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se resentirán de los trastornos actuales de España.

      El rector. – Demasiado cierto es eso; ahora el Gobierno no nos favorece nada; sólo contamos con nuestras propias fuerzas y con la ayuda de Dios.

      Yo. – ¿Cuántos misioneros novicios hay en el colegio?

      El rector. – Ninguno, hijo mío; ninguno. El rebaño se ha dispersado; el pastor se ha quedado solo.

      Yo. – Vuestra reverencia habrá, sin duda alguna, tomado parte activa en las misiones.

      El rector. – Cuarenta años he estado en Filipinas, hijo mío; cuarenta años entre los indios. ¡Ay de mí! ¡Cuánto quiero yo a los indios de Filipinas!

      Yo. – ¿Habla vuestra reverencia la lengua de los indios?

      El rector. – No, hijo mío. A los indios les enseñábamos el castellano; a mi parecer, no hay idioma mejor. Les enseñábamos el castellano y la adoración de la Virgen. ¿Qué más necesitaban saber?

      Yo. – ¿Y qué piensa vuestra reverencia de las Filipinas como país?

      El rector. – Cuarenta años he estado allá; pero lo conozco poco; el país no me interesaba gran cosa; mis amores eran los indios. No es mala tierra aquélla; pero no tiene comparación con Castilla.

      Yo. – ¿Vuestra reverencia es castellano?

      El rector. – Soy castellano viejo, hijo mío.

      Desde la Casa de las Misiones Filipinas, me condujo mi amigo al Colegio inglés, establecimiento muy superior en todos los órdenes al Colegio Escocés. En este último había muy pocos alumnos, creo que seis o siete apenas, mientras que en el seminario inglés se educaban unos treinta o cuarenta, según me dijeron. La casa es hermosa, con una iglesia pequeña, pero suntuosa, y muy buena biblioteca: su emplazamiento es alegre y ventilado; completamente aislada en un barrio de poco tránsito, un elevado muro, genuina muestra del exclusivismo inglés, la rodea por todas partes y encierra, además, un deleitoso jardín. Este colegio es, con gran ventaja, el mejor de los de su clase en toda la Península, y creo que el más floreciente. En el rápido vistazo dado a su interior no podía enterarme a fondo de su régimen; pero no dejó de impresionarme el orden, la limpieza, el método reinantes por doquiera. Sin embargo, no me atrevería yo a afirmar que el aire de severa disciplina monástica que allí se advertía respondiese con exactitud a la realidad. En la visita nos acompañó el vicerrector, por estar ausente el rector. De todas las curiosidades del colegio la más notable es la galería de pinturas, donde se guardan los retratos de gran número de antiguos alumnos de la casa martirizados en Inglaterra, en el ejercicio de su vocación, durante los agitados tiempos de Eduardo VI y de la feroz Isabel. En esa casa se educaron muchos de aquellos sacerdotes medio extranjeros, pálidos, sonrientes, que a hurtadillas recorrían en todas direcciones la verde Inglaterra; ocultos en misteriosos albergues, en el seno de los bosques, soplaban sobre el moribundo rescoldo del papismo, sin otra esperanza y acaso sin otro deseo que el de perecer descuartizados por las sangrientas manos del verdugo, entre el griterío de una plebe tan fanática como ellos; sacerdotes como Bedingfield y Garnet, y tantos otros cuyo nombre se ha incorporado a las gestas de su país. Muchas historias, maravillosas precisamente por ser ciertas, podrían, sin duda, extraerse de los archivos del seminario papista inglés de Valladolid.

      No escaseaban los huéspedes en el Caballo de Troya, donde nos alojábamos. Entre los llegados durante mi estancia allí, figuraba una mujer muy fornida y jovial, en extremo bien vestida, con traje de seda negra y mantilla de mucho precio. Acompañábala un mozalbete de quince años, muy guapo, pero de expresión maligna y arisca, hijo suyo. Venían de Toro, lugar distante una jornada de Valladolid, famoso por su vino. Una noche, estando al fresco en el patio de la posada, tuvimos el siguiente coloquio:

      La mujer. – ¡Vaya, vaya, qué pueblo tan aburrido es Valladolid! ¡Qué diferencia de Toro!

      Yo. – Yo le hubiera creído, por lo menos, tan divertido como Toro, que no es ni la tercera parte de grande.

