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su gloria.

      Y los quiciales de las puertas se estremecieron con la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo.

       Entonces dije: ¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos.

       Y voló hacia mí uno de los serafines, teniendo en su mano un carbón encendido, tomado del altar con unas tenazas; y tocando con él sobre mi boca, dijo: He aquí que esto tocó tus labios, y es quitada tu culpa, y limpio tu pecado.

       Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí. (Isaías 6:1-8)

      La visión en la que Dios reveló su gloria, majestad, santidad y gracia, cambió toda la vida y el ministerio de Isaías. El profeta fue llevado a donde todo transmite un sentido de la trascendencia de Dios. El cielo es el lugar donde Dios se encuentra más sumamente exaltado. Allí su ropa llena el templo, y allí está rodeado por serafines, literalmente “los que están ardiendo”, quienes, a pesar de su propia gloria, modestamente evitan su mirada y también cubren sus pies como para protegerse ellos mismos de la mayor gloria de Dios. Estos ángeles ofrecen un crescendo de alabanza y adoración a Dios en la hermosura de su santidad. Sus voces truenan, estremeciendo los postes de las puertas del templo celestial. Para añadir al sentido de la trascendencia, todo el lugar se llena de humo, envolviendo la gloria con misterio.

      Lo que seguramente es más importante es lo que Dios está haciendo. Dios está sentado en su trono real, reinando desde el lugar de la suprema autoridad real sobre cielos y tierra. Como una mayor demostración de su autoridad divina, el trono mismo es exaltado, es alto y elevado. Lo que Isaías vio, por consiguiente, es una visión de la soberanía de Dios. El Dios entronizado en el cielo es el Dios que gobierna. Desde Su trono Él dicta sus decretos reales, incluyendo Su soberano decreto de la elección, y también ejecuta su plan de salvación, trayendo pecadores a sí mismo por su gracia eficaz y perseverante. Con razón el trono se llama “el trono de gracia” (Heb. 4:16), puesto que toda la gracia definida por las doctrinas de la gracia fluye de este trono celestial.

      La visión de Isaías no es simplemente un sueño del pasado: es una realidad presente. Hasta el día de hoy, el Señor de la gloria se sienta en el centro del cielo y recibe la alabanza de innumerables ángeles. El libro del Apocalipsis confirma esto, pues cuando el apóstol Juan visitó la habitación del trono de Dios, él vio lo mismo que Isaías cientos de años antes. Vio al Señor exaltado en su trono celestial, y oyó a las seis criaturas vivientes alrededor del trono diciendo: “Santo, santo, santo es el Señor Dios todopoderoso, el que era, el que es, y el que ha de venir” (Apo. 4:8). La única diferencia en la visión de Juan es que el Señor que reina se identifica explícitamente como el Cristo: “Vi que en medio del trono y de los cuatro seres vivientes, y en medio de los ancianos, estaba en pie un Cordero como inmolado” (Apo. 5:6; cf. Heb. 1:3). No solamente está Cristo en el centro del trono, sino que el trono mismo está en el centro del cielo, rodeado por hombres y ángeles que le ofrecen perpetua alabanza.

      Dios “hace un calvinista,” trayendo a la persona a la habitación de su trono, para que se postre allí ante su suprema majestad. Como se decía acerca del puritano, “su Dios es su centro”. Dios es el centro, gobernando con poder soberano. El verdadero calvinista lo ha visto, y así mantiene a Dios en el centro de todo lo que hace. Dios está en el centro de su adoración, pues en la verdadera adoración la atención se aparta de las cosas terrenales y se fija reverentemente en Dios y su gloria. Dios también está en el centro del pensamiento del verdadero calvinista. Su objetivo es llevar “cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo” (2 Cor. 10:5b), y para este fin su razonamiento comienza y termina con Dios. Su visión de la majestad soberana da forma a toda su visión, llenando su mente con pensamientos de Dios y su gloria, y de esta manera el Dios de gracia se convierte en el centro de toda su vida. Lo que el puritano americano John Winthrop experimentó después de su conversión es el testimonio de cada verdadero calvinista: “Me he familiarizado con el Señor Jesucristo... Cuando salí de viaje, él vino conmigo; cuando regresé, Él vino a casa conmigo. He hablado con Él por el camino, se tendía conmigo y normalmente me levantaba con Él: y tan dulce es su amor para mí, que no he deseado nada, en el cielo o en la tierra, sino a Él ”6

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