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era cerril, salvaje y de malísimo genio. No obstante, el cargamento de Biblias que al llegar la ocasión pensaba yo echarle encima de las costillas, me pareció muy suficiente para amansarlo, sobre todo cuando tuviera que remontar las ásperas montañas del Norte de la Península. Hubiera deseado comprar una mula; pero aunque llegué a ofrecer treinta libras por una bastante ruin, no quisieron dármela; mientras que el precio de ambos caballos – magníficos animales por su talla y su fuerza – apenas llegaba a esa suma.

      El estado de las regiones circunvecinas no convidaba a viajar por ellas. Cabrera estaba a nueve leguas de Madrid con un ejército de cerca de nueve mil hombres; había derrotado a varios pequeños destacamentos de tropas de la reina y devastado la Mancha a sangre y fuego, quemando varias ciudades. A todas horas llegaban bandadas de fugitivos aterrorizados, que referían nuevos desastres y miserias; lo único que me sorprendía era que el enemigo no se presentase, y con la toma de Madrid, que estaba casi a merced suya, no pusiese fin a la guerra de una vez. Pero la verdad es que los generales carlistas no deseaban terminar la guerra, porque mientras en el país continuasen la efusión de sangre y la anarquía, podían ellos saquear y ejercer esa desenfrenada autoridad tan grata a los hombres de brutales e indómitas pasiones. Cabrera, sobre todo, era un malvado cobarde, en cuyo limitado entendimiento no podía albergarse una sola idea de mediana grandeza, cuyos hechos heroicos se limitaban a degollar hombres indefensos y a violar y destripar infelices mujeres; sin embargo, he visto que a un individuo tan vil, ciertos periódicos franceses (carlistas, naturalmente) le llaman el joven y heroico general. ¡Infame sea el miserable asesino! El último cabo de escuadra de Napoleón se hubiera reído de su talento militar, y medio batallón de granaderos austriacos hubiera bastado para tirarle de cabeza, con toda su patulea guerrera, al Ebro.

      Hice, pues, los preparativos de mi viaje al Norte. Estaba ya provisto de caballos muy a propósito para soportar las fatigas del camino y la carga que me pareciese necesario echarles. Pero una cosa, indispensable para quien va a emprender una expedición de esa índole, me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. Quizás en ninguna parte del mundo abundan los criados tanto como en Madrid; al menos, los individuos dispuestos a ofrecer sus servicios a cambio de la soldada y la comida, aunque de los servicios efectivos que sean capaces de prestar se pueda decir muy poco; pero mi criado tenía que ser de condición poco común, inteligente, activo, capaz, en casos de apuro, de darme un consejo útil; además, valiente, porque se requería, en verdad, cierto valor para seguir a un amo resuelto a explorar la mayor parte de España, y que intentaba viajar sin protección de arrieros y carreteros, en cabalgaduras propias. Acaso hubiera estado años enteros buscando un criado de esa índole sin encontrarlo; pero la suerte me deparó uno cuando cabalmente lo necesitaba, sin tener que molestarme en hacer pesquisas laboriosas. Un día hablaba yo de este asunto con el señor Borrego, en cuyo establecimiento se había impreso el Nuevo Testamento, y le pregunté si, en su opinión, podría yo encontrar en Madrid un hombre tal como me hacía falta, añadiendo que para mí era de especial importancia que el criado supiese, además del español, algún otro idioma en el que pudiésemos hablar cuando fuese necesario, sin que nos entendieran los curiosos.

      – Hace media hora – me respondió – ha estado hablando conmigo un hombre que reúne exactamente todas esas cualidades, y, cosa singular, ha venido a verme creyendo que yo podría recomendarle a un amo. Dos veces le he tenido a mi servicio; respondo de que es listo y valiente; creo que también es digno de confianza, al menos para un amo que transija con su genio, porque ha de saber usted que es un individuo singularísimo, muy arbitrario en sus inclinaciones y antipatías; gusta de satisfacerlas a toda costa, suya o ajena. Quizás simpatice con usted, y en tal caso le será de mucha utilidad, porque en todo sabe poner mano, si quiere, y conoce no dos, sino media docena de idiomas.

      – ¿Es español? – pregunté.

      – Se lo enviaré a usted mañana – dijo Borrego – , y, oyéndolo de su boca, sabrá usted mejor quién es y qué es.

      Al siguiente día, en el preciso momento de sentarme ante la sopa, la patrona me dijo que un hombre deseaba hablarme.

