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entrada la tarde llegamos a Medina del Campo, una de las principales ciudades de España en otro tiempo, y al presente lugar sin importancia. Inmensas ruinas la rodean por todas partes, atestiguando la pasada grandeza de la «ciudad de la llanura». La plaza principal o del mercado es notable; rodéanla sólidos porches, sobre los que se alzan negruzcos edificios muy antiguos. Medina estaba llena de gente, porque la feria se celebraba de allí a un par de días. Algún trabajo nos costó conseguir que nos admitieran en la posada, ocupada principalmente por catalanes llegados de Valladolid. Esa gente no sólo llevaba consigo sus mercancías, sino sus mujeres e hijos. Algunos tenían malísima catadura, sobre todo uno, gordo y de aspecto salvaje, como de cuarenta años de edad, que se portó de atroz manera: sentado con su mujer, quizás su concubina, a la puerta de un aposento que daba al patio, no cesaba de expeler horribles y obscenos juramentos en español y en catalán. La mujer era de notable hermosura; pero muy recia y al parecer no menos salvaje que el hombre; su modo de hablar era igualmente horrendo. Ambos parecían dominados por incomprensible furor. Al cabo, ante cierta observación hecha por la mujer, el hombre se levantó y sacando de la faja un gran cuchillo le tiró un golpe a su compañera en el pecho desnudo; la mujer, empero, interpuso la palma de la mano y recibió en ella el navajazo. Estúvose un momento el agresor mirando gotear la sangre en el suelo, mientras la mujer levantaba en alto la mano herida; luego, arrojando un estruendoso juramento, salió corriendo del patio a la plaza. Me acerqué entonces a la mujer y dije: «¿Por qué ha sido todo eso? Espero que ese tunante no le habrá herido de gravedad.» Volvió hacia mí el semblante con expresión infernal y mirándome despreciativamente exclamó: «Carals, ¿que es eso? ¿No puede un caballero catalán hablar de sus asuntos particulares con su señora sin que usted los interrumpa?» Se vendó luego la mano con un pañuelo y entrándose en el cuarto sacó una mesita, puso en ella diferentes cosas para disponer la cena, y se sentó en un taburete. En seguida volvió el catalán y, sin decir palabra, se sentó en el umbral, como si nada hubiera ocurrido; la singular pareja comenzó a comer y a beber, sazonando los manjares con juramentos y burlas.

      Pasamos la noche en Medina, y a la mañana siguiente, muy temprano, reanudamos el viaje, pasando por una comarca muy parecida a la que recorrimos el día antes; a cosa del mediodía llegamos a una pequeña venta, a media legua del Duero, y en ella descansamos durante las horas de más calor; montamos después nuevamente y, cruzando el río por un hermoso puente de piedra, nos encaminamos a Valladolid. Las márgenes del Duero son muy bellas por aquel sitio y pobladas de árboles y arbustos en los que trinaban melodiosamente a nuestro paso algunos pajarillos. Delicioso frescor subía del agua que, a veces, se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena, o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura. Muy cerca de una de estas hoyas estaba sentada una mujer, como de treinta años, vestida a lo labrador, con pulcritud; miraba fijamente al agua, arrojando a ella, de vez en cuando, flores y ramitas. Me detuve un momento y la hablé; pero sin mirarme ni contestar, siguió contemplando el agua como si hubiera perdido la conciencia de cuanto le rodeaba. «¿Quién es esa mujer?», pregunté a un pastor que encontré momentos más tarde. «Es una loca, la pobrecita– respondió – . Hace un mes se le ahogó un hijo en esa poza, y desde entonces ha perdido el juicio. La van a llevar a Valladolid, a la Casa de los locos. Todos los años se ahoga bastante gente en los remolinos del Duero; éste es un río muy malo. Vaya usted con la Virgen, caballero.» Después entramos en los mezquinos y ralos pinares que bordean el camino de Valladolid por aquella dirección.

      Valladolid está situado en medio de un inmenso valle, o más bien hondonada, abierta, al parecer, por una fortísima convulsión de la planicie castellana. Las alturas de las inmediaciones no son, propiamente, una elevación del suelo, sino más bien los bordes de la hondonada. Son muy escabrosas y pendientes y de aspecto por demás insólito. Parece que en épocas remotas toda esta comarca estuvo trabajada por fuerzas volcánicas. Hay en Valladolid numerosos conventos, ahora abandonados, magnífica muestra, algunos de ellos, de la arquitectura española. La iglesia principal, bastante antigua, está sin acabar; propusiéronse los fundadores levantar un edificio muy vasto; pero sus medios no bastaron para realizar el plan. Es de granito sin labrar. Valladolid es ciudad fabril, pero en cambio su comercio está principalmente en manos de los catalanes, establecidos aquí en número próximo a trescientos. Posee una hermosa alameda por la que corre el Esgueva. La población dícese que llega a sesenta mil habitantes.