      La mujer. – ¿Tan divertido como Toro? ¡Vaya, vaya! ¿Ha estado usted alguna vez en la cárcel de Toro, señor caballero?

      Yo. – Nunca he tenido ese honor; generalmente, la cárcel es el último sitio que se me ocurre visitar.

      La mujer. – Vea usted lo que es la diferencia de gustos: yo he ido a ver la cárcel de Valladolid, y me parece tan aburrida como la ciudad.

      Yo. – Es claro; si en alguna parte hay tristeza y fastidio, ha de ser en la cárcel.

      La mujer. – Pero no en la de Toro.

      Yo. – ¿Qué tiene la cárcel de Toro para distinguirse de las demás?

      La mujer. – ¿Qué tiene? ¡Vaya! ¿Pues no soy yo la carcelera? ¿Y no es mi marido el alcaide? Y mi hijo, ¿no es hijo de la cárcel?

      Yo. – Dispense usted: no conocía esas circunstancias. La diferencia, en efecto, es grande.

      La mujer. – Ya lo creo. Yo también soy hija de la cárcel; mi padre era alcaide y mi hijo podría aspirar a serlo, si no fuese tonto.

      Yo. – ¿Tonto? Pues en la cara lo disimula bastante. No sería yo quien comprara a este muchacho si lo vendieran por tonto.

      La carcelera. – ¡Buen negocio haría usted si lo comprase! Más picardías tiene que cualquier calabocero de Toro. Mi sentido es que no le tira la cárcel tanto como debiera, sabiendo lo que han sido sus padres. Tiene demasiado orgullo, demasiados caprichos; al cabo ha logrado convencerme para que lo traiga a Valladolid, y le he colocado a prueba en casa de un comerciante de la Plaza. Espero que no irá a parar a la cárcel; si no, ya verá la diferencia que hay entre ser hijo de la cárcel y estar encarcelado.

      Yo. – Habiendo tantas distracciones en Toro, los presos no lo pasarán mal con usted.

      La carcelera. – Sí; somos muy buenos con ellos; me refiero a los que son caballeros, porque con los que no tienen más que miseria, ¿qué podemos hacer? La cárcel de Toro es muy divertida: dejamos entrar todo el vino que quieren los presos, mientras tienen dinero para comprarlo y para pagar el derecho de entrada. La de Valladolid no es ni la mitad de alegre; no hay cárcel como la de Toro. Allí aprendí yo a tocar la guitarra. Un caballero andaluz me enseñó a tocar y cantar a la gitana. ¡Pobre muchacho! Fué mi primer novio. Juanito, trae la guitarra, que voy a cantarle a este caballero unos aires andaluces.

      La carcelera tenía hermosa voz y tocaba el instrumento favorito de los españoles con verdadera maestría. Estuve escuchando sus habilidades cerca de una hora, hasta que me retiré a mi habitación a descansar. Creo que continuó tocando y cantando la mayor parte de la noche, porque la oí todas las veces que me desperté, y aun entre sueños me sonaban en los oídos las cuerdas de la guitarra.

      CAPÍTULO XXII

      Dueñas. – Los hijos de Egipto. – Chalanerías. – El caballo de carga. – La caída. – Palencia. – Curas carlistas. – El mirador. – Sinceridad sacerdotal. – León. – Alarma de Antonio. – Calor y polvo.

      Después de estar diez días en Valladolid nos pusimos en marcha para León. Llegamos al mediodía a Dueñas, ciudad notable por muchos motivos, distante de Valladolid seis leguas cortas. Hállase situada en una ladera, sobre la que se alza a pico una montaña de tierra calcárea coronada por un castillo en ruinas. En torno de Dueñas se ve multitud de cuevas excavadas en la pendiente y cerradas con fuertes puertas: son las bodegas donde se guarda el vino que en abundancia produce la comarca, y que se vende principalmente a los navarros y montañeses; acuden a buscarlo en carretas de bueyes y se lo llevan en grandes cantidades. Paramos en una mezquina posada de los arrabales, con idea de dar descanso a los caballos. Varios soldados de Caballería allí alojados aparecieron en seguida, y con ojos de gente experta empezaron a examinar mi caballo entero. «Este caballo tan bueno debiera ser nuestro – dijo el cabo – . ¡Qué pecho tiene! ¿Con qué derecho viaja usted en ese caballo, señor, haciendo falta tantos para el servicio de la reina? Este caballo pertenece a la requisa.» «Con

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