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hermana mayor, escribió a don Carlos, porque el caso era apurado. No le contaba el lance de la deshonra c por b, porque ni sabía cómo había sido, ni era decente referir a un padre tales escándalos, ni una señorita, una soltera, aunque tuviese más de cuarenta años, podía descender a ciertos pormenores. Se le escribió a don Carlos nada más que esto: que era preciso llevar consigo a Anita, pues si la niña no vivía al lado de su padre, corría grandes riesgos, si no estaba en peligro inminente, el honor de los Ozores. Don Carlos entonces no podía restituirse a la patria, como él decía.

      Pasaron años, pudo y quiso acogerse a una amnistía y volvió desengañado. Doña Camila y Ana se trasladaron a Madrid y allí vivían parte del año los tres juntos, pero el verano y el otoño los pasaban en la quinta de Loreto.

      La calumnia con que el aya había querido manchar para siempre la pureza virginal de Anita se fue desvaneciendo; el mundo se olvidó de semejante absurdo, y cuando la niña llegó a los catorce años ya nadie se acordaba de la grosera y cruel impostura, a no ser el aya, su hombre, que seguía esperando, y las tías de Vetusta. Pero se acordaba y mucho Ana misma. Al principio la calumnia habíale hecho poco daño, era una de tantas injusticias de doña Camila; pero poco a poco fue entrando en su espíritu una sospecha, aplicó sus potencias con intensidad increíble al enigma que tanta influencia tenía en su vida, que a tantas precauciones obligaba al aya; quiso saber lo que era aquel pecado de que la acusaban, y en la maldad de doña Camila y en la torpe vida, mal disimulada, de esta mujer, se afiló la malicia de la niña que fue comprendiendo en qué consistía tener honor y en qué perderlo; y como todos daban a entender que su aventura de la barca de Trébol había sido una vergüenza, su ignorancia dio por cierto su pecado. Mucho después, cuando su inocencia perdió el último velo y pudo ella ver claro, ya estaba muy lejos aquella edad; recordaba vagamente su amistad con el niño de Colondres, sólo distinguía bien el recuerdo del recuerdo, y dudaba, dudaba si había sido culpable de todo aquello que decían. Cuando ya nadie pensaba en tal cosa, pensaba ella todavía y confundiendo actos inocentes con verdaderas culpas, de todo iba desconfiando. Creyó en una gran injusticia que era la ley del mundo, porque Dios quería, tuvo miedo de lo que los hombres opinaban de todas las acciones, y contradiciendo poderosos instintos de su naturaleza, vivió en perpetua escuela de disimulo, contuvo los impulsos de espontánea alegría; y ella, antes altiva, capaz de oponerse al mundo entero, se declaró vencida, siguió la conducta moral que se le impuso, sin discutirla, ciegamente, sin fe en ella, pero sin hacer traición nunca.

      Ya era así cuando su padre volvió de la emigración. No le satisfizo aquel carácter.

      ¿No se le había dicho que la niña era un peligro para el honor de los Ozores? Pues él veía, por el contrario, una muchacha demasiado tímida y reservada, de una prudencia exagerada para sus años. Ya le pesaba de haber entregado su hija a la gazmoñería inglesa que, según él, no servía para la raza latina. Volvía de la emigración muy latino. Afortunadamente allí estaba él para corregir aquella educación viciosa. Despidió a doña Camila y se encargó de la instrucción de su hija. En el extranjero se había hecho don Carlos más filósofo y menos político. Para España no había salvación. Era un pueblo gastado. América se tragaba a Europa, además. Le preocupaban mucho las carnes en conserva que venían de los Estados Unidos.

      —«Nos comen, nos comen. Somos pobres, muy pobres, unos miserables que sólo entendemos de tomar el sol».

      Él sí era pobre, y más cada día, pero achacaba su estrechez a la decadencia general, a la falta de sangre en la raza y otros disparates. Le quedaban la biblioteca, que había mejorado, y los amigos, nuevos, por supuesto.

      Todos los días se ponía a discusión delante de Ana, al tomar café, la divinidad de Cristo. Unos le llamaban el primer demócrata. Otros decían que era un símbolo del sol y los apóstoles las constelaciones del Zodiaco.