      Paramos en la Posada de las Diligencias, edificio magnífico; pero a los dos días de llegar nos fuimos de ella muy gustosos, porque el alojamiento era malísimo, y la gente de la casa por demás grosera. El dueño, hombre de talla gigantesca, de enormes bigotes y de marcialidad afectada, debía de creerse un caballero demasiado principal para fijar la atención en sus huéspedes, de los que, a la verdad, no andaba muy recargado, porque sólo estábamos Antonio y yo. Era persona importante entre los guardias nacionales de Valladolid y se recreaba pavoneándose por la ciudad en un corcel pesadote que encerraba en una cuadra subterránea.

      Trasladamos nuestros reales al Caballo de Troya, posada antigua, a cargo de un vascongado que, al menos, no se creía superior a su oficio. Las cosas andaban muy revueltas en Valladolid por creerse inminente una visita de los facciosos. Barreadas todas las puertas, construyeron, además, unos reductos para cubrir los aproches de la ciudad. Poco después de marcharnos nosotros, llegaron, en efecto, los carlistas al mando del cabecilla vizcaíno Zariategui. No encontraron resistencia; los nacionales más decididos se retiraron al reducto principal y en seguida lo entregaron, sin que en toda esa función se disparase un tiro. Mi amigo, el héroe de la posada, en cuanto oyó que se aproximaba el enemigo, montó a caballo y escapó, y no ha vuelto a saberse de él. A mi regreso a Valladolid, hallé la posada en otras manos mucho mejores: regíala un francés de Bayona, quien me prodigó tantas amabilidades como groserías sufrí de su predecesor.

      A los pocos días conocí al librero de la localidad, hombre sencillo, de corazón bondadoso, que de buen grado se encargó de vender los Testamentos. Todo género de literatura hallábase en Valladolid en profundísima decadencia. Mi nuevo amigo sólo podía dedicarse a vender libros en combinación con otros negocios, porque, según me aseguró, la librería no le daba para vivir. Sin embargo, durante la semana que permanecí en la ciudad se vendió un número considerable de ejemplares, y abrigaba yo buenas esperanzas de que aún pedirían muchos más. Para llamar la atención sobre mis libros recurrí al sistema empleado en Salamanca y fijé carteles en las paredes. Antes de marcharme dispuse que todas las semanas los renovasen; con eso pensaba yo lograr multiplicados y saludables frutos, porque el pueblo tendría siempre ocasión de saber que existía, al alcance de sus medios, un libro que contiene la palabra de vida, y acaso se sintiera inducido a comprarlo y a consultarlo, incluso acerca de su salvación… Hay en Valladolid un colegio inglés y otro escocés. Mis amables amigos los irlandeses de Salamanca me habían dado una carta de presentación para el rector del último. Estaba el colegio instalado en un lóbrego edificio, en calle apartada. El rector vestía como los eclesiásticos españoles, carácter que, a todas luces, pretendían apropiarse. Había en sus modales cierta fría sequedad, sin pizca del generoso celo ni de la ardiente hospitalidad que de tal modo me cautivaron en el cortesísimo rector de los irlandeses de Salamanca; sin embargo, me trató con mucha urbanidad y se ofreció a enseñarme las curiosidades locales. Sabía, sin duda alguna, quién era yo, y acaso por esta razón se mostró más reservado de lo que en otro caso hubiese sido; no hablamos palabra de asuntos religiosos, como si de consuno quisiésemos eludirlos. Bajo sus auspicios visité el colegio de las Misiones Filipinas, situado en las afueras; me presentaron al rector, septuagenario de hermosa presencia, muy vigoroso, en hábito de fraile. Expresaba su semblante una benignidad plácida que me interesó sobremanera; hablaba poco y con sencillez; parecía haber dicho adiós a todas las pasiones terrenales. Sin embargo, aún se aferraba a cierta pequeña debilidad.

      Yo. – Vive usted en una casa hermosa, padre. Lo menos caben aquí doscientos estudiantes.

      El rector. – Más aún, hijo mío; se hizo para albergar más centenares que simples individuos vivimos en ella ahora.

      Yo. – Veo aquí algunos trabajos de defensa improvisados; los muros están llenos de aspilleras por todas partes.

      El rector. – Hace unos días vinieron

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