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Cartagena luego de que su padre cayera en la cárcel hacía siete años cuando la Policía de Investigaciones hizo un allanamiento en la población El Castillo. La organización criminal que lideraba el padre, el conocido brisquero Santiago Cartagena, sobrevivía siempre a las “mexicanas” e incautaciones que impartía la policía. A pesar de que la familia acostumbraba a renacer entre las cenizas, las veces que fuera necesario, el advenimiento de Ernesto como indiscutible líder del clan, provocó ciertos cambios. “Hay que subir para no bajar jamás”, decía.

      En un principio, Santiago Cartagena se abastecía con un pez gordo de la región de Valparaíso, un porteño que traía toneladas de droga desde Bolivia, transportándola por pasos fronterizos no habilitados en el norte de Chile. Ernesto Cartagena siempre fue la mano derecha de su padre, le tenía una devoción enfermiza a su figura y decisiones, pero todo cambió cuando fue detenido. Ernesto arrancó del país para no ser arrestado. El impulso de su escapada lo llevó a Perú. Allí conoció a Pedro Pablo Fernández, apodado Apóstol Blanco. Trabajó para él y le consiguió una gran cantidad de compradores chilenos que deseaban droga al mayoreo. Cuando su nombre desapareció de entre los más buscados, Ernesto regresó al país. La primera vez que se atrevió a traspasar droga, ya posicionado como la cabeza de su familia, fue a través de burreros peruanos enviados por Apóstol Blanco, que traían consigo veinte kilos de cocaína. Estos se cocinaron en un laboratorio clandestino en la comuna de Puente Alto y se transformaron en el doble de la cantidad original. Fue de ese modo que la histórica familia Cartagena volvió a las andanzas ilícitas. Sin embargo, esa vez fue distinto; Ernesto anhelaba acabar con el monopolio comandado por el capo de Valparaíso, el porteño Alberto Alarcón.

      ―La única manera de exterminarlo ―dijo Ernesto a su tía y su prima―, es asesinarlo en la frontera. No lo mataremos nosotros. Haremos que, para Apóstol Blanco, sea rentable la muerte de ese conchetumare.

      A Ernesto le decían Papi Chino porque el primer negocio que abrió, casi cuatro meses después de la muerte de Alberto Alarcón, fue un minimarket repleto de chucherías asiáticas. Con el tiempo, se convirtió en el dueño de algunas automotoras puentealtinas y hasta de una inmobiliaria.

      El último lugar donde el clan Cartagena ganó respeto fue en el pasaje dos de la población Maipo, su pueblito natal. Un lugar difícil de controlar ya que existía una banda, prácticamente de adolescentes, con potente poder de fuego e importantes contactos en una de las comisarías puentealtinas, que compraba pequeñas cantidades de drogas a un narco boliviano de medio pelo en la ciudad Alto Hospicio. Sin embargo, hacía unos meses que la familia había logrado asentarse de forma definitiva en aquel extenso pasaje. Los Cartagena compraron tres casas pareadas para llevar a cabo su negocio; una la usaban para vender droga, la segunda para esconder los ladrillos de cocaína, y la tercera para cuando Papi Chino Cartagena se quedaba a controlar sus hombres más de cerca. Ninguna casa estaba a su nombre ni al de nadie de su familia. Ernesto era famoso en los lares maipinos por donar premios para los bingos a beneficio, pagar los dividendos y cuentas de la luz de la gente que lo necesitaba, y adornar los pasajes en navidad. Aquellos actos de caridad y compasión no eran exclusivos para ese lugar, sino, un actuar típico en todos los lugares que él controlaba.

      El día del asesinato de su hermano menor, el narcotraficante se encontraba descansando en su casa de Maipo. Sabía que un solitario pistolero de la banda que controlaba con anterioridad el territorio se había aparecido por el lugar cargando una escopeta y gritando a viva voz que asesinaría a Cabeza de Chancho, fiel soldado de la familia Cartagena. Un sargento de la comisaría de la zona fue quien avisó a Ernesto del sujeto. “Es un solo hueón”, pensó. “Lo usaré para que mi hermano entrene su precisión de tiro”. Julio Cartagena, alias El Chinito, titular indiscutido en el Vendaval ―equipo de fútbol de la población―, terminó siendo asesinado por el solitario pistolero. La mayoría de los integrantes de la banda anterior fueron acribillados por la familia Cartagena. Al menos los cabecillas sufrieron aquel destino; fueron agujereados y quemados. El resto de la banda decidió emigrar lejos de Santiago. Solo quedaba aquel descarriado, el hijo del capo antiguo, de quien decían las malas lenguas que padecía de esquizofrenia.

