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saltaba del lecho; pero no se atrevía a andar en la obscuridad y pegada a la cama seguía llorando, tendida así, de bruces, como ahora, acariciando con el rostro la sábana que mojaba con lágrimas también. Aquella blandura de los colchones era todo lo maternal con que ella podía contar; no había más suavidad para la pobre niña. Entonces debía de tener, según sus vagos recuerdos, cuatro años. Veintitrés habían pasado, y aquel dolor aún la enternecía. Después, casi siempre, había tenido grandes contrariedades en la vida, pero ya despreciaba su memoria; una porción de necios se habían conjurado contra ella; todo aquello le repugnaba recordarlo; pero su pena de niña, la injusticia de acostarla sin sueño, sin cuentos, sin caricias, sin luz, la sublevaba todavía y le inspiraba una dulcísima lástima de sí misma. Como aquel a quien, antes de descansar en su lecho el tiempo que necesita, obligan a levantarse, siente sensación extraña que podría llamarse nostalgia de blandura y del calor de su sueño, así, con parecida sensación, había Ana sentido toda su vida nostalgia del regazo de su madre. Nunca habían oprimido su cabeza de niña contra un seno blando y caliente; y ella, la chiquilla, buscaba algo parecido donde quiera. Recordaba vagamente un perro negro de lanas, noble y hermoso; debía de ser un terranova.—¿Qué habría sido de él?—. El perro se tendía al sol, con la cabeza entre las patas, y ella se acostaba a su lado y apoyaba la mejilla sobre el lomo rizado, ocultando casi todo el rostro en la lana suave y caliente. En los prados se arrojaba de espaldas o de bruces sobre los montones de yerba segada. Como nadie la consolaba al dormirse llorando, acababa por buscar consuelo en sí misma, contándose cuentos llenos de luz y de caricias. Era el caso que ella tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído:

      Sábado, sábado, morena,

       cayó el pajarillo en trena

       con grillos y con cadenaaa....

      Y esto otro:

      Estaba la pájara pinta

       a la sombra de un verde limón....

      Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a sus hijuelos....

      Y así se dormía ella también, figurándose que era la almohada el seno de su madre soñada y que realmente oía aquellas canciones que sonaban dentro de su cerebro. Poco a poco se había acostumbrado a esto, a no tener más placeres puros y tiernos que los de su imaginación.

      Pensando la Regenta en aquella niña que había sido ella, la admiraba y le parecía que su vida se había partido en dos, una era la de aquel angelillo que se le antojaba muerto. La niña que saltaba del lecho a obscuras era más enérgica que esta Anita de ahora, tenía una fuerza interior pasmosa para resistir sin humillarse las exigencias y las injusticias de las personas frías, secas y caprichosas que la criaban.

      —«¡Vaya una manera de hacer examen de conciencia!»—pensó doña Ana algo avergonzada.

      Salió descalza de la alcoba, cogió el devocionario que estaba sobre el tocador y corrió a su lecho. Se acostó, acercó la luz y se puso a leer con la cabeza hundida en las almohadas. Si comió carne, volvieron a ver sus ojos cargados de sueño; pero pasó adelante. Una, dos, tres hojas... leía sin saber qué. Por fin, se detuvo en un renglón que decía:

      —«Los parajes por donde anduvo...».

      Aquello lo entendió. Había estado, mientras pasaba hojas y hojas, pensando, sin saber cómo, en don Álvaro Mesía, presidente del casino de Vetusta y jefe del partido liberal dinástico; pero al leer: «Los parajes por donde anduvo», su pensamiento volvió de repente a los tiempos lejanos. Cuando era niña, pero ya confesaba, siempre que el libro de examen decía «pase la memoria por los lugares que ha recorrido», se acordaba sin querer de la barca de Trébol, de aquel gran pecado que había cometido, sin saberlo ella, la noche que pasó dentro de la barca con aquel Germán, su amigo.... ¡Infames! La Regenta sentía rubor y cólera al recordar aquella calumnia. Dejó el libro sobre la mesilla de noche—otro mueble vulgar que irritaba el buen gusto de Obdulia—apagó la luz... y se encontró en la barca de Trébol, a medianoche, al lado de Germán, un niño rubio de doce años, dos más que ella. Él la abrigaba solícito con un saco de lona que habían encontrado en el fondo de la barca. Ella le había rogado que se abrigara él también. Debajo del saco, como si fuera una colcha, estaban los dos tendidos sobre el tablado de la barca, cuyas bandas obscuras les impedían ver la campiña; sólo veían allá arriba nubes que corrían delante de la cara de la luna.

