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que el concepto de solidaridad de Rorty puede contribuir a temporalizar el amor al prójimo cristiano en la contingencia histórica de los migrantes irregulares latinoamericanos en la frontera México-Estados Unidos hoy y, con ello, desde una nueva perspectiva, resignificar al menos parte de la metodología de la Teología de las Migraciones presentada por Campese. (14)

      Richard Rorty y la creación de la solidaridad

      En Contingencia, ironía y solidaridad, y en distintas entrevistas entre 1982 y 2001 editadas por Eduardo Mendieta en Cuidar la libertad: entrevistas sobre política y filosofía, Richard Rorty explica que los filósofos tradicionales, asociados con teorías metafísicas, afirman que existe una esencia, un yo nuclear o una naturaleza humana que nos pre-existe a todas las personas de manera atemporal. Estos filósofos sostienen que, al interior de cada uno de nosotros, existe algo común que resuena, o que descubrimos, ante la presencia de otros seres humanos y eso que resuena es lo que señalan como “solidaridad humana”. Rorty, quien se identifica como un ironista liberal, argumenta que tal esencia, tal elemento común como la naturaleza humana, no existe, ya que cada persona está sujeta a su propia contingencia histórica. Nada hay en las personas, manifiesta el autor, aparte de lo que se ha incorporado en ellas a través del proceso de socialización, y esto que se ha incorporado no es otra cosa que su capacidad de emplear el lenguaje y, con ella, la de intercambiar creencias y deseos.

      En la elaboración de su propuesta, Rorty parte de la obligación moral caracterizada por Wilfrid Sellars como we-intentions –o “intenciones-nosotros” en español– según la cual las personas se constituyen en una comunidad en tanto conciben al otro como “uno de nosotros”. Esto es, a pesar de las diferencias que pudiera haber entre las personas (en términos de su procedencia, color de piel, filiación religiosa, etc.), una comunidad se construye como tal cuando sus miembros perciben que sus similitudes, en especial aquellas en torno al dolor y la humillación, son mucho más importantes que esas diferencias. Sólo cuando tal capacidad es desarrollada, puede pensarse en la existencia de un sentimiento de solidaridad entre ellos.

      Esta concepción dista de disminuir los sentimientos de solidaridad entre los seres humanos, sino que nos exhorta a continuar intentando ampliar nuestro sentimiento de “nosotros” tanto como podamos, otorgándole a este “nosotros” un sentido tan concreto e históricamente tan específico como sea posible. En este punto, Rorty sostiene que las descripciones literarias, tales como la novela y la poesía, aunque también otras menos convencionales como las novelas televisivas, por hacernos sensibles al dolor, al sufrimiento y a la humillación de los que no hablan nuestro lenguaje, contribuyen a crear un sentimiento de solidaridad en la sociedad. Finalmente, nos recuerda que, en el proceso de ampliar ese “nosotros”, deberíamos tener en cuenta a los marginados de la historia, ya que tienden a convertirse en personas que instintivamente concebimos como “ellos” y no como “nosotros”.

      Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino y Gioacchino Campese: hacia la elaboración de una teología desde los pueblos crucificados

      A partir de distintas experiencias en América Latina y, en particular en El Salvador, el teólogo y filósofo español naturalizado salvadoreño Ignacio Ellacuría forja la imagen de lo que, por un paralelismo que traza con el Siervo de Yahveh y con Jesucristo, él llama los pueblos crucificados. Ellacuría caracteriza a estos pueblos como aquellas comunidades que, siendo la mayoría de la humanidad, padecen condiciones de opresión, sufrimiento y muerte, y deben tal condición a un orden socio-económico promovido y sostenido por una minoría que ejerce el poder sobre ellos. Él elabora una propuesta teológica que rechaza la visión de sí misma como una que consiste meramente en una reflexión sobre Dios y las verdades de fe. Ellacuría favorece, en cambio, la concepción de una teología que, en diálogo con la filosofía, tenga una profunda seguridad de estar ubicada en el mundo y con la voluntad de dialogar con él.

