juez.

      ―Es de mi autoría.

      ―¿De su autoría?

      ―Sí.

      ―Muy bien, señor Pasian. ¿Necesita alguna silla?

      ―No, no necesito nada. Solo cantar.

      ―Entonces, comience. Tienes dos minutos.

      El muchacho tomó la guitarra y la puso contra su pecho. Vicente miraba a través de un pequeño vidrio que tenía la puerta de ingreso. Desde allí pudo vislumbrar cómo un amarillo girasol invadió el aire, las paredes y el aura de los jueces cuando el cantante desató, con sus yemas, la primera nota musical. Felipe cantó toda la historia de la triada amatoria: el sol, el mar y el ser. El batallar de los dos primeros y el dejarse querer del tercero. Los jueces anotaban atónitos mientras oían aquella voz inverosímil narrar el quemante desamor. Una historia que, en su estrofa final, se preguntaba, como si el poema saboteara los versos anteriores, si alguien había pensado en lo que anhelaba el ser humano en disputa; si amaba el calor, el agua, o a ninguno de los dos. Destacó el coro a capela para que nada opacara su voz. Lo cantó tres veces, y en todas ellas, el jurado abrió los ojos de par en par. Vicente recordó a la chica del sombrero. Los colores que irradiaron los evaluadores aquella tarde fueron los mismos de Ana Belén cuando vio el dibujo que él le obsequió; tintes de impresión pura que no sabía de dónde venían, ya que jamás había dejado aroma alguno en el mundo. El presidente del jurado, a pesar de haber quedado aturdido ante tal presentación, le dijo a Felipe Aliaga, con detestable normalidad:

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