      – Que entre – respondí.

      Y casi en el acto el desconocido entró. Iba decentemente vestido a la moda francesa, y su aspecto era más bien juvenil, aunque, según averigüé más adelante, estaba ya muy por encima de los cuarenta. De estatura algo más que mediana, llamaba la atención su delgadez, sin la que hubiera podido tenérsele por bien formado. Tenía los brazos largos y huesudos, y toda su persona daba la impresión de una gran actividad y de una fuerza no pequeña. Eran lacios sus cabellos, negros como el azabache, angosta su frente, pequeños y grises sus ojos, en los que brillaba una expresión sutil y maligna, mezclada con otra de burla, que le daba un realce singular. Su nariz era correcta; pero la boca, de inmensa anchura, y la mandíbula inferior, muy saliente. No había visto yo en toda mi vida una fisonomía tan extraña, y durante un rato me estuve mirándole en silencio.

      – ¿Quién es usted? – pregunté por fin.

      – Un criado en busca de amo – me respondió en correcto francés, pero con un acento extraño – . Vengo recomendado a usted, mi lor, por monsieur Borrego.

      Yo. – ¿De qué país es usted? ¿Es usted francés o español?

      El hombre. – Dios me libre de ser ninguna de las dos cosas, mi lor; j’ai l’honneur d’être de la nation grecque; mi nombre es Antonio Buchini, nacido en Pera la Belle, cerca de Constantinopla.

      Yo. – ¿Y cómo ha venido usted a España?

      Buchini. —Mi lor, je vais vous raconter mon histoire du commencement jusqu’ici. Mi padre era natural de Syra, en Grecia; siendo muy joven se trasladó a Pera, y allí sirvió de portero en casa de varios embajadores que le estimaban mucho por su fidelidad. Entre otros, sirvió al embajador de su país de usted, precisamente en la época en que Inglaterra y la Puerta se hacían guerra. Monsieur el embajador tuvo que huír para salvar la vida, y dejó al cuidado de mi padre casi todo lo que tenía de algún valor; mi padre lo escondió todo con mucho riesgo suyo, y cuando se ajustó la paz restituyó a Monsieur hasta la más insignificante baratija. Menciono estas circunstancias para demostrarle a usted que mi familia tiene principios de honor y es digna de toda confianza. Mi padre se casó con una muchacha de Pera, et moi je suis l’unique fruit de ce mariage. De mi madre nada sé, porque murió a poco de nacer yo. Una familia de judíos ricos se compadeció de mi orfandad y se ofreció a recogerme; mi padre vino en ello de buen grado, y con aquella familia estuve varios años, hasta que fuí un beau garçon; se aficionaron mucho a mí, y al cabo se ofrecieron a adoptarme y a nombrarme heredero de cuanto tenían, a condición de hacerme judío. Mais la circoncision n’était guère à mon goût, especialmente la de los judíos, porque yo soy griego, y tengo mi orgullo y principios de honor. Me separé, pues, de aquella familia, diciendo que si alguna vez consentía en convertirme sería a la fe de los turcos, porque son muy hombres, son orgullosos y tienen principios de honor, como yo los tengo. Volví con mi padre, que me buscó varias colocaciones, ninguna de mi gusto, hasta que entré en casa de Monsieur Zea.

      Yo. Supongo que se refiere usted a Zea Bermúdez, que se encontraría entonces en Constantinopla.

      Buchini. Exactamente, mi lor, y a su servicio estuve mientras permaneció allí. Puso en mí gran confianza, más que nada porque hablo el español con gran pureza; lo aprendí con los judíos, que, según he oído decir a Monsieur Zea, lo hablan mejor que los actuales españoles de nacimiento.

      No voy a seguir paso a paso la historia, un poco larga, del griego; baste decir que vino de Constantinopla a España con Zea Bermúdez y a su servicio continuó bastantes años, hasta que fué despedido por casarse con una doncella guipuzcoana, fille de chambre de Madame Zea. Desde entonces había servido a infinidad de amos, a veces como ayuda de cámara; otras, las más, de cocinero. Me confesó, sin embargo, que casi nunca había durado más de tres días en un mismo empleo, a causa de las riñas que con toda seguridad suscitaba en la casa a poco de ser admitido, y para las que no encontraba otra razón que la de ser griego y tener principios de honor. Entre otras personas había servido al general Córdova, que era, según me dijo, muy mal pagador y tenía la costumbre

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