      —¿Tienes frío?—preguntaba Germán.

      Y Ana respondía, con los ojos muy abiertos, fijos en la luna que corría, detrás de las nubes:

      —¡No!—¿Tienes miedo?—¡Ca!—Somos marido y mujer—decía él.

      —¡Yo soy una mamá! Y oía debajo de su cabeza un rumor dulce que la arrullaba como para adormecerla; era el rumor de la corriente.

      Se habían contado muchos cuentos. Él había contado además su historia. Tenía papá en Colondres y mamá también.

      —¿Cómo era una mamá?

      Germán lo explicaba como podía.

      —¿Dan muchos besos las mamás?

      —Sí.—¿Y cantan?—Sí, yo tengo una hermanita que le cantan. Yo ya soy grande.

      —¡Y yo soy una mamá! Después venía la historia de ella. Vivía en Loreto, una aldea, algo lejos de la ría por aquel lado, pero tocando con el mar por allá arriba, por el arenal. Vivía con una señora que se llamaba aya y doña Camila. No la quería. Aquella señora aya tenía criados y criadas y un señor que venía de noche y le daba besos a doña Camila, que le pegaba y decía: «Delante de ella no, que es muy maliciosa».

      Le decían que tenía un papá que la quería mucho y era el que mandaba los vestidos y el dinero y todo. Pero él no podía venir, porque estaba matando moros. La castigaban mucho, pero no la pegaban; eran encierros, ayunos y el castigo peor, el de acostarse temprano. Se escapaba por la puerta del jardín y corría llorando hacia el mar; quería meterse en un barco y navegar hasta la tierra de los moros y buscar a su papá. Algún marinero la encontraba llorando y la acariciaba. Ella le proponía el viaje, el marinero se reía, le decía que sí, la cogía en los brazos, pero el pícaro la llevaba a casa del aya y la volvían al encierro. Una tarde se había escapado por otro camino, pero no encontraba el mar. Había pasado junto a un molino; un perro le había cerrado el paso al atravesar el puente de la acequia, hecho con un tronco hueco de castaño; Ana se había echado sobre el tronco porque se mareaba viendo el agua blanca que ladraba debajo como el perro enfrente de ella. El perro había pasado por encima de Anita; no había querido morderla. Ella entonces, desde la otra orilla, le llamó y le dijo:

      —Chito, toma, ahí tienes eso.

      Era su merienda que llevaba en un bolsillo; un poco de pan con manteca mojado en lágrimas.

      Casi siempre comía el pan de la merienda salado por las lágrimas. Cuando estaba sola lloraba de pena; pero delante del aya, de los criados y del hombre, lloraba de rabia. Había encontrado después del molino un bosque y lo había cruzado corriendo, cantando, y eso que tenía aún los ojos llenos de llanto, pero cantaba de miedo. Al salir del bosque había visto un prado de yerba muy verde y muy alta....

      —¿Y allí estaba yo, verdad?—gritó Germán.

      —Es verdad.—Y te dije si querías embarcarte en la barca de Trébol, que el barquero había sido mi criado, y yo era de Colondres, que está al otro lado de la ría.

      —Es verdad. La Regenta recordaba todo esto como va escrito, incluso el diálogo; pero creía que, en rigor, de lo que se acordaba no era de las palabras mismas, sino de posterior recuerdo en que la niña había animado y puesto en forma de novela los sucesos de aquella noche.

      Después se habían dormido. Ya era de día cuando los despertó una voz que gritaba desde la orilla de Colondres. Era el barquero que veía su barca en un islote que dejaba el agua en medio de la ría al bajar la marea. El barquero los

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