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que la muchacha no había reparado el desorden de su traje, que no era traje, pues se componía de la camisa, un pañuelo de lana, corto, echado sobre los hombros y una falda que, mal atada al cuerpo, dejaba adivinar los encantos de la doncella, dado que fueran encantos, que don Víctor no entraba en tales averiguaciones, por más que sin querer aventuró, para sus adentros, la hipótesis de que las carnes debían de ser muy blancas, toda vez que la chica era rubia azafranada....

      Con la tila y el azahar Anita acabó de serenarse. Respiró con fuerza; sintió un bienestar que le llenó el alma de optimismo.

      «¡Qué solícita era Petra! y su Víctor ¡qué bueno!».

      «Y había sido hermoso, no cabía duda. Verdad era que sus cincuenta y tantos años parecían sesenta; pero sesenta años de una robustez envidiable; su bigote blanco, su perilla blanca, sus cejas grises le daban venerable y hasta heroico aspecto de brigadier y aun de general. No parecía un Regente de Audiencia jubilado, sino un ilustre caudillo en situación de cuartel».

      Petra, temblando de frío, con los brazos cruzados, unos blanquísimos brazos bien torneados, se retiró discretamente, pero se quedó en la sala contigua esperando órdenes.

      Ana se empeñó en que Quintanar—casi siempre le llamaba así—bebiese aquella poca tila que quedaba en la taza.

      ¡Pero si don Víctor no creía en los nervios! ¡Si estaba sereno! Muerto de sueño, pero tranquilo.

      «No importaba. Era un capricho. No lo conocía él, pero se había asustado».

      —Que no, hija mía; que te juro....

      —Que sí, que sí... Don Víctor tomó tila y acto continuo bostezó enérgicamente.

      —¿Tienes frío?—¡Frío yo! Y pensó que dentro de tres horas, antes de amanecer, saldría con gran sigilo por la puerta del parque—la huerta de los Ozores—. Entonces sí que haría frío, sobre todo, cuando llegaran al Montico, él y su querido Frígilis, su Pílades cinegético, como le llamaba.

      Iban de caza; una caza prohibida, a tales horas, por la Regenta. Anita no dejó a Víctor tan pronto como él quisiera. Estaba muy habladora su querida mujercita. Le recordó mil episodios de la vida conyugal siempre tranquila y armoniosa.

      —¿No quisieras tener un hijo, Víctor?—preguntó la esposa apoyando la cabeza en el pecho del marido.

      —¡Con mil amores!—contestó el ex-regente buscando en su corazón la fibra del amor paternal. No la encontró; y para figurarse algo parecido pensó en su reclamo de perdiz, escogidísimo regalo de Frígilis.

      —«Si mi mujer supiera que sólo puedo disponer de dos horas y media de descanso, me dejaría volver a la cama».

      Pero la pobrecita lo ignoraba todo, debía ignorarlo. Más de media hora tardó la Regenta en cansarse de aquella locuacidad nerviosa. ¡Qué de proyectos! ¡qué de horizontes de color de rosa! Y siempre, siempre juntos Víctor y ella.

      —¿Verdad?—Sí, hijita mía, sí; pero debes descansar; te exaltas hablando....

      —Tienes razón; siento una fatiga dulce.... Voy a dormir.

      Él se inclinó para besarle la frente, pero ella echándole los brazos al cuello y hacia atrás la cabeza, recibió en los labios el beso. Don Víctor se puso un poco encarnado; sintió hervir la sangre. Pero no se atrevió. Además, antes de tres horas debía estar camino del Montico con la escopeta al hombro. Si se quedaba con su mujer, adiós cacería.... Y Frígilis era inexorable en esta materia. Todo lo perdonaba menos faltar o llegar tarde a un madrugón por el estilo.

      —«Sálvense los principios»—pensó el cazador.

      —¡Buenas noches, tórtola mía!

      Y se acordó de las que tenía en la pajarera.

      Y después de depositar otro beso, por propia iniciativa, en la frente de Ana, salió de la alcoba con la palmatoria en la diestra mano; con la izquierda levantó el cortinaje granate; volviose, saludó a su esposa con una sonrisa, y con majestuoso paso, no obstante calzar bordadas zapatillas, se restituyó a su habitación que estaba al otro extremo del caserón de los Ozores.