      Cuando Ernesto Cartagena se enteró del fallecimiento de su hermano, lloró toda la tarde en absoluta soledad. Casi a las tres de la madrugada llamó a su gente, a sus soldados de confianza. “Vengan a la casa”. En motos, escúteres y camionetas, llegaron con rapidez. El comedor estaba oscuro. Ernesto estaba sentado en la cabecera de la mesa, presionando un rosario con su mano izquierda y afirmado su revólver Smith & Wesson 32 con la derecha.

      ―Siéntense. Acomódense por ahí.

      La tía de Ernesto, doña Clotilde Cartagena, llegó desde la cocina con vasos y botellas de cerveza.

      ―Suponiendo que todos saben lo que pasó este día ―apuntó Papi Chino―, quiero decirles que de la venganza me encargo yo. Ustedes preocúpense de hacer el funeral más grande y ruidoso que ha visto esta población de mierda. Quiero fuegos artificiales durante cinco noches y también que consigan al pintor del pasaje uno, a ese tal Vicente Vargas, para que haga un mural en las paredes de la cancha, en honor a mi hermano.

      CAPÍTULO V

      Felipe Aliaga se preparaba para cantar en la quinta de recreo Santa María. Eran casi las doce de la noche y tanto Vicente Vargas González como el vendedor de arroz inflado estaban acomodados en la mesa más cercana al escenario. El pintor retrataba a la puta coja que bebía cortos de tequila para envalentonar la piel y salir a trabajar al frío en la calle Eyzaguirre. Tenía la mesa llena de hojas y polvo de carboncillo. Una cerveza desvanecida abrazaba el vendedor de arroz inflado con las palmas de sus manos. Felipe estrenaba una canción inventada por él, escrita desde la melancolía y el juramento que hizo hace años, cuando todavía era un infante: Nunca me dejarán de gustar los juguetes.

      ―La canción que cantaré ahora ―dijo el cantante― se trata de las muertes pequeñas que tenemos en vida, la de la infancia, la de los sueños y, finalmente, la real.

      Felipe escribía poesía desde hacía cinco años. Su primer poema trató de la revolución cósmica que tuvo nuestro sol, de cuando, desde su núcleo, cierta vez, nació consciencia, y decidió emigrar de su propio sistema para conocer el resto del universo. Este acabó, en menos de un segundo, con la humanidad completa, con animales y plantas, y congeló el existir. La inconsciencia y el equilibrio mecánico del cosmos ―decía más o menos el poema― trabajan arduamente para que nosotros vivamos el suspiro de años que nos toca vivir. El muchacho también musicalizó aquellos versos y los enseñó en la quinta Santa María.

      ―Ya que no toco bien ni la guitarra ni el piano, debo, al menos, cantar cosas que valgan la pena ―decía a menudo.

      El administrador de la quinta de recreo, Julio César Infante, contó a Felipe lo que había oído hacía una semana entre las conversaciones perdidas de un tumulto de gente que esperaba que cambiara el semáforo de color:

      ―Habrá un casting masivo en un canal de televisión. Buscan cantantes para un nuevo programa de talentos. No sé qué canal es ni la fecha del casting, pero anda.

      Al día siguiente, Vicente averiguó la fecha con su hermano.

      ―¿Podrías buscarla en internet? ―le preguntó.

      Teobaldo la encontró: jueves quince de noviembre a las 15:30 horas, avenida Pedro Montt # 2665.

      ―¡Es hoy, conchetumare! ―gritó Felipe Aliaga.

      ―No grites, cuida tus cuerdas vocales porque las debes ocupar más rato ―dijo el pintor.

      Ambos muchachos subieron al metro en la estación Plaza de Puente Alto. Vicente compró un sándwich de ave mayo y un té bien cargado. Felipe gastó mil pesos en un handroll con salsa de soya. Cuando estaban dentro del vagón, el cantante sacó su guitarra Gibson, herencia de su abuelo, del estuche, y empezó a cantar. Restregó sus manos en las cuerdas con un estilo imperfecto de flamenco, mientras interpretaba un poema de Antonio Machado, musicalizado por Serrat, La Saeta. Los versos describían al agónico Cristo del pueblo andaluz.

      ―Todas

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