      Ana procuraba retirarse en cuanto podía hacerlo sin ofender la susceptibilidad de aquel libre-pensador que era su padre. ¡Con qué tristeza pensaba la niña, sin querer pensarlo, que los amigos de su padre eran personas poco delicadas, habladores temerarios! Y su mismo papá, esto era lo peor, y había que pensarlo también, su querido papá que era un hombre de talento, capaz de inventar la pólvora, un reloj, el telégrafo, cualquier cosa, se iba volviendo loco a fuerza de filosofar, y no sabía vivir con una hija que ya entendía más que él de asuntos religiosos.

      Aquella sumisión exterior, aquel sacrificio de la vida ordinaria, de las relaciones vulgares a las preocupaciones y a las injusticias del mundo no eran hipocresía en Anita, no eran la careta del orgullo; pero no podía juzgarse por tales apariencias de lo que pasaba dentro de ella. Así como en la infancia se refugiaba dentro de su fantasía para huir de la prosaica y necia persecución de doña Camila, ya adolescente se encerraba también dentro de su cerebro para compensar las humillaciones y tristezas que sufría su espíritu. No osaba ya oponer los impulsos propios a lo que creía conjuración de todos los necios del mundo, pero a sus solas se desquitaba. El enemigo era más fuerte, pero a ella le quedaba aquel reducto inexpugnable.

      Nunca le habían enseñado la religión como un sentimiento que consuela; doña Camila entendía el Cristianismo como la Geografía o el arte de coser y planchar; era una asignatura de adorno o una necesidad doméstica. Nada le dijo contra el dogma, pero jamás la dulzura de Jesús procuró explicársela con un beso de madre. María Santísima era la Madre de Dios, en efecto; pero una vez que Ana volvió del campo diciendo que la Virgen, según le constaba a ella, lavaba en el río los pañales del Niño Jesús, doña Camila, indignada, exclamó:

      —¡Improper! ¿quién le inculcará a esta chiquilla estas sandeces del vulgo?

      En este particular don Carlos aprobaba el criterio de doña Camila; precisamente él creía que el Misterio de la Encarnación era como la lluvia de oro de Júpiter; y remontándose más, en virtud de la Mitología comparada, encontraba en la religión de los indios dogmas parecidos.

      Ana en casa de su padre disponía de pocos libros devotos. Pero en cambio, sabía mucha Mitología, con velos y sin ellos.

      Sólo aquello que el rubor más elemental manda que se tape, era lo que ocultaba don Carlos a su hija. Todo lo demás podía y debía conocerlo. ¿Por qué no? Y con multitud de citas explicaba y recomendaba Ozores la educación omnilateral y armónica, como la entendía él.

      —Yo quiero—concluía—que mi hija sepa el bien y el mal para que libremente escoja el bien; porque si no ¿qué mérito tendrán sus obras?

      Sin embargo, si su hija fuese funámbula y trabajase en el alambre, don Carlos pondría una red debajo, aunque perdiese mérito el ejercicio.

      De las novelas modernas algunas le prohibía leer, pero en cuanto se trataba de arte clásico «de verdadero arte», ya no había velos, podía leerse todo. El romántico Ozores era clásico después de su viaje por Italia.

      —¡El arte no tiene sexo!—gritaba—. Vean ustedes, yo entrego a mi hija esos grabados que representan el arte antiguo, con todas las bellezas del desnudo que en vano querríamos imitar los modernos. ¡Ya no hay desnudo! Y suspiraba.

      La Mitología llegó a conocerla Anita como en su infancia la historia de Israel.

      —¡Honni soit qui mal y pense!—repetía don Carlos; y lo otro de: Oh, procul, procul estote prophani.

      Y no tomaba más precauciones.

      Por fortuna en el espíritu de Ana la impresión más fuerte del arte antiguo y de las fábulas griegas, fue puramente estética; se excitó su fantasía, sobre todo, y, gracias a ella, no a don Carlos, aquel inoportuno estudio del desnudo clásico no causó estragos.

      La muchacha envidiaba a los dioses de Homero que vivían como ella había soñado que se debía vivir, al aire libre, con mucha luz, muchas aventuras y sin la férula de un aya semi-inglesa.

      También envidiaba a los pastores de Teócrito, Bion y Mosco; soñaba con la gruta fresca y sombría del Cíclope enamorado, y gozaba mucho, con cierta melancolía, trasladándose con sus ilusiones a aquella Sicilia ardiente que ella se figuraba

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