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Quizás encuentren algunos ese paso demasiado atrevido, pero yo no sabía cuál otro podía tomar que llamase más la atención de la gente, extremo de gran importancia. Mandé también imprimir cierto número de esos anuncios en forma y tamaño de carteles, y los mandé pegar en diferentes sitios de la ciudad. Muchas esperanzas tenía yo de vender por ese medio una cantidad considerable de ejemplares del Nuevo Testamento; me proponía repetir el experimento en Valladolid, León, Santiago y demás ciudades importantes que visitase, repartiendo asimismo los anuncios por los caminos. De esa manera, los hijos de España llegarían a saber que el Nuevo Testamento existe, hecho que apenas conocía entonces el cinco por ciento de los españoles, a pesar de la catolicidad y cristiandad de que con harta frecuencia se jactan.

      CAPÍTULO XXI

      Salida de Salamanca. – Recibimiento en Pitiega. – El dilema. – Inspiración súbita. – El buen cura. – Combate de dos cuadrúpedos. – Irlandeses cristianos. – Las llanuras de España. – Los catalanes. – La poza fatal. – Valladolid. – Propaganda de las Escrituras. – Las misiones para Filipinas. – El colegio inglés. – Una conversación. – La carcelera.

      El sábado 10 de junio salí de Salamanca para Valladolid. Como el pueblo donde pensábamos quedarnos sólo distaba cinco leguas, no salimos hasta después del medio día. Había en el cielo una neblina que obscurecía al sol y casi lo ocultaba a nuestra vista. Mi amigo Mr. Patrick Cantwell, del Colegio irlandés, fué tan amable que me acompañó parte del camino. Montaba una mula de alquiler, extremadamente ruin en apariencia, incapaz, a juicio mío, de seguir el paso de nuestros fogosos caballos; parecía hermana gemela de la mula de Gil Pérez, en la que su sobrino hizo el famoso viaje de Oviedo a Peñaflor. Pero estaba yo muy equivocado. El animalito, en cuanto montó mi amigo, salió andando con aquel rápido paso tantas veces admirado por mí en las mulas españolas y que no puede igualar caballo alguno. Los nuestros, a pesar de su magnífica estampa, se quedaron atrás muy pronto, y a cada momento teníamos que ponerlos al trote para seguir al singular cuadrúpedo, que muy a menudo engallaba la cabeza, encogía los labios y nos enseñaba sus amarillos dientes, como si se riera de nosotros, y acaso se reía. Aconteció que ninguno conocíamos bien el camino; en realidad, no veíamos cosa alguna que pudiera con justicia llamarse así. La ruta de Salamanca a Valladolid, a veces carril, a veces senda, es muy difícil de distinguir; no tardamos en perdernos, y anduvimos mucho más de lo que, en rigor, era necesario. Sin embargo, como nos cruzábamos frecuentemente con hombres y mujeres que pasaban montados en jumentos, nuestro orgullo no nos impidió tomar los necesarios informes, y a fuerza de preguntas llegamos al cabo a Pitiega, pueblecito a cuatro leguas de Salamanca, formado por chozas de tierra, en las que viven unas cincuenta familias, enclavado en una llanura polvorienta, cubierta de opulentos trigales. Preguntamos por la casa del cura, un anciano a quien había visto yo el día antes en el Colegio Irlandés, y que al enterarse de mi próximo viaje a Valladolid, me arrancó la promesa de no pasar por su pueblo sin visitarle y sin aceptar su hospitalidad. Una mujer nos encaminó a cierta casita aislada, de aspecto un poco mejor que las contiguas; tenía un pequeño pórtico, cubierto, si no recuerdo mal, por una parra. Llamamos fuerte y repetidas veces a la puerta, sin obtener contestación; callaba la voz del hombre, y ni siquiera ladraba un perro. Lo que ocurría era que el anciano cura estaba durmiendo la siesta y lo mismo toda su familia, compuesta de una sirvienta vieja y de un gato. Movíamos tanto ruido y dábamos tantas voces, impacientados por el hambre, que el bueno del cura acabó por despertarse, y saltando de la cama corrió presuroso a la puerta, lleno de confusión, y al vernos se deshizo en excusas por estar durmiendo en el punto y hora en que, según dijo, debía hallarse en la azotea acechando la llegada de su huésped. Me abrazó cariñosamente y me condujo a su despacho, aposento de regulares dimensiones, guarnecido de estantes llenos de libros. En uno de los extremos había una especie de mesa o escritorio, tendido de cuero negro, y un ancho sillón, donde el cura me obligó a sentarme cuando me disponía, con ardor de bibliómano, a inspeccionar los estantes; con extraordinaria vehemencia me dijo que allí no había nada digno de la atención de un inglés, porque toda su librería estaba compuesta de libros de rezo y de áridos tratados de teología católica.

