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papel de este tema al final del periodo glaciar, no duda en titular su monografía «Femmes sans tête». En este trabajo se señala que esa absoluta falta de atención por la cabeza, tanto en el arte mueble como en el parietal, no entra en contradicción con el protagonismo que adquiere en esa época la representación femenina, su participación en el arte mueble en composiciones escénicas de marcado componente social y la buscada ubicación de su representación en las cuevas, aprovechando resaltes o irregularidades del soporte, con una explícita sugestión de sexualidad y acompañamiento de seres sobrenaturales. A diferencia del arte de las primeras etapas del Paleolítico superior, durante el Magdaleniense medio y superior, entre hace 21.800 y 15.000 años, la figura femenina se esquematiza, se representa normalmente de perfil, y la atención se dirige a las nalgas y pechos o a la representación del sexo. Lejos de la individualización, se trata de representaciones totalmente estereotipadas, con una distribución espacial que sobrepasa claramente las dimensiones propias de los ámbitos territoriales grupales, lo que abunda en la idea de que estamos ante un arquetipo de carácter impersonal.

      Y de nuevo, si valoramos el total de las figuras humanas representadas durante el paleolítico europeo, es curioso observar que mientras que son extrañas las figuras femeninas con el detalle de los ojos, la mayoría de las representaciones masculinas sí que dan cuenta de esta parte del rostro, lo que permite constatar la distinta forma de representar los dos sexos en el arte paleolítico, algo que no puede explicarse más que como resultado de un planteamiento cultural.

      En cualquier caso, no debemos olvidar que lo esencial de estas representaciones es dar cuenta de los atributos sexuales, y que, en general y en comparación con la representación femenina, la figura masculina apenas está documentada en el Paleolítico superior inicial.

      Al considerar esta baja atención por la cara y su detalle, resulta difícil valorar las primeras representaciones antropomorfas paleolíticas bajo el prisma de la representación de la belleza facial. Y no es que la cosa cambie cuando se considera la totalidad del arte del Magdaleniense, etapa que abarca del 24.600 al 15.000. Durante este periodo, en el que son más numerosas las representaciones humanas, resultan habituales los rostros de rasgos animalizados y las proporciones corporales se alejan del canon de normalidad y simetría bilateral, por lo que de nuevo resultan difíciles de asociar al concepto de belleza corporal. Sea cual fuere la intención de estas figuras, es seguro afirmar que no responden a la plasmación gráfica de un concepto de belleza.

      Vista la práctica ausencia de detalles en las caras femeninas y la mínima documentación de las masculinas durante esas fechas, solo queda por analizar la importancia del criterio de neotenia en la ejecución de esas figuras. Y por no alargar excesivamente este apartado, nos limitaremos a las figurillas esculpidas del Gravetiense, pues permiten una rápida conclusión. Comenzaremos, sin embargo, por señalar que la unidad temática de las representaciones femeninas gravetienses encierra una elevada variación de formas, proporciones y detalles (Delporte, 1979). En la mayoría, al menos si nos centramos en las piezas del núcleo centroeuropeo y de la zonas francesa e italiana, concurren rasgos fisiológicos que traducen la representación de mujeres en avanzado estado de gestación y registran la huella de varios episodios previos de parto (Duhard, 1993). Lo que de nuevo nos lleva a la misma conclusión, fueran cuales fueran las razones que estuviesen detrás de la realización de las figurillas femeninas de esas fechas, la forma no responde a la idea de representación de un canon de belleza corporal en el que se resalte la nubilidad, pues también se alejan del prototipo que cabría esperar de estar reflejando la idea de juventud que sustentaría la neotenia. Otra cosa es que valoremos la atención prestada a los atributos sexuales, que parecen constituir el punto de atención de una buena parte de las figuras de cuerpo completo documentadas, hasta el punto de aprovechar en ocasiones los relieves naturales de las paredes de cuevas y abrigos para dar cuenta de falos, o de las hendiduras verticales para representar vulvas. Mientras que la representación del acto sexual está prácticamente ausente del arte paleolítico, los atributos sexuales sí que están presentes en todo tipo de soportes, y testimonian la importancia atribuida a la representación, incluso aislada, de los órganos sexuales en esas sociedades.