      Jon Sobrino, teólogo español y colega de Ellacuría, también desde la realidad de El Salvador, reelabora y expande la propuesta de aquél. Propone una metodología teológica desde la cual se pueda reflexionar, analizar y liberar a las comunidades marginadas de América Latina. Según Sobrino, el fenómeno puede ser analizado en cuatro momentos o dimensiones. El momento noético, el primero de todos, propone hacerse cargo de la realidad, esto es, tener un conocimiento amplio y activo de lo que ocurre en la misma, en especial, en lo concerniente a las comunidades marginadas. La dimensión ética propone cargar con la realidad, es decir, hacerse responsable frente a los compromisos y los desafíos que surgen en ella. El tercer momento está representado por el práxico, por el que Sobrino entiende que la teología debe encargarse de la realidad y transformarla para la creación de una sociedad más justa. Por último, la dimensión contemplativa implica un dejarse cargar por la realidad, esto es, dejar que la gracia de Dios, que está presente en la realidad de los pueblos crucificados, nos toque y transforme.

      En Hacia una teología desde la realidad de las migraciones. Método y desafíos, Gioacchino Campese toma estas concepciones y método elaborados por Ellacuría y Sobrino y los aplica a los migrantes irregulares que cruzan la frontera de México a Estados Unidos. Estos migrantes, de hecho, constituyen parte de los pueblos crucificados del mundo y, en consonancia con las cuatro dimensiones ya descriptas, requieren un contacto directo con ellos mismos y su realidad de pobreza y sufrimiento estructural. Estos migrantes interpelan la existencia de una teología que responda a y transforme efectivamente esa realidad histórica desigual.

      En este trabajo, pondré en relación la concepción de Rorty sobre solidaridad en torno a los primeros tres momentos propuestos por estos teólogos. Posiblemente, el último de los momentos, el contemplativo, toque más exclusivamente la fe de cada creyente y, si bien podría considerarse, debido a la extensión aquí requerida, no será considerado en este análisis. A pesar de que la relación entre un aspecto de la filosofía rortyana y la teología pueda resultar impensada, considero que, como discursos coexistentes en esta contingencia histórica, ambos pueden ser puestos en contacto en una redescripción de tal contingencia. Traigo a colación aquí las palabras de Rorty cuando dice que “No se trata de dejarse cegar o no dejarse cegar por la ideología. Se trata de hacer que libretos distintos, proyectos distintos, y descripciones y redescripciones se enfrenten entre sí” (1991:192). Hacia ese camino nos dirigimos.

      Hacia un we-intentions teológico

      Como ya se explicó en el apartado anterior, Sellars sostiene que la construcción de nuestra obligación moral y de las comunidades con las que nos identificamos depende de un we-intentions, o “nosotros-intenciones”. De hecho, esa obligación moral y esas comunidades se constituyen cuando las personas conciben al otro como “uno de nosotros”, lo cual, como explica Rorty, contrasta siempre con un “ellos” que también está constituido por seres humanos.

      Esta noción, desde una perspectiva necesariamente diferente, puede fortalecer los propósitos de una teología de liberación como la propuesta por Campese para los migrantes irregulares. Las tres primeras dimensiones del método que se presentaron anteriormente estaban constituidas por los momentos noético, ético y práxico. Estos momentos llamaban, respectivamente, a hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de la misma transformándola. En los tres casos, el punto de partida es la realidad de sufrimiento, humillación o crucifixión de los migrantes que cruzan la frontera México-Estados Unidos y la interpelación que tal realidad hace al cristiano. Esta interpelación, desde esta corriente teológica hoy, se plantea como un deber atemporal y ahistórico que el creyente debe tener, asumiendo una especie de universalismo moral.

      Sin embargo, sería mucho más persuasivo si esta interpelación partiera, no de este deber moral ahistórico, sino de un we-intentions que se elabore desde el quehacer teológico y desde cada una de las instancias que el mismo involucra. Este punto de partida diferente haría que cada cristiano esté interpelado hacia los migrantes irregulares, no porque son “seres humanos como nosotros”, sino porque son, por ejemplo, “mujeres y hombres latinoamericanos del siglo XXI como nosotros” o “madres y padres cristianos que están dispuestos a dar todo de sí por el bienestar de sus hijos como nosotros”. Con esto, ese creyente sería capaz de actualizar el amor por el prójimo en sujetos históricos que son parte constitutiva de su propia contingencia. Así, a pesar de las diferencias que pudieran haber entre un migrante irregular

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