      Se ocupó luego en ofrecernos un refrigerio. En un abrir y cerrar de ojos, con la ayuda del ama, puso sobre la mesa varios platos con bollos y confituras y unas botellas de vidrio grueso que se me antojaron muy parecidas a las de Schiedam, y resultaron, en efecto, suyas. «Aquí tienen – dijo el cura restregándose las manos – . Doy gracias a Dios por poder ofrecerles algo de su gusto. Estas botellas son de aguardiente de Holanda añejo»; y manifestando dos anchos vasos, continuó: «Llénenlos, amigos míos, y beban; beban y apúrenlo si les place, porque para mí eso está de sobra: rara vez bebo nada más que agua. Sé que a ustedes los isleños les gusta beber y que no pueden pasar sin ello; por tanto, si les sirve de provecho, lo que siento es no tener más.»

      Al observar que nos contentábamos meramente con gustar el aguardiente nos miró asombrado y nos preguntó por qué no bebíamos. Le dijimos que muy rara vez bebíamos alcoholes, y yo añadí que, por mi parte, apenas probaba ni aun el vino, contentándome, como él, con beber agua. Algo incrédulo se mostró; pero nos dijo que procediéramos con plena libertad y pidiéramos lo que fuese de nuestro gusto. Le contestamos que aún no habíamos comido y que nos alegraría poder ingerir algo substantífico. «Me temo que no haya en casa nada que les venga bien; con todo, vamos a verlo.»

      En diciendo esto, nos condujo a una corraliza, a espaldas de la casa, que hubiera podido llamarse huerto o jardín de haberse criado en ella árboles o flores; pero sólo producía abundante hierba. En un extremo había un palomar bastante grande, y nos metimos en él, «porque – dijo el cura – si encontrásemos unos buenos pichones, ya tenían ustedes excelente comida.» Empero nos llevamos chasco: después de registrar los nidos, sólo encontramos pichones de muy pocos días, que no se podían comer. El buen hombre se entristeció mucho y empezó a temer, según dijo, que tuviésemos que marcharnos sin probar bocado. Dejamos el palomar y nos llevó a un sitio donde había varias colmenas, en torno de las que volaba un enjambre de afanosas abejas, llenando el aire con su zumbido. «Lo que más quiero, después de mis prójimos, son las abejas – dijo el cura – . Uno de mis placeres es sentarme aquí a observarlas y a escuchar su música.»

      Pasamos después por varias habitaciones desamuebladas contiguas al corral, en una de las cuales colgaban varias lonjas de tocino; deteniéndose debajo de ellas, el cura alzó los ojos y se puso a mirarlas atentamente. Dijímosle que si no podía ofrecernos cosa mejor, tomaríamos muy gustosos unos torreznos, sobre todo si se les añadían unos huevos. «Para decir la verdad – respondió – , no tengo otra cosa, y si os arregláis con esto, me alegraré mucho; huevos no faltarán y podéis comer cuantos queráis, fresquísimos, porque las gallinas ponen todos los días.»

      Una vez preparado todo a nuestro gusto, nos sentamos a comer el torrezno y los huevos; pero no en el aposento donde primeramente nos recibió, sino en otro más chico, en el lado opuesto del zaguán. El buen cura no comió con nosotros por haberlo hecho ya mucho antes; pero se sentó en la cabecera de la mesa y animó la comida con su charla. «Ahí mismo donde están ustedes ahora – dijo – se sentaron antaño Wellington y Crawford, después de derrotar en los Arapiles a los franceses, rescatándonos de la servidumbre de aquella perversa nación. Nunca he venerado mi casa tanto como desde que la honraron con su presencia aquellos héroes, uno de los cuales era un semidiós.» Rompió luego en un elocuentísimo panegírico de El Gran Lord, como le llamaba, y con mucho gusto lo transcribiría si mi pluma fuese capaz de traducir al inglés los robustos y sonoros períodos de su poderoso castellano. Hasta entonces me había parecido el cura un viejo ignorante y sencillo, casi un simple, tan incapaz de sentir fuertes emociones como una tortuga dentro de su concha. Pero una súbita inspiración le iluminó; vibró en sus ojos una ardiente llamarada y todos los músculos de su rostro temblaron. El bonete de seda que, conforme al uso del clero católico, llevaba puesto, movíasele arriba y abajo a compás de su agitación. Pronto advertí que estaba ante uno de tantos hombres notables como surgen con frecuencia en el seno de la iglesia romana, que a una simplicidad infantil reúnen una energía inmensa y un entendimiento poderoso, y son igualmente aptos para guiar un reducido rebaño de ignorantes campesinos en una obscura aldea de Italia o de España, o para convertir millones

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