      De acuerdo con lo señalado, no parece que en el arte paleolítico el ideal de belleza haya desempeñado un papel importante en relación con las representaciones humanas o antropomorfas, lo que incita a pensar que estas representaciones respondieron a otra intención que la de resaltar los atributos sexuales apropiados para la elección de pareja. Llegados a este punto, no está de más recordar que en todas las sociedades conocidas los aspectos sociales desempeñan un papel de primer orden tanto en la forma de percibir la belleza como en el comportamiento humano en general, de manera que en la elección de pareja no solo interviene la belleza física, sino otros atributos sociales y culturales asociados a las personas con las que nos vinculamos (Davies, 2012). Y tampoco podemos olvidar la importancia que adquiere la propia sensación de enamoramiento, un sentimiento que genera un vínculo emotivo que se ha registrado en la inmensa mayoría de las sociedades estudiadas. A nadie se le escapa la importante repercusión de este sentimiento en la cooperación de larga duración entre sexos e individuos y, de nuevo, su trascendental repercusión social y reproductiva en el proceso evolutivo humano, con independencia de la variedad de normas culturales o sociales a las que este sentimiento se pueda asociar (Buss, 2007).

      Por lo que respecta a los colores, la importancia de la pintura roja no acaba de ser concluyente en las primeras etapas del arte parietal figurativo. En el arte paleolítico de Chauvet, uno de los conjuntos rupestres de mayor antigüedad, el color negro es especialmente visible en las zonas profundas de la cavidad, donde se encuentran los paneles que no solo concentran un número importante de animales, sino donde la fuerza expresiva de las composiciones tiene un fuerte impacto escénico (Tosello y Fritz, 2005). Ningún signo, sin embargo, ha sido realizado en negro, hecho que resulta especialmente importante a la hora de constatar la falta de unidad en el color empleado en lo figurativo y lo no figurativo en esta cavidad.

      A decir verdad, la constatación de que rojo y negro aparecen indistintamente documentados en el arte auriñaciense, conviviendo en ocasiones en una misma figura, como es el caso de un bloque pintado de Blanchard en el que se conserva parte de un cuadrúpedo de contorno negro y relleno corporal rojo, nos indican que la preferencia por el color rojo no fue generalizada. Lo que probablemente nos sitúa ante una explicación más prosaica, relacionada tanto con la disponibilidad de materias primas colorantes, como con las preferencias culturales de los distintos grupos que fueron responsables de unas representaciones que, no lo olvidemos, remiten a un periodo de más de seis milenios, solo refiriéndonos al Auriñaciense.

      Si tuviéramos que caracterizar el procedimiento gráfico del Auriñaciense, lo más sobresaliente resulta el contraste entre la silueta dibujada y la pared, resultado que se obtiene tanto mediante la aplicación del silueteado en negro o en rojo, como del raspado, técnica que generó la supresión de la pátina rocosa y favoreció un marcado contraste blanquecino de indudable efecto colorista que todavía resulta visible en algunas figuras.

      En definitiva, algunos de los aspectos formales predichos por la psicología de la percepción no acaban de confirmarse en el arte del Paleolítico superior antiguo, que presenta ejemplos significativos de la importancia de la cultura no solo en la selección del color, sino en el tratamiento de la cara o la forma de representar el cuerpo, es decir, en el contenido semántico que se asocia a las imágenes representadas. Y esta constatación no resulta en modo alguno sorprendente, pues no hace más que reiterar algo a lo que también se ha llegado a través de diversos estudios centrados en la valoración de los componentes universales que algunos autores han querido ver en la apreciación estética, o de la belleza: la importancia del factor cultural o del contexto no solo en la presencia, sino en la forma en que estos rasgos se concretan en determinadas sociedades. Volveremos sobre la importancia de la cultura en la valoración del arte visual, ya que su discusión resulta fundamental ya sea desde la antropología o desde la arqueología.

      Para seguir el hilo de la discusión precedente, parece razonable retroceder a los albores de los estudios psicológicos dedicados a la apreciación de la belleza para darse cuenta de los problemas y limitaciones que han acompañado las distintas propuestas de universalidad o de innatismo en su percepción. Los trabajos efectuados desde mediados del siglo pasado por autores como

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