      Atravesó un gran salón que se llamaba el estrado; anduvo por pasillos anchos y largos, llegó a una galería de cristales y allí vaciló un momento. Volvió pies atrás, desanduvo todos los pasillos y discretamente llamó a una puerta.

      Petra se presentó en el mismo desorden de antes.

      —¿Qué hay? ¿se ha puesto peor?

      —No es eso, muchacha—contestó don Víctor.

      «¡Qué desfachatez! Aquella joven ¿no consideraba que estaba casi desnuda?».

      —Es que... es que... por si Anselmo se duerme y no oye la señal de don Tomás (Frígilis)... Como es tan bruto Anselmo.... Quiero que tú me llames si oyes los tres ladridos... ya sabes... don Tomás....

      —Sí, ya sé. Descuide usted, señor. En cuanto ladre don Tomás iré a llamarle. ¿No hay más?—añadió la rubia azafranada, con ojos provocativos.

      —Nada más. Y acuéstate, que estás muy a la ligera y hace mucho frío.

      Ella fingió un rubor que estaba muy lejos de su ánimo y volvió la espalda no muy cubierta. Don Víctor levantó entonces los ojos y pudo apreciar que eran, en efecto, encantos los que no velaba bien aquella chica.

      Se cerró la puerta del cuarto de Petra y don Víctor emprendió de nuevo su majestuosa marcha por los pasillos.

      Pero antes de entrar en su cuarto se dijo:

      —«Ea; ya que estoy levantando voy a dar un vistazo a mi gente».

      En un extremo de la galería de cristales había una puerta; la empujó suavemente y entró en la casa-habitación de sus pájaros que dormían el sueño de los justos.

      Con la mano que llevaba libre hizo una pantalla para la luz de la palmatoria, y de puntillas se acercó a la canariera. No había novedad. Su visita inoportuna no fue notada más que por dos o tres canarios, que movieron las alas estremeciéndose y ocultaron la cabeza entre la pluma. Siguió adelante. Las tórtolas también dormían; allí hubo ciertos murmullos de desaprobación, y don Víctor se alejó por no ser indiscreto. Se acercó a la jaula «del tordo más filarmónico de la provincia, sin vanidad». El tordo estaba enhiesto sobre un travesaño, con los hombros encogidos; pero no dormía. Sus ojos se fijaron de un modo impertinente en los de su amo y no quiso reconocerle. Toda la noche se hubiera estado el animalejo mira que te mirarás, con aire de desafío, sin bajar la mirada; «le conocía bien; era muy aragonés. ¡Y cómo se parecía a Ripamilán!». Siguió adelante. Quiso ver la codorniz; pero la salvaje africana se daba de cabezadas, asustada, contra el techo de lienzo de su jaula chata y la dejó tranquilizarse. Ante el reclamo de perdiz quedó extasiado. Si algún pensamiento impuro manchara acaso su conciencia poco antes, la contemplación del reclamo, aquella obra maestra de la naturaleza, le devolvió toda la elevación de miras y grandeza de espíritu que convenía al primer ornitólogo y al cazador sin rival de Vetusta.

      Equilibrado el ánimo, volvió don Víctor al amor de las sábanas.

      En aquella estancia dormían años atrás, en la cama dorada de Anita, él y ella, amantes esposos. Pero... habían coincidido en una idea.

      A ella la molestaba él con sus madrugones de cazador; a él le molestaba ella porque le hacía sacrificarse y madrugar menos de lo que debía, por no despertarla. Además, los pájaros estaban en una especie de destierro, muy lejos del amo. Traerlos cerca estando allí Anita sería una crueldad; no la dejarían dormir la mañana. Pero él ¡con qué deleite hubiera saboreado el primer silbido del tordo, el arrullo voluptuoso de las tórtolas, el monótono ritmo de la codorniz, el chas, chas cacofónico, dulce al cazador, de la perdiz huraña!

      No se recuerda quién, pero él piensa que Anita, se